Había una vez una mujer que salvó su vida gracias al amor. Sobrevivió a la muerte y a la ignorancia, al tedio y a la espada del Sultán. Sobrevivió porque dominaba el arte de amar y el arte de contar historias.

Dijo Erich Fromm* que el amor no es esencialmente una relación con una persona específica, es una actitud, y esa actitud se aprende. A amar se aprende, igual que se aprende a contar historias.

Entre las sábanas Sherezade practicó su arte. Confiaba en que podía calmar con su sabiduría la sed de venganza del Sultán. Su plan era vivir más allá de aquella primera noche y utilizar los cuentos y lo que éstos atesoran como defensa. Y así, con paciencia, sobrevivió. Una noche. Y otra. Y todas.

Sobre la cama, siempre a la misma hora, ambos se abandonaban al poder de las palabras. Sherezade disfrutaba de la mirada hambrienta del Sultán, de sus manos vacías que se iban acercando lentamente según avanzaban las horas. Sus labios, los de él, sedientos y agotados de tanto desamar, daban fuerzas a la muchacha para seguir con la historia, para enlazar una con otra. Él se dejaba hacer, se dejaba imaginar, se recreaba, se convencía, se reconfortaba.

Como dos amantes generosos fueron aprendiéndose, escuchándose mutuamente con los poros abiertos, los susurros alzados, las piernas enlazadas y las palabras encendidas.

El que ama se transforma constantemente, y de este modo se transformó Sherezade. Amó a través de su voz. Enamoró en la intimidad de unas noches que nunca fueron tan cortas.

Así nos transformamos también como cuentistas. Nos renuevan las historias y quienes las escuchan. Las transformamos también a ellas y así vamos amando y contando, emocionándonos y sobreviviendo, abrazándonos a la palabra dicha.

Sherezade llenaba las noches de esperanza como nos llenan la vida los buenos narradores, los buenos cuentos. Cuando escuchamos y contamos sentimos la necesidad de encontrar sentido a nuestra vida. Buscamos oasis en el desierto, agua y respuestas, sombra y compañía, recordarnos vivos.

Ella callaba al amanecer, dejando la historia sin finalizar y esa incertidumbre tras el final interrumpido les hacía amantes inacabables. La curiosidad del Sultán la mantenía viva pero también le mantenía vivo a él. Su desazón se fue llenando de objetos mágicos, seres imposibles, aventuras, aprendizaje, miradas y caricias. 

Si la historia hubiera terminado, ella habría muerto. Él, también.

Pero queremos vivir, queremos amar. Queremos seguir contando.

 

Laura Escuela

 *Fromm, E. (2004). El arte de amar. Paidós: Barcelona.