Amo los cuentos. Me crié en oralidad. Y pese a estar repetidamente expuesta a la "nefasta" influencia de algunos perfiles de heroínas como la Cenicienta, la Bella Durmiente del bosque,  Blancanieves y tantas otras, mira tú por dónde, salí feminista. Es por ello que quiero aquí y ahora romper una lanza en favor de los tan denostados cuentos de hadas y compartir mi experiencia como escuchadora insaciable y como narradora profesional en relación al “sexismo” y otros “ismos” atribuidos a los cuentos populares.

Es cierto que los cuentos tradicionales, en la medida que son una manifestación del imaginario colectivo, una producción cultural, están también impregnados de valores discriminatorios de todo tipo. ¿Cómo no van a estarlo? Si fuera de otro modo, ahí sí que me resultaría extraordinariamente sospechoso.

Hace décadas, la crítica feminista, en el ámbito de la coeducación, puso bajo la lupa la ficción de los cuentos populares, considerada exclusivamente infantil -lo que es  en sí mismo otro prejuicio- para denunciar los roles y los estereotipos de género.

Por aquel entonces, por ejemplo, la versión de  los hermanos Grimm de Blancanieves contaba:

“Todo en aquella casa era pequeño, pero más lindo y limpio de lo que se pueda imaginar. Cerca de la chimenea estaba puesta una mesita con siete platos muy pequeñitos, siete tacitas de barro y al otro lado de la habitación se alineaban siete camitas muy ordenadas… 

-Si quieres cocinar, coser y lavar para nosotros -dijeron los enanitos- puedes quedarte aquí y te cuidaremos siempre. Blancanieves aceptó contenta. Vivía muy alegre con los enanitos, preparándoles la comida y cuidando de la casita.”

Antes de ser irremediablemente reemplazada por la película de la factoría Disney, de mayor y más profunda influencia en la psique colectiva en tanto en cuanto se presentaba con imágenes, la versión  tradicional nos hablaba de que en  la casita de los enanitos todo estaba lindo, limpio y ordenado. Esta sería  a mi juicio, una de las mayores perversiones de la versión filmada, convertir a los 7 “sabios” en sucios y desordenados.  Por aquél entonces ni siquiera me daba cuenta de esto. Me molestaba más que la Blancanieves ejerciera de chacha sin seguridad social para esa cuadrilla de enanos, que el hecho de que ellos no contribuyeran en absoluto a la limpieza de su propio hogar.

En el relato clásico, los enanos hacen un pacto con Blancanieves, acorde a los usos y costumbres de la época histórica en la que se transcribió el cuento. Por lo que  encontramos el reparto tradicional de las tareas entre hombres y mujeres.  Este tipo de “sexismo” no es a mi juicio tan perjudicial como otros, porque las niñas y los niños que escuchan o leen un cuento aprenden a distinguir perfectamente el encuadre histórico de cada historia. Como antes la gente tenía unas costumbres y ahora tiene otras. Como antes la mayoría de la gente trabajaba y vivía en el campo y ahora la mayoría lo hace en la ciudad. Como antes la gente creía que el sol giraba alrededor de la tierra y resulta que ahora sabemos que es al revés. ¿No? Sin embargo, con ese reparto de roles, la mayoría de nosotras, en los ochenta, no estábamos, ni estamos, de acuerdo, porque hacía rato que queríamos ir a la “mina” del espacio público y protestábamos con todos nuestros ovarios. 

Por aquella época se arremetió contra estas heroínas caracterizadas por su pasividad, permanentemente a la espera de ser salvadas, temerosas de su propio destino, sumisas e incluso ñoñas. Yo misma, lo confieso, fui una de las enfervorizadas manifestantes contra una Caperucita devorada por su desobediencia: "pero mamá, si no hablo con desconocidos, ¿cómo voy a conocer a alguien?"

Un buen número de nuevos cuentos, con una evidente perspectiva de género, como la colección "A favor de las niñas" y las estupendas creaciones de Adela Turín, dieron la vuelta a los roles de género en el folklore otorgando un cariz positivo a las brujas e introduciendo en el imaginario colectivo a una cuadrilla de adorables príncipes soñadores y de atrevidas princesas que no tenían como única meta en la vida el matrimonio.  

