En muchas ocasiones he dicho que el oficio de narrar es un oficio de riesgo. Que cada vez que nos ponemos delante del público es como si nos desnudásemos, como si nos mostrásemos, como si se tratara de un regalo a punto de ser abierto y que puede o no gustar, puede o no ser lo que esperábamos encontrar. Creo sinceramente que cuando programamos nos pasa lo mismo. Asumimos un gran riesgo y una responsabilidad.

El programador maneja un buen número de variables que hacen que el riesgo aumente. El narrador también. La diferencia es que el programador es el responsable directo de lo que ocurra en la sesión de cuentos, en el festival o en el ciclo. El programador juega con variables que van desde la parte contratante o quién paga la sesión, hasta la puesta en escena, pasando por el tipo de público, el espacio, el narrador o la narradora elegidos, el espectáculo, la difusión, los aspectos técnicos, el caché… Podríamos decir que el éxito de una programación reside en un equilibrio entre todas estas variables. Y así es. Ahora bien, el equilibrio no llega por azar ni por el deseo concedido de un geniecillo en una lámpara maravillosa. El equilibrio viene por el trabajo bien hecho, por la responsabilidad con el oficio de la narración oral. Y es aquí donde el “todo vale” no vale. No, no todo vale:

–no valen administraciones públicas o empresas privadas que solo quieren rellenar una programación de cualquier manera, buscando los números, las cifras de asistentes, las cifras de actividad, las cifras en rendimiento económico. Porque con este criterio no avalarán el trabajo bien hecho ni desdeñarán el que carece de interés. Los números mandan,

–no vale cualquier espacio pues el acto de narrar puede ser tan íntimo como estar con bebés o tan multitudinario como un teatro o un auditorio, y por tanto las necesidades que demanda el espacio son diferentes,

–no vale cualquier espectáculo para cualquier espacio y para cualquier público. Tratar al público como si fuesen tontos, a los adultos como niños, y a los niños como ignorantes es un error,

–no vale cualquier cuentista para cualquier espacio o para cualquier público, hartos estamos de ver meteduras de pata por estos motivos. Y el problema no solo es del que cuenta que no ha medido bien sus capacidades, es también, y sobre todo, del que programa que no ha tenido en cuenta las variables, las capacidades del cuentista…

–no vale no dar la importancia que se merece al hecho narrativo, pensar que el público no tiene criterio, que no es necesario difundir la sesión, que no hace falta decir quién cuenta, ni qué va a contar,

–no vale cualquier caché, contratar solo bajo este criterio u ofrecer un caché indigno o todo lo contrario, abultado, superior a lo que vale, hace flaco favor al oficio.

El oficio adolece de buenos programadores porque en general esta responsabilidad ha recaído en personal bibliotecario, docente o técnicos culturales que poco tienen que ver o saben de narración oral, y allí donde estos han conseguido propuestas de calidad, que las hay, ha sido fruto en muchas ocasiones de un aprendizaje hecho a base de programar. Hay otro tipo de programador, el que además de programar narra, y aquí la cosa se complica pues las variables pueden ser tenidas en cuenta o no. Me explico, tras lo dicho anteriormente podríamos pensar que este segundo perfil de programador debería tener todo esto en cuenta, ¿no? Pues no necesariamente. A veces como narradores hemos normalizado espacios, públicos, cachés… que no son aptos para que el arte de la narración oral se dé, ni siquiera para que se desarrolle el oficio. Parece mentira que en este caso haya gente que siga pensando que todo vale. Hasta el punto de contratar con cachés ridículos, espectáculos insulsos, sin ningún cuidado por el cuentista, sin respeto por el público y hasta sin avisar que el que cuenta en ese momento es alguien que está empezando. Y es que todo vale.

Acabo ya este pequeño artículo que parece estar quedando como un tirón de orejas sobre ese otro arte y oficio que es programar. Y lo acabo con una idea que los que me conocéis me habéis oído en más de una ocasión: cuando uno va al cine por primera vez y se traga una película intragable es consciente de que no todo el cine es así, porque si no el universo cine no hubiera subsistido como lo hace. Sin embargo, cuando uno va a una sesión de cuentos o al “Cuentacuentos” por primera vez y le pasa lo que en el cine es difícil que vuelva a repetir. Aquí las segundas oportunidades se cotizan muy altas. Es por ello que tenemos una responsabilidad como programadores. Una responsabilidad con quien paga, con el público, con el cuentista y con nosotros mismos. Pero sobre todo con el oficio. Cuanto más se cuente y mejor se haga en un sitio concreto más grande será el oficio. Cuanto más se programe y mejor se haga menos riesgos se correrán.

 

Manuel Légolas

Este artículo se publicó en el Boletín n.º 43 – No todo vale a la hora de programar