Alfonso Arribas Gallegos

Los niños son niños, no adultos poco hechos. No son proyectos de algo más grande, sino protagonistas de su existencia, que es completa y suficiente. Y la narración oral no es un género menor que aspira a convertirse en otra cosa; es una forma de expresión, una faceta de las artes escénicas, una habilidad pegada a la literatura.

Una consideración similar padecía, aún padece, el teatro de títeres, considerado como una versión ligera del gran teatro. Si hay una ciudad española donde este tópico cada vez tiene menos alimento es Segovia, donde yo vivo, trabajo y consumo cultura. Aquí cada año el Festival Internacional de Títeres Titirimundi resucita y reinventa la ciudad, y de paso reivindica la grandeza, y autosuficiencia, del género.

Aquí en Segovia, también, se realiza un Festival de Narradores Orales que he tenido la oportunidad de disfrutar desde su primera edición. No ha alcanzado la dimensión de Titirimundi, pero sigue su mismo camino de pedagogía. Por el escenario de la Casa de Abraham Seneor y de la mano de su director, Ignacio Sanz, han pasado cuentistas brillantes y correctos, maestros y aspirantes, divertidos y monótonos. Es una cuestión clave: los espectadores, y modestamente los periodistas, ya hemos tenido la oportunidad de comprobar que no todo es igual, que si algo es menor es porque no llega, no por dónde esté encuadrado, y que cuando algo es grande lo es por su naturaleza.

Este es el verdadero reto. Para los profesionales constituye una creciente exigencia, y para el público una motivación. Cuanta más diferencia exista entre lo bueno y lo mejorable, más interesantes se harán los festivales, certámenes, reuniones y congresos de narración oral.

A ese Festival segoviano empecé a acudir con mi libreta y con el encargo de hacer pequeñas crónicas, que con el tiempo y la complicidad del medio, El Norte de Castilla, se convirtieron en críticas. Es decir, en textos de opinión, de un cierto análisis, subrayando las fuentes de la narración, el manejo del escenario, el apoyo de objetos y atrezzo, los acentos, las músicas, la empatía. Esos elementos que también forman parte de la narración oral.

Lo sorprendente es que incluso a los invitados a quienes la crítica no les elevaba al podio de los elegidos valoraban, como ya no valoran los artífices de otras artes, que alguien dedicara su tiempo y su espacio a hablar de narración oral. Era como dar cuerpo, entidad. Y me alegro de haber contribuido mínimamente a ello, porque creo que a estos eventos y a estos profesionales les queda un brillante camino por recorrer.

En estos años he tenido la oportunidad de disfrutar de literatura contada con primor, cuentistas que retan al espectador a ubicar la frontera entre lo ficticio y lo real, autobiografías ensoñadoras, cadenas de relatos breves que zigzaguean por mundos diversos. Escaparates de culturas lejanas, desvanes misteriosos, nubes con formas, árboles parlantes, mascotas insurrectas. 

Hay escritores con oratoria o verborrea; narradores con vocación de autores; charlatanes deliciosos que se empeñan en dar pátina de espontaneidad a lo que está más que trabajado. Actores que saben contar, y cuentistas que saben actuar.

Es un placer, de los pocos que quedan, que se disfruta en directo. Cada narración es única y nace aquí y ahora para quien escucha y observa. Mañana será distinta, como el agua del río. ¿A quién no le gustaría que le hornearan su pan en el momento, un pan singular, irrepetible, personalísimo? 

Larga vida a la narración oral y a los narradores que la ejercitan, dignifican, enriquecen y modelan. Y a quienes la programan, a quienes apuestan por ella y a quienes la saborean.