Cada uno tiene el máximo de memoria para lo que le interesa y el mínimo para lo que no le interesa
Arthur Schopenhauer
 

El otro día, mi amigo Pep Bruno me pidió que investigara lo que dice la ciencia sobre la relación entre historias e imágenes en nuestra cabeza. Lo que él quería era saber si su idea del libro álbum como potente vehículo de transmisión de historias concuerda con la realidad científica. Le dije que sí sin pensar, creyendo que era una señal que tenía que ver con el curso de medicina narrativa que unos amigos organizan en el Colegio de Médicos de Murcia y en el que me han invitado a hacer un taller de escritura. Mi entusiasmo inicial se vio aplastado por la abrumadora realidad, pues no soy un experto en psicología de la memoria y hay que saber mucho para escribir con conocimiento del tema. Lo que pasa es que mi curiosidad se despertó y quise saber por qué, en mi trabajo diario como psicoterapeuta, cuando en mitad de una terapia se produce algún tipo de catarsis que va a mejorar la vida de mi paciente, no es lo mismo escribirla que contarla. Cuando la cuento me emociono y muchas veces emociono a quien me escucha, pero si escribo sobre ella no es lo mismo, es como si le faltara vida. 

Así que lo primero que hice fue empezar a leer sobre la memoria. Hay muchos tipos de memoria empezando por las más básicas, las memorias sensoriales, que duran un instante y que van más allá de lo táctil o lo visual llegando a tener nombres mágicos como memoria icónica o memoria háptica. Es discutible utilizar el término “memoria” para ellas porque no son más que estímulos detectados por los sentidos que encienden neuronas en nuestro cerebro. Estos estímulos externos pueden convertirse en los 5 a 9 ítems que es capaz de almacenar nuestra memoria de corto plazo, pero si no hacemos nada con ellos, como utilizarlos o repetirlos, desaparecen en menos de un minuto. Los que se quedan con nosotros pasan a enriquecer nuestro archivo de memoria a largo plazo que tiene muchos subtipos diferentes y una capacidad aparentemente ilimitada, aunque el olvido nunca pare. La memoria a largo plazo es nuestro archivo, pero no es un archivo de cajones individuales en el que en cada cajón se guarda un recuerdo solamente, porque los recuerdos nunca están solos. Nuestra memoria funciona en red y conecta muchos elementos distintos que son los que elevan el recuerdo a nuestra conciencia. Si un recuerdo se asocia a una emoción marcada, forma parte de un procedimiento que utilizamos o está incluido dentro de un episodio diferenciado de nuestra vida, tendrá muchas más posibilidades de no caer en el olvido y de ser evocado, que un recuerdo aislado y, valga la redundancia, poco memorable. Así, se pueden diferenciar distintos tipos de memoria dentro de esta memoria a largo plazo: memoria emocional, que asocia determinados ítems a emociones con la participación de la amígdala cerebral; memoria procedimental, la que almacena procesos que repetimos; memoria semántica, que sería nuestro diccionario; memoria de trabajo, memoria episódica; memoria verbal; memoria fotográfica; etc. Pero nosotros prestaremos atención a un tipo concreto de memoria, la memoria autobiográfica, que utiliza los demás tipos de memoria para componer el collage que es nuestra vida dentro de nuestro recuerdo. 

