Dícese de la acción de centrar la atención de alguien, de la misma manera que un foco de luz ilumina con fuerza un lugar concreto, dejando al resto en penumbra. En la oscuridad se ocultan las incertidumbres, las dudas, los pasos en falso, los tropezones y las caídas. Con luz, de repente, los perