NarradoresNoche

Rafik Schami, traducción Antón Dieterich, Narradores de la noche, Siruela, 1990

Narradores de la noche. La búsqueda de la propia voz.

Las palabras son flores mágicas y delicadas que sólo encuentran un suelo propicio en el oído de otra persona. Rafik Schami

Cuando Inés Bengoa me propuso escribir sobre algún libro que pudiera interesar a los lectores de esta revista me vinieron a la cabeza algunas novelas en las que la narración juega un papel importante. Me acordé de El señor Pip de Lloyd Jones, por ejemplo. En ella un excéntrico profesor ayuda a sobrevivir a unos niños en una isla perdida del Pacífico sumida en una guerra civil contándoles los argumentos de algunas novelas de Dickens. O de Balzac y la joven costurera china, protagonizada por dos jóvenes que en plena revolución cultural son enviados al campo para ser reeducados. Allí, alejados de todo y obligados a trabajar en los arrozales en tareas agotadoras, el recuerdo de películas que habían visto y se contaban con pelos y señales les ayudaba a pasar las noches de invierno. Al principio de uno de sus libros, Marcos Ordóñez, quizás el crítico teatral más influyente en estos momentos, cuenta que se aficionó al teatro de niño no asistiendo a las salas sino escuchando a su padre, que era quien tenía la oportunidad de asistir a los estrenos cuando viajaba a Madrid y luego los contaba en casa con todo detalle. La narración oral como puerta de acceso a la novela, al cine o al teatro podía dar para un artículo.

Después estaban esos libros, como La vida es un caravasar de Emine Sevgi Özdamar, Los cuentos eróticos de mi abuela de Robert Antoni o Narradores de la noche, que fue por el que me decidí finalmente, en los que la oralidad los atraviesa de principio a fin. No es que la narración esté presente en estas novelas sino que la constituyen.

El encanto de un libro como Narradores de la noche, de Rafik Schami, y ya entramos en materia, reside, sobre todo, en los saltos continuos del mundo de los cuentos a una realidad muy concreta –la de un barrio de Damasco a final de la década de los cincuenta del siglo XX- que para un lector occidental de hoy en día también tiene algo de fantástica. Es como si nos moviéramos en dos planos igual de intangibles: uno porque nunca existió (el de los cuentos) y el otro porque se ha transformado de tal manera que seguramente ya no es lo que fue durante siglos. Sólo un ejemplo: en un momento el dueño de un café se lamenta de la invasión de la radio. "Al principio, dice, yo creí que la radio sería una bendición para los cafés, pero ahora ya ves: a pesar de lo poco que hablaba la gente entonces era un paraíso en comparación con ahora, que nadie abre la boca en el café. Todo el mundo está sentado como si estuviese mudo escuchando esa maldita radio. Y no es solo porque el nuevo invento les entretiene sino porque supone también una forma de control. Antes la gente como no sabía quien estaba en el gobierno continúa, podía hablar con libertad en los cafés, cada cual expresaba su opinión en voz alta y no tenía miedo a nada. Hoy no puedes contar un chiste hasta el final sin que alguien te mire de reojo y pregunte a quien te referías  con el “estúpido” o el “burro” de tu chiste. Y si quieres hacer algún comentario tienes que asegurarte  y escuchar las últimas noticias para saber a quien ha declarado el gobierno amigo o enemigo”.

Quizás esas transformaciones son las que explican la nostalgia que destila todo el libro. El autor ha ido escribiendo y publicando una obra (con algunos momentos culminantes como la impresionante El lado oscuro del amor) en la que los cuentos y la oralidad están muy presentes, pero lo hace desde Alemania, país en el que reside desde 1971. Desde la lejanía recuerda los cafés y los mercados de su infancia como lugares donde siempre había alguien contando historias. Y con todo, es un fenómeno que ha pasado en todas partes. Se pueden leer algunas páginas de El balcón en invierno el último libro de Luis Landero (que tiene la misma edad que Rafik Schami), y nos encontramos la misma nostalgia por la pérdida del gusto por contar.