Mi punto de partida para intentar acercarme a la memoria autobiográfica fueron el texto del profesor Manzanero: “La memoria autobiográfica” (1) y el artículo de Marina Sanfilippo: “Memoria, imágenes y escrituras en la elaboración de un cuento oral” (2), ambos muy interesantes, como las demás obras citadas. Está claro que más o menos todo el mundo está de acuerdo en que la memoria autobiográfica es la que almacena los recuerdos vividos en primera persona, nuestras experiencias vitales (3). Se han hecho muchos intentos para conceptualizarla, pero es escurridiza. Hay autores que la incluyen en la memoria episódica que almacena lo que nos ocurre dentro de un contexto espacial y temporal determinado, pero además, dentro de la memoria autobiográfica, lo determinante es el contexto personal que acompaña a los recuerdos. Por ejemplo, en el mismo libro editado por Rubin que acabamos de citar, Brewer (4) distingue los siguientes componentes dentro de la memoria autobiográfica: a) recuerdo personal, que es la imagen que conservo de un episodio concreto de mi vida, por ejemplo del día en que me tocó contar un cuento a los hijos de mi amigo Pablo porque él les había dicho que yo contaba cuentos en el maratón de Guadalajara. Menudo papelón. Este recuerdo estaría compuesto por la imagen de su habitación con literas, por las caras que ponían, por cómo se iban interesando según avanzaba el relato y por cómo nos íbamos emocionando todos con la historia; b) hecho autobiográfico, que sería lo mismo que el recuerdo personal, pero simplificado como para una cronología y sin imagen. Sería como decir: hace cinco años le conté a los hijos de Pablo el cuento del peral de la Tía Miseria; c) recuerdo personal genérico, que guarda de forma más abstracta hechos repetitivos o series de hechos parecidos. Aquí se clasificaría la sensación de tantas veces que he ido a Barcelona, el paisaje, yo conduciendo siempre acompañado por mi familia, hasta el día concreto que acabé contando el cuento; d) recuerdo semántico, por ejemplo, recuerdo el nombre de los tres niños, el nombre de la calles, el nombre del autor de la recopilación donde aparece el cuento; e) recuerdo perceptivo genérico, que sería la imagen mental que yo tengo de “árbol” y que aplico a la hora de hablar del peral de la Tía Miseria y que despierta en los niños la imagen mental que ellos tienen de “árbol”. 

Todo este artificio de seis partes es una forma de clasificar para intentar entender. Pero la cuestión es cómo se relacionan unos y otros recuerdos y cómo se evocan o no dependiendo de qué circunstancias. El asunto clave parecen ser las informaciones sensoriales y la emoción asociada a los recuerdos. Si mi experiencia del día de hoy es insulsa, similar a la de ayer y a la de mañana y me deja indiferente va a ser muy difícil que quede en mi recuerdo. Sin embargo, si hoy ocurre algo insospechado, que me golpea, que me emociona, que cambia el curso habitual de las cosas, que me hace tener experiencias espaciales, relacionales, contextuales, distintas, es mucho más fácil que no olvide nunca este día. Si tenemos edad suficiente, todos sabemos lo que estábamos haciendo el 11 de septiembre de 2001, cuando cayeron las torres gemelas de Nueva York, y está claro por qué. Este tipo de recuerdos se llaman “flashbulb memories”, recuerdos grabados por la impresión que nos producen que es como un flash que deja una marca imborrable, justo lo contrario que ocurría en la saga de Men in black. Identificamos intuitivamente los recuerdos que sobresalen en nuestra memoria autobiográfica con el mundo de la imagen y por eso utilizamos términos fotográficos para describirlos como en este caso. La combinación de imagen y emoción hace que los recuerdos se fijen a veces de manera indeleble. Esto tiene una lógica evolutiva aplastante. Por ejemplo, si una circunstancia es especialmente terrible o amenazadora y sentimos un peligro real a nuestra integridad, esa emoción hará que el recuerdo de cómo salimos de ella se grabe por encima de otros para protegernos (5).

Las impresiones profundas se graban mejor, y no es imprescindible que sean traumáticas. En esto Freud estaría de acuerdo. Nuestra memoria autobiográfica sería algo así como el álbum privado de nuestra vida en el que están todos los recuerdos que nos definen como quienes somos. Cuanto más potente sea la experiencia a recordar, cuantas más zonas del árbol cerebral sean zarandeadas al almacenarlo, más fácil será que no se borre porque no existe una ubicación única para la huella mnémica. Para saber dónde está almacenada la memoria, sólo es preciso observar lo que ocurre al intentar acceder a ella. Cuando llega el momento de rescatar un recuerdo autobiográfico se activan múltiples áreas del cerebro siendo las más importantes las siguientes: córtex prefrontal lateral (que se ocupa de los procesos de control); córtex prefrontal medial (procesos autorreferenciales); hipocampo (recuperación de los recuerdos), amígdala (emociones asociadas), regiones occipitales (imágenes visuales) (6). En realidad, al traer a la conciencia un recuerdo autobiográfico trabaja todo el cerebro: la coordinación la ejerce el hipocampo que funde las imágenes asociadas con nuestra situación en ellas y la emoción de aquel momento, aderezando todo con otros muchos datos sensoriales y personales que guarden relación con cada recuerdo concreto.