Siguiendo con el ejemplo de “Blancanieves”, experimenté con la idea de que podía manipular la ficción para cambiar el mundo. Mi militancia educativa me hizo probar una versión donde la princesa también iba a la mina, otra donde en la casa de los enanos ella hacía una denuncia pública sobre el status de la mujer, condenada por sus condicionantes biológicos a la servidumbre doméstica… Entonces mi versión del cuento de Blancanieves era más o menos así: 

"-Si quieres puedes quedarte aquí y te cuidaremos siempre. Blancanieves les respondió:

-Os agradezco vuestra hospitalidad, pero yo sé cuidarme sola. Para corresponder a vuestra amabilidad iré a cazar al bosque y a recolectar frutas y os ayudaré con vuestro trabajo en la mina.”

Luego me dio por pensar sobre el hecho de que la madrastra fuera mujer no era más que una patraña de un sistema cultural profundamente androcéntrico para evitar las alianzas entre mujeres. Para cuando me pillé contando que la bruja en realidad no era tan mala, hacía ya un buen rato que el cuento no se me sostenía de ninguna de las maneras. Hice lo peor que se puede hacer con un cuento de raíces tan profundas: dejé de contarlo.

Que mis abuelas me perdonen por tanta irreverencia y necedad. Guiada por lo políticamente correcto (aunque en el ámbito feminista lo políticamente correcto fuera y siga siendo bastante incorrecto en la sociedad en general), amputé de forma absolutamente inconsciente, aspectos del cuento que eran las llaves de procesos iniciáticos y de crecimiento personal que por aquel entonces escapaban a mi comprensión. Había terminado convirtiendo una obra de arte del imaginario colectivo en un panfleto didáctico en el que pese a mis buenas intenciones, acababa siendo más papista que el papa y cayendo en un sexismo mucho más sutil y peligroso, del que sólo fui consciente muchos años más tarde. Y entonces volví a contarlo. Me di cuenta por un lado, de que en mi manera de narrar lo relacionado con las faenas domésticas, despreciaba de la misma manera que la ideología dominante, el universo tradicionalmente femenino donde los cuidados, la ternura, la expresión de los afectos eran valores que valían menos. La cuestión es que valían menos porque lo desarrollaban mujeres y no al revés. Esa fue para mí una buena clave para intentar desactivar todo tipo de sexismo.

A partir de entonces, a la hora de narrar, me propuse poner en valor, dar importancia a todo lo que protagonizaran los personajes femeninos. Hicieran lo que hicieran, para mí, como narradora, iba a ser importante, valioso y valorado. Por aquella época, mi versión de Blancanieves contaba más o menos esto:

“Blancanieves aceptó contenta la hospitalidad de los enanos y para retribuir su amabilidad les ayudaba a preparar la comida y a cuidar de la casa. Los enanitos le enseñaron a distinguir unas piedras preciosas de otras y ella les mostró la belleza de una habitación limpia y ordenada. Los enanitos descubrieron con Blancanieves que no hay joya más preciosa que  un guiso delicioso sobre la mesa.”

Me reconcilié con las perversas de los cuentos, dejé de juzgarlas o de justificar su conducta en mis contadas. Aprendí que las malvadas son perfectas, que sólo pueden ejercer de malas quienes tienen suficiente poder para serlo. Constaté que donde esté una buena villana, un buen malvado, habrá un cuento magnífico, porque la altura moral de la heroína, la casta del héroe, se mide por la catadura de su antagonista. 

Y me hice mayor de edad, milenaria, como narradora. La experiencia contando me permitió comprobar que tanto niñas como niños se identifican con el personaje protagonista, sea éste femenino o masculino. Que le siguen en su viaje profundo más allá del barniz estereotipado y lleno de prejuicios que se manifieste en la versión de cada época histórica. Que no hay que amputar los estereotipos, sino asumirlos para darles la vuelta dentro del cuento, para valorar qué o a quién premiamos al final del cuento. Tomar conciencia de que los cuentos no son inocentes, transmiten valores, educan, gracias y a veces a pesar de nuestras intenciones. Por ejemplo, parece que a nivel simbólico y psicoanalítico,” limpiar, ordenar o arreglar” la casa es sanar o limpiar la propia psique. Cuando Blancanieves se pone a limpiar la casa no es que esté alienada y que acepte sumisamente los imperativos sociales de domesticación genérica, es que llega a la casa del bosque a sanarse. Esta sería más o menos mi versión actual, haciendo explícita la metáfora de la limpieza:

“Blancanieves aceptó contenta la hospitalidad de los enanos y para retribuir su amabilidad  les ayudaba a preparar la comida y a cuidar de la casa. Mientras que barría los suelos, también eliminaba el miedo de su corazón. Mientras que quitaba las telarañas de los techos y de las paredes limpiaba sus adentros de odio y de resentimiento. Mientras ordenaba y cosía la ropa, Blancanieves iba organizando su vida y remendando su alma.  