El protagonista de Narradores de la noche es el cochero Salim que se había hecho famoso en los años treinta del siglo XX por entretener los largos viajes contando historias maravillosas. Hacía el recorrido entre Damasco y Beirut: dos días de viaje fatigoso hasta llegar al Desfiladero del Cuerno, donde abundaban los ladrones que se ganaban la vida asaltando a los viajeros. Las diligencias apenas se distinguían unas de otras: eran de hierro, madera y cuero y en ellas había sitio para cuatro personas. La competencia entre los cocheros era despiadada. Salim había ideado un sistema para sobornar a los ladrones y que respetaran su diligencia, pero no era solo por eso por lo que a él nunca le faltaban clientes: era su capacidad de hacer que el tiempo pasara volando con sus cuentos. ¿Y cómo se las apañaba Salim que no sabía leer ni escribir para renovar continuamente su repertorio?, se pregunta el narrador. Muy sencillo: después de contar unas cuantas historias, preguntaba en tono casual a los viajeros si alguno se animaba a contar alguna anécdota y así, como han hecho siempre los narradores, se convertía en un transmisor de historias.

La cuestión es que ahora Salim, ya jubilado, después de quedarse viudo, de repente ha perdido el habla y sus amigos están preocupados (Él, cuya pequeña habitación se transformaba con la magia de sus palabras en un mar, en un desierto o en una selva, perdió el habla de la noche a la mañana). Son hombres todos ellos de la misma edad, unos setenta años: el cerrajero Ali; Mehdi, el profesor de geografía; Musa, un peluquero regordete; el ex ministro Faris (el más distinguido de la reunión); Tuma, el emigrante (que había vivido en América); Junis, el propietario del café; e Isam, que había estado en la cárcel durante veinticuatro años por un crimen que no había cometido. Se les ocurren toda clase de ideas disparatadas para que Salim recupere la voz. Uno propone darle de beber siete vinos de siete regiones distintas, otro que huela siete perfumes, que pruebe siete comidas…finalmente serán siete relatos (unos más fantásticos, otros más realistas) contados por cada uno de los amigos los que le devolverán la voz .

Hay en el libro algunas reflexiones interesantes sobre los hakavatis (narradores de historias). "Anoche, dice Junis en un momento, estuve pensando por primera vez largo rato sobre mis hakavati. En cuarenta años he tenido algunos narradores de café. Han contado historias durante miles de noches. Muchos eran malos y algunos eran buenos. Malo era todo aquel que aburría a sus oyentes". Después les pregunta a sus amigos si saben quiénes son los mejores oyentes y él mismo les responde: los niños. Los adultos pueden ser indulgentes hasta con el hakavati más aburrido; los niños, no. Si se bajan de la historia, lo destrozan. Y más adelante continúa:  “Lo que me asombraba era que los buenos hakavatis no se empeñaban en que volasen alfombras mágicas de un lado a otro todo el rato, que escupiesen fuego los dragones o que las brujas mezclasen los venenos más demenciales. Con los buenos hakavatis, los oyentes también miraban fascinados cuando aquellos hablaban de las cosas más sencillas. Pero hay algo que debe tener hasta el peor hakavati, una buena memoria. Ni la pena ni la alegría deben hacerle perder el hilo. Si no, está perdido”.

Y en efecto en el libro se mezclan historias llenas de magia y sucesos maravillosos, como la que cuenta Mehdi, el cuento precioso de un campesino que vende su voz a cambio de oro (con personas que se convierten en águilas para entrar en palacios, demonios y enigmas), con las anécdotas graciosísimas de Tuma, el emigrante, que tiene que terminar mintiendo a sus amigos porque cuando les cuenta la verdad de lo que observó mientras vivía en América ellos no le creen. No se creen que allí la gente no regatee nunca: tú vas a un shop, miras la etiqueta de los precios, pagas y te vas. Exageras, le gritan los demás. Tampoco los americanos me creían cuando les contaba cómo vivíamos nosotros. Les parecía todo un cuento. No creían que montásemos encima de camellos y comiésemos higos, tampoco que celebrásemos una boda durante varios días y llorásemos aun más tiempo a los muertos, y que nunca celebrásemos los cumpleaños. “Por qué íbamos a celebrar el cumpleaños”, le interrumpe Isam. “No sé, pero para los americanos un birthday es más importante que la Pascua. Y celebran el cumpleaños en el tercer piso aunque acabe de morirse un vecino en el segundo. Ni siquiera me creían que tuviésemos la profesión de narrador de café. Se reían de mí y de los baños no querían ni oír hablar. “Pero bueno, ¿es que son unos bárbaros?”, se maravilló Ali.

Este es el tono del libro de Rafik Schami. En todas sus páginas está presente una ironía más que saludable y por debajo, un respeto profundo por todas las culturas, un canto al poder de la palabra y un anhelo por convivir en paz con los vecinos, algo de lo que la tierra de origen del autor, la malhadada Siria, está ahora tan necesitada. 

 

Jesús Arana Palacios (bibliotecario en la Biblioteca Pública de Barañain)