Es preciso destacar que la memoria autobiográfica depende de las imágenes, como ocurre con el propio ser humano. Vayamos un momento con Antonio Martínez Ron y escuchemos algunas cosas que nos cuenta en su obra El ojo desnudo (7). Para empezar, no podemos olvidar que los primates somos animales visuales que hemos relegado a otros sentidos como el olfato o el oído a un papel secundario. Dependemos totalmente de la vista ya que el sistema mano-ojo es nuestra principal herramienta de interacción con el medio. Estamos dotados de dos cámaras ultrasensibles que son capaces de detectar un solo fotón en la oscuridad total. Dos cámaras de 105 megapíxeles capaces de comprimir la información que les llega hasta reducir el caudal de datos en un 99%. Aún así es imposible almacenar toda la información que entra por ahí. Pero es que la vista ha llegado a condicionar nuestro desarrollo cognitivo hasta el punto que hay teóricos que definen nuestra especie por su oculocentrismo. Dentro de nuestro lenguaje, de las palabras dedicadas a los sentidos, hasta el 80% guardan relación con la vista, dejando el porcentaje restante a los otros sentidos. ¿Y dentro de nuestro cerebro? Aunque habitualmente se dice que la visión reside en el lóbulo occipital, allí está el área visual primaria que sería como una pantalla neurológica en la que se proyectan los estímulos que nos llegan por los ojos, pero luego hay cortezas asociativas, la corteza visual secundaria y la terciaria que ponen las imágenes recibidas en relación con recuerdos y es al comparar ambos conjuntos de datos cuando realmente vemos. En cuanto abrimos los ojos, el lóbulo occipital trasvasa un inmenso caudal de información visual procesada y comparada con nuestras experiencias anteriores al resto del cerebro, a los lóbulos frontales, parietales, temporales, encendiéndose el cerebro entero.

Imaginen el trasiego de información. Con la idea de que las imágenes son vitales para los humanos, volvamos a nuestro tema. La memoria autobiográfica es algo así como el libro álbum de nuestra vida. En cada página hay un recuerdo importante que contiene imágenes, texto, olores y emociones asociadas. Podríamos decir incluso que cada recuerdo es una secuencia de la película de nuestra vida, pues las imágenes no son estáticas. Además, la memoria autobiográfica está en continua transformación y no le importan nada las pilas de datos ni los terabytes brutos. Es una selección de lo que nos importa y lo que nos conmueve, de lo esencial de cada uno de nosotros. Funes el memorioso, debido a su prodigiosa memoria, según Borges “no era muy capaz de pensar”, porque al no distinguir lo que quiere recordar de lo que no, desaparece en un mundo de infinitos hechos igual de irrelevantes. Pero en los humanos normales tiene mucho más sentido la frase: “soy despistado para lo que quiero”, aunque si nos paramos a pensar, la formulación correcta sería: “soy despistado para lo que no quiero”. Si no me interesa, si no me emociona, no me lo guardaré en la zona noble de mi memoria, en mi memoria autobiográfica.

¿Entonces, cómo puede acceder un narrador a nuestra memoria autobiográfica? La teoría parece sencilla: independientemente del método de trabajo que tenga, cuando nos cuente su historia, si nos toca en muchas regiones cerebrales tendrá más posibilidades de conseguir una página o al menos una nota al pie en nuestra memoria autobiográfica. Nuestras historias preferidas son las que más nos han interesado, que por cierto, son también las que es más probable que contemos dentro de un esquema que las convierte en un fenómeno viral. Ya lo sugirió Richard Dawkins al final de su revolucionaria obra El gen egoísta (8): si hasta ahora la historia natural se explicaba por la avidez de nuestros genes para perpetuarse, con la creación de la cultura humana, los genes pasan a un segundo plano dejando el escenario para lo que él llamó “memes”. Entonces “meme” era solamente la mínima unidad de información cultural transmisible y claro, los memes que generen mayor interés serán los que más se transmitan. Les suena, ¿no?

