Reflexiones de Estrella Ortiz tras vivir la experiencia de contar historias en los abrigos de Sudáfrica y en las cuevas de Atapuerca y Los Casares, dentro del proyecto europeo De cueva en cueva. Maratón de cuentos, Guadalajara 2013.

 

Contar cuentos en el interior de una cueva prehistórica es una experiencia difícil de olvidar. El hecho de la cueva como un espacio natural donde contar historias ha sido el estímulo para remontarme imaginativamente a los tiempos pretéritos y elucubrar sobre cómo podría ser el hecho de contar ahí y qué podría ser lo que se contara. Una inmersión que incita incluso a pensar sobre cuáles pudieron ser las primeras historias o cómo pudo producirse la chispa que llevó al lenguaje. El tiempo no fue suficiente para que pudiera profundizar sobre los cuentos en sí, a nivel de temas o teorías, pero al menos pude centrarme en observar aquello que se despertaba en mi cuerpo frente a una situación tan primaria. Lo cierto es que al entrar en contacto directo con estos lugares, aunque no haya una base científica para argumentar lo que se siente, la imaginación se abre a múltiples sugerencias. 

Si bien los narradores orales tenemos ocasión de narrar en sitios de lo más variopintos, una cueva no es cualquier lugar. La singularidad del espacio, a mi modo de ver, invita a pensar sobre aquellos tiempos en los que la cueva significaba mucho para la supervivencia. Una supervivencia entendida no solo a nivel físico como lugar que proporcionaba refugio donde protegerse de todo tipo de inclemencias, sino también como un espacio que propiciaba el sentido de comunidad y pertenencia, lo que entendemos por un principio de cultura. Durante el Paleolítico, en numerosas cuevas la gente vivía o se reunía, y en algunas otras muy especiales, unos pocos pintaron y los demás, a lo largo de milenios, continuaron entrando a mirar. Y, sin duda, también a escuchar. Tendría que ser así, ya que algún tipo de discurso acompañaría el paseo en el que se contemplaban los animales pintados en la pared.

Pero en las cuevas, además de las maravillosas pinturas, también se han encontrado útiles de trabajo, piedras amontonadas colocadas allí expresamente, estatuillas, huesos de animales comidos que, curiosamente, eran especies que no coincidían con los animales representados en las paredes, y también, en muchas ocasiones, restos humanos que habían sido llevados allí para ser enterrados o bien que habían muerto adentro por diferentes circunstancias. Al reflexionar sobre ello resulta imposible olvidar que la cueva es un lugar ambivalente, salvaje. Sugiere la idea de resguardo y protección, pero al mismo tiempo evoca un lugar donde uno se puede perder, donde puede pasarse mucho miedo, donde se puede morir.

La experiencia de entrar en una cueva se vive primeramente a través de los sentidos, por lo que, para poder acceder a ella como se hacía hace muchos miles de años, tendremos que obviar los rastros que deja a su paso el hombre moderno: los potentes focos de luz que hacen el día dentro de ella y borran los rincones oscuros, así como también las señalizaciones que descartan los recovecos y facilitan el camino de salida. Ahora, una vez que nos hemos situado en el territorio, he aquí el camino que ha seguido mi imaginación: la posición del narrador de historias frente a la experiencia de lo primitivo, las posibles conexiones existentes entre las percepciones del cuerpo y los comportamientos que pudieron formar parte de las primeras narraciones. De ahí el título que encabeza este escrito: cueva, cuerpo, cuento. 

A partir, pues, de la profundidad de la cueva, con la sensación de tiempo detenido, el cuerpo, que está ahí percibiéndolo todo y sintiendo cómo el oído y el resto de los sentidos se agudizan, con una voz que sin duda viene del centro de la tierra, susurra las cuatro palabras que lo inundan: silencio, frío, oscuridad, humedad. 

Y puesto que, aunque las percepciones sean simultáneas, su exposición siempre requiere cierto orden, comencemos por el silencio, una experiencia muy poderosa cuando se está bajo tierra, en el centro de la roca.

 

El silencio

Entonces, en la profundidad de la cueva, es cuando se percibe la brutal diferencia entre el silencio de los vivos y el silencio de los muertos. Este último es el silencio absoluto, en cierto modo inimaginable para los vivos ya que su silencio, por muy completo que sea, siempre está habitado por los ruidos que produce inevitablemente el cuerpo. El propio y el de los otros. Así pues, el silencio que se percibía en la cueva era un silencio sobrecogedor, que estaba en el umbral de ser el de los muertos y que ponía los sentidos alerta para poder oír al otro, al silencio de los vivos. 