Siento lástima por las niñas y los niños contemporáneos a quienes se priva de los cuentos de princesas y dragones, apelando al sexismo, al racismo o  a discriminaciones en función de la clase social. Yo soy antimonárquica pero eso no me impide contar cuentos de princesas. Porque las princesas o los príncipes de los cuentos no tienen nada que ver con la clase política. Es princesa aquella mujer en tránsito iniciático para convertirse en soberana de su propia existencia. La que aún no se manda sola pero aspira a lograr su propio poder. Son príncipes y princesas, reyes y reinas los personajes de los cuentos que representan nuestra propia “nobleza” del alma.

La tradición oral está llena de cuentos y de contracuentos: “Piel de asno”, “La niña que riega la albahaca”, entre otros, alertan por ejemplo a las criaturas sobre los abusos sexuales o presentan modelos femeninos de resistencia. Nos han escamoteado muchísimas historias llenas de instrucciones preciosas y precisas para la vida. Y las que nos han llegado son a menudo versiones censuradas o con un nivel de asepsia tal que el espíritu profundo del cuento ha sido sepultado por la ideología dominante. La cultura popular ha producido cuentos donde las princesas no quieren casarse, donde los príncipes tienen miedo, donde las heroínas se echan pedos o meten rábanos por el culo a quien ha pretendido abusarlas. Existen cuentos donde la suegra y la nuera no sólo no se llevan mal sino que además se lían. Existen mujeres con una vagina tan enorme que les cabe dentro toda una cuadrilla de pescadores con su barca y todo… Pero ¿dónde están esos cuentos y esas versiones? Educar, coeducar es hoy más que nunca buscar alternativas, todas las posibilidades de ser que ofrecen los mitos del imaginario colectivo. Nuestros niños y niñas tienen derecho a conocer cuantas más versiones de una historia mejor, porque la verdad tiene muchas capas y la diversidad es un valor. 

Para quien no desee quedarse  en un análisis demasiado simplista de este tema, recomiendo encarecidamente la lectura de Mujeres que corren con los lobos de Clarisa Pínkola Estés y la extraordinaria recopilación de cuentos de todas las culturas donde las mujeres son protagonistas, de Angela Carter: Caperucitas, Cenicientas y otras marisabidillas.

La cuestión de base es que lo que nos habita el corazón emerge a los labios. Para coeducar hay que reeducarse. El sexismo y otros ismos cuando narro está fundamentalmente en mi aliento, en mi mirada, en mi silencio… También en las palabras, en los temas, en el contenido de los sucedidos, por supuesto, pero esto es sólo la cáscara, lo visible del cuento. Como en todo tipo de prejuicios lo no explícito resulta siempre mucho más insidioso y difícil de combatir. 

Así por ejemplo, aunque no aparezcan en los cuentos contemporáneos, princesas ni dragones, esta censura no libra a los relatos actuales de componentes sexistas. La toma de conciencia sigue siendo una tarea pendiente para las nuevas creaciones tanto como para las recreaciones de los cuentos de siempre. Va bien embarcarse en el empeño de hacer patente lo evidente y computar la cantidad de personajes femeninos y masculinos que hay en un relato, dirimir su nivel de protagonismo, atender a las descripciones físicas y de virtudes y defectos atribuidas a unas y a otros, revisar las ocupaciones y los ámbitos de relación y de trabajo en los que estos personajes se desarrollan, qué sesgo de género conllevan sus atributos afectivos, si son valorados negativamente, si son indicadores de poder, de subordinación, etc… pero sobre todo cómo es el desenlace de la historia, qué conducta se premia y cuál se castiga. Como se puede ver hay mucha tarea pendiente, pero es que la vida y sobre todo el proyecto de una vida sin desigualdades de ningún tipo, esa vida, a mí, siempre me viene a cuento… 

 

Virginia Imaz Quijera