Pero volvamos con los narradores. No es lo mismo que un narrador estándar nos cuente un cuento que ya conocemos sin introducir ningún elemento distinto o personal o emocional, a que Quico Cadaval nos haga viajar con él a Ribeira y nos lleve de la mano a revivir el mito de Edipo. No es lo mismo. Por eso de Quico me sigo acordando casi siempre que pienso en Edipo y, créanme, son muchas veces.

Un buen narrador, a la hora de contar un cuento, acude a la historia que tiene almacenada en su memoria autobiográfica y en este proceso se encienden muchas áreas cerebrales: la visual con el escenario en el que imagina que se produce la acción mezclada tal vez con las ilustraciones que acompañaban al cuento, la emocional que le conecta con el significado que tiene esa historia en su vida personal y profesional, las de otras impresiones sensoriales, la semántica con los significados o significantes que evoca el cuento. Si el narrador es habilidoso nos sabrá transmitir retazos de esto que a su vez conectarán con las distintas áreas cerebrales de quienes escuchamos. Según Celestini, a quien cita Marina Sanfilippo en el artículo antes mencionado, se produce una curiosa sinestesia: “El narrador ve, por lo tanto dice. El espectador escucha, por lo tanto ve”. Si su historia nos toca, si el trayecto del héroe o del antihéroe nos emociona, nos evoca imágenes, el hipocampo y la amígdala se ocuparán de subrayar ese recuerdo, ese cuento, y entonces se quedará con nosotros. 

El cuentacuentos es un tipo que ama una historia y por eso la cuenta. No es lo mismo que leer una historia y tampoco se parece a que un un actor la interprete. Interpretar tiene un matiz distinto al de contar. El narrador debe dominar el escenario, como los actores, pero nos quiere contar algo él, no es un instrumento de otro, de un dramaturgo, de un director de escena, no le han contratado para que haga un Hamlet. Si el contador nos cuenta Hamlet, nos cuenta la parte de la historia que lo tiene pillado, por ejemplo, la famosa escena de ser o no ser, pero la cuenta porque le apetece, porque él quiere pararse en el momento vital del personaje y pensar con nosotros desde su relato personal si merece la pena seguir o no. El narrador oral tiene las mismas herramientas que el actor, pero la utiliza de otro modo. El cuentacuentos no habla por otros, es un tipo que nos cuenta lo que le conmueve a él y lo que él ha elegido personalmente para contarnos y nosotros vemos qué hacemos con ello. Da igual que sea un cuentacuentos herido como el de Arthur W. Frank (9) o un escritor herido como el de Lola López Mondéjar (10), porque, ¿quién no está herido?

Si el narrador es capaz de despertar imágenes en el cerebro del que lo escucha lo estará consiguiendo. Tal vez el libro álbum funciona por algo así. Porque no es lo mismo contar Donde viven los monstruos (11) que ver el libro álbum. Las ilustraciones de Sendak están llenas de detalles que hacen que quien lo lee viaje con el lenguaje y con la vista. Pero es que además, el libro álbum engloba la escena de su lectura que suele empezar con tu padre o tu madre leyendo contigo. Así es más fácil que el recuerdo encienda nuestro cerebro como un espectáculo de fuegos artificiales. 

El libro álbum suma al texto una interpretación visual que multiplica la intensidad de su mensaje. Es como asistir a un concierto en directo, como el de cierre de gira de 2017 de El Kanka, en el que Anabel Pek pinta in situ una obra para cada canción (12), o ir al maratón de los cuentos de Guadalajara y ver las ilustraciones que se hacen en directo mientras en el escenario se cuenta un cuento (13).