Lo cierto es que para escuchar lo de dentro se necesita estar muy callado. Y cuando se está muy callado es cuando comienzan a oírse, agrandados, todos los ruidos corporales a los que no solemos prestar atención y que en una situación como esta se señorean del espacio. Los más persistentes son los sonidos de la respiración y el corazón. En verdad el silencio de los humanos está cargado de ecos. El latido del corazón es un murmullo casi imperceptible en el mundo ajetreado del ir y venir, pero que en unas circunstancias de silencio exquisito, cuando todo está muy callado, puede llegar a escucharse como un tambor. Y la respiración, una especie de fuelle que intercambia incansablemente el aire de dentro a fuera, de fuera a dentro y que con su ir y venir establece el ritmo de la emisión del sonido, creando así el puente entre la consciencia del cuerpo y la manifestación de las palabras: pensamiento, aire adentro; palabras, aire afuera. El dulce vaivén de la comunicación.

Remontándose al germen del lenguaje, se cree que esta comunicación posiblemente comenzara con la emisión de las interjecciones. Estas manifestaciones primarias del discurso están unidas a las reacciones instintivas del cuerpo y en su expresión requieren la complicidad simultánea del gesto. De modo que es probable que en la emisión de las primeras unidades comunicativas, cuerpo y palabra fuesen uno, pues el sonido es también cuerpo y esta consideración, que intuimos y usamos cuando nos dirigimos sin prejuicios a los bebés, a veces los adultos no la tenemos presente. Pero el cuentista, por su propio bien, nunca debería pasarla por alto. 

Respecto a saber qué fue primero en el proceso comunicativo, si la palabra o el gesto, la respuesta continúa en el aire. A mi modo de ver, una y otro son inseparables y la chispa comunicativa muy posiblemente naciera de su conjunción. Lo apasionante está en elucubrar sobre cómo se expresaría en esos primeros estadios la necesidad de contar algo: cómo advertir, amenazar, acallar, arrullar, asustar; y, sobre todo, cómo relatar algo, aunque fuera muy esquemático. El impulso de contar implica la capacidad intelectual de re-presentar, es decir, de traer al presente un suceso que, por muy sencillo que sea, ha ocurrido en un pasado más o menos reciente. Imaginemos la situación en la que se desea contar que la herida que tenemos en la rodilla se ha debido a una caída al tropezar con una piedra, y para ello solo podemos emitir sonidos no articulados. Pues bien, en esa pantomima un tanto grotesca que realicemos está el germen de la narración.

A propósito de esta representación, diremos en primer lugar que es una capacidad para manejar el tiempo, puesto que el narrador siempre está a caballo entre el presente, el pasado y el futuro. Cuenta cosas del pasado pero está narrándolas en un presente y, de alguna manera, las está proyectando hacia un futuro al depositarlas en la gente que le escucha. Y no solo es esto, ya que “representarse” algo implica procurarse una imagen interior de lo que se quiere decir. Pues bien, esa imagen, aunque se refiera a un objeto y con una sola palabra, es una imagen que ya tiene una existencia autónoma alejada de la cosa. En estos momentos me viene a la mente el famoso cuadro de Magritte en el que aparece dibujada una pipa con la inscripción “esto no es una pipa”; y que en efecto no es una pipa, sino únicamente su representación pictórica. Esta distancia del objeto que presupone su representación, a mi modo de ver es el origen del arte y el lenguaje. Cuando decimos la palabra mariposa, y ya no está la mariposa real, o si la dibujamos o escribimos su palabra, lo que hacemos es invocar su existencia y hacerla presente. A partir de ahí, de ese gesto en apariencia tan pequeño, se produce algo maravilloso llamado lenguaje y comunicación. 

 

El frío

La experiencia del frío en Atapuerca fue increíble; afuera era verano pero adentro castañeteaban los dientes de tal modo que daba miedo pensar si acaso tanto temblor dejaría hablar con fluidez. Entonces, al ver cómo las personas del público estaban tan quietas mirando a los narradores desde una cierta distancia y sentadas en el suelo manteniendo entre ellas la disposición habitual como si fuera un salón de actos, pensé que aquella situación tenía algo de imposible. De pronto intuí que en unas circunstancias de escucha en las que los oyentes estuvieran pasando tanto frío, era impensable que no se acercaran unos a otros para buscar el calor del contacto físico. Y la visión de ese contacto me llevó a la idea de comunidad y de re-unión. Del mismo modo que hablábamos un poco más arriba de que con la experiencia del silencio llegó la idea de re-presentar, ahora venía a mí la idea de re-unir. Luego, ese concepto de agrupar a las personas y a los corazones, se amplió para referirse también a los sonidos. Reunir imágenes junto con sonidos para hacer con ellos repeticiones. 

De modo que, al continuar imaginando cómo sería el lenguaje en sus orígenes, volví de nuevo a pensar que lo más parecido que conocemos bien pudiera ser el lenguaje que utilizamos para relacionarnos con los bebés, tanto por los sonidos que emitimos al dirigirnos a ellos como por lo que les contamos. A mi modo de ver, el folclore infantil es un continuo retorno al origen, pues está plagado de repeticiones y, por lo tanto, de ritmo. Este se produce a través del gesto y del sonido. Repeticiones de fonemas, acciones, entonaciones, palabras, estructuras sintácticas, melodías… el abanico es amplísimo, pero en todos los casos hablamos de ritmo, de reuniones más o menos ordenadas de sonidos y de gestos. En la repetición está el principio de la cultura.

De modo que, trayendo de nuevo a colación la idea de reunión en el sentido de comunidad, se puede decir que los narradores orales cuando repetimos actos y palabras, aunque no seamos conscientes de ello, estamos creando una especie de ceremonia. De hecho, el acto en sí de la narración está concebido todo él como un ritual. No es posible saber con certeza si en los tiempos remotos este ritual tenía un sentido mítico, religioso o chamánico; no obstante, aunque este acto oral fuera por completo profano, no dejaría por ello de producirse con una cierta ceremonia. La narración continúa participando de este sentido trascendente, pues al contar en público siempre nos separamos en cierto modo de la realidad cotidiana. Este componente ritual obliga a cuidar las circunstancias que rodean al acontecimiento narrativo, las palabras que lo sostienen y el calor que lo abriga. Porque el acto de narrar de viva voz significa hacer comunidad.

 

La oscuridad

La experiencia de la oscuridad dentro de una cueva se expresa en valores absolutos, tremendos. Si imaginamos aquel tiempo de nuestros ancestros, antes de haber conquistado la habilidad para mantener un fuego controlado, estamos hablando de una oscuridad sepulcral. Esta inmersión en la penumbra nos pone en contacto con situaciones de muchísima atención, un estado de máxima alerta, y también, por supuesto, de mucho miedo. Imaginemos por un momento estar dentro de una cueva larga y enrevesada, sin llevar iluminación o bien que esta sea muy tenue, y de la que hubiera que salir valiéndose del instinto. La oscuridad en estas circunstancias nos transmite una sensación de riesgo, pues sería crucial estar muy atentos para no perderse. 

Esta experiencia de la oscuridad provocó asimismo dentro de mí una idea de introversión, lo que se entiende por verse y escucharse por dentro. Cuando se está en un lugar donde no se ve absolutamente nada, las condiciones obligan a centrarse interiormente. Esta tal vez sea la razón por lo que histórica y mitológicamente los narradores de historias siempre han sido considerados personas capaces de ver en la oscuridad. De hecho, en la antigüedad, los ciegos eran muy respetados como cuentistas y adivinadores de destinos, seres, en fin, capaces de ver en la oscuridad. Esta forma de ver interior, sin necesidad de la luz externa, trae como resultado un conocimiento de la vida que finalmente conduce a la sabiduría. Y este saber, necesario para manejar un ritual que incluye gestos, emociones y sonidos, más adelante cristalizará, entre otros muchos aspectos, en aquello que conocemos como un cuento o una historia con su principio, unas peripecias centrales y su desenlace final. 

He aquí un ejemplo de lo que a mi modo de ver podría considerarse una aproximación a un cuento, muy mínimo verdaderamente, con poco más de dos palabras y el gesto que lo acompaña, y que dice así: “El grillo: cri-cri, cri-cri”. En la emisión de este pequeño discurso ya aparece un nombre -que sugiere las representaciones del animal y su sonido- y además un gesto -que en este escrito obviamente no puede verse pero que podría realizarse con los antebrazos chocándose al ritmo de las onomatopeyas y que imitaría figuradamente el sonido del grillo frotándose las alas-, por lo que, aunque su emisión sea tan extremadamente sencilla que ni tan siquiera incluya enlaces sintácticos ni verbo, está presentando (de traer al presente) un hecho, está contando algo.

Luego, gracias a esa sabiduría humana de la que hablábamos un poco más arriba, las historias pudieron ganar complejidad y comenzar a desarrollarse en episodios. Es así como imagino que pudieron ser los inicios para que un cuento pasase de una sencilla enunciación, una escueta re-presentación, a ser un relato complejo.

 

La humedad

La cueva por lo general suele ser un lugar muy húmedo. En el interior de Atapuerca, la bóveda excavada en la roca bajo la que contamos rezumaba agua. Era divertido escuchar cómo de vez en cuando se oía el “tic” de las gotas intermitentes que caían sobre el casco protector de plástico de los oyentes. En efecto, en las cuevas hay que olvidarse de toda idea de comodidad tal como la entendemos en nuestra vida diaria. 

Sin embargo, más allá de la innegable falta de confort, aquella sensación de humedad me llevó al concepto del agua de la vida con todas las implicaciones de abundancia, fecundidad y vegetación. Muchos manantiales brotan en el interior de las cuevas y son muy numerosas las historias que cuentan el origen de esta agua poniéndola en relación con santas, dioses, vírgenes y demás seres maravillosos, en lo que parece ser un reconocimiento simbólico de que el agua ya es en sí misma mágica. 

Pensar en el agua como una sensación del cuerpo sugiere satisfacción, alimento, limpieza y, por tanto, nos devuelve a las necesidades básicas de supervivencia. Y sobre este agrado que en general produce la presencia del agua, late el sentimiento de alegría, una alegría que refleja el gozo de estar vivo y que conlleva la profunda necesidad de expresarla y compartirla. El papel del agua, fundamental en el desarrollo del bienestar y la cultura humanos, llevada al ámbito de las historias, sugiere a mi modo de ver la idea de juego y de magia. 

Cualquier aprendizaje para que prospere necesita tener un componente importante de juego; esto lo intuyeron nuestros ancestros, por eso las manifestaciones tradicionales están llenas de gracia, entendida esta no tanto como graciosa, sino como agraciada, con alma. La máxima de Horacio tantas veces oída de “instruir deleitando” por momentos se revierte en “deleitar instruyendo”. Hablamos del juego entendido como motivación para aprender y como manifestación de la alegría, una expresividad en la cual se entroncan las historias y el canto. En efecto, esta gracia de la que hablamos también incluye al canto, que si bien ya estaba apuntado en la idea del ritmo cuando comentábamos sobre el frío, lo vemos aquí en toda su potencia, ya que parece indudable que los orígenes del canto hayan sido tanto la risa y como el llanto. No puede ser coincidencia que estas dos manifestaciones del alma sean “líquidas”: cuando reímos mucho saltan las lágrimas y cuando lloramos también. En los dos casos se alimenta con agua el canto de la vida. 

Para terminar, quisiera esbozar brevemente la historia mitológica de Orfeo y su esposa Eurídice. La leyenda cuenta que Orfeo era un cantor, un narrador de historias que inventó la lira en una cueva, sí en efecto, en una cueva. Pues bien, cuando murió Eurídice, él se sentía tan desgarrado que comenzó a tocar incansablemente con tal emoción que toda la naturaleza se conmovió por su dolor, hasta el punto de que los elementos intercedieron ante Hades, el rey de los muertos, para que le devolviera a su esposa y esta pudiese regresar a la vida. Hades accedió y Orfeo se adentró para buscarla en el Inframundo, una eterna cueva llena de frío, oscuridad, humedad y silencio. A punto estuvo de recuperarla. Para conseguirlo, solo debía caminar de vuelta mientras su esposa le seguía, pero, eso sí, sin volver la cabeza ni una sola vez para mirarla hasta que no hubieran llegado a la salida. La historia termina un poco triste porque Orfeo no pudo soportar la zozobra y en un momento en el que dudaba si la esposa todavía iba tras él, volvió la cabeza; y ahí estaba, efectivamente, mas tan solo pudo verla un instante mientras silenciosa se desfiguraba de nuevo hacia abajo, antes de perderla para siempre. 

Este relato susurra la emoción de las cuevas. Una profundidad de la que se alimenta el acto de narrar. La leyenda nos dice que el cuentista necesita coger el regalo que le aguarda dentro, mas luego ha de salir con diligencia y sin mirar hacia atrás, ya que a partir de ese momento todo lo que le queda por hacer es confiar y contar, porque las historias, con todo amor y certeza, van tras él. 

Estrella Ortiz