El libro álbum o la novela gráfica desde Masereel, cuentan su cuento desde la ilustración, desde la imagen, por eso conectan tanto con nuestra especie. Por eso, si el contador de cuentos es capaz de conectar su memoria autobiográfica con la del que lo escucha, se produce una conexión mágica como la que son capaces de establecer los seres azules de la película Avatar.

Para terminar, regresemos a los clásicos. Italo Calvino, en su obra Seis propuestas para el próximo milenio (14), proponía una teoría narrativa para los escritores del presente milenio y no es casualidad que las seis propuestas fueran: levedad, rapidez, exactitud, visibilidad, multiplicidad y consistencia. La obra quedó inacabada con la prematura muerte del autor en 1985 y el último capítulo ni siquiera existe. Si nos detenemos un momento en el capítulo dedicado a la visibilidad, Calvino se queja del exceso de imágenes prefabricadas entre las que vivimos. Esto dificulta la posibilidad de asociar imágenes libremente y generar algo nuevo en lo que merezca la pena detenerse, que es lo que debe constituir nuestro objetivo como contadores de cuentos o como psicoterapeutas. El buen narrador hace lo mismo que el buen terapeuta: puebla nuestro imaginario de cosas nuevas que se quedan con nosotros y nos permiten seguir adelante mejor. 

Es curioso que Calvino, que recopiló cuentos populares italianos (15), nos deje como legado seis pautas que todo narrador debe tener en cuenta si quiere que su historia se quede con nosotros: que no se ponga pesado, que vaya veloz, que sea preciso, que cuente algo que se pueda multiplicar por los estímulos visuales que evoca libremente, que nos toque en múltiples áreas cerebrales y que tenga cierta unidad que permita llenar una página de nuestra memoria autobiográfica. El libro álbum de nuestra vida es distinto en cada uno y, el arte y el cuidado que pongamos a la hora de confeccionarlo lo pueden llegar a convertir en un libro de autor.

José Antonio Pérez Rojo

 

NOTAS AL PIE 
1 Manzanero, A.L. (2008). La memoria autobiográfica. En A.L. Manzanero, Psicología del Testimonio (pp. 91-101). Madrid: Ed. Pirámide.
2 Sanfilippo, M. (2014). Memoria, imágenes y escrituras en la elaboración de un cuento oral. Revista de Dialectología y tradiciones populares. vol LXIX, nº 1, 171-187.
3 Robinson, J.A. (1986). Autobiographical memory: A historical prologue, Rubin D.C. (Ed.), Autobiographical memory, Cambridge University Press, Cambridge, England, pp. 19-24.
4 W.F. Brewer. (1986). What is autobiographical memory? D.C. Rubin (Ed.), Autobiographical memory, Cambridge University Press, Cambridge, England, pp. 25-45.
5 Robinson-Riegler; Robinson-Riegler, Bridget; Gregory (2012). Cognitive Psychology: Applying the Science of the Mind (Third ed.). 75 Arlington Street, Suite 300, Boston, MA: Pearson Education Inc. as Allyn & Bacon. pp. 272–276; 295–296; 339–346.
6 Berntsen, D. (2012). Functional neuroimaging of autobiographical memory. Rubin D.C. (Ed.), Understanding autobiographical memory: Theories and approaches. Cambridge University Press, Cambridge, England, pp. 114-138.
7 Martínez Ron. A. (2016). El ojo desnudo. Drakontos. Barcelona.
8 Dawkins R. (1989). The Selfish Gene. Oxford University Press.
9 Frank A.W. (1995). The Wounded Storyteller: Body, Illness and Ethics. University of Chicago Press.
10 López Mondéjar L. (2015). Una espina en la carne. Psicoanálisis y creatividad. Editorial Psimática.
11 Sendak M. Where the wild things are. Harper & Row 1963.
14 Calvino, I. (1998) Seis propuestas para el próximo milenio. Siruela. Madrid
15 Calvino, I. (1993) Cuentos populares italianos. Siruela. Madrid
 

Este artículo pertenece al Boletín n.º 59 – Narración oral y libro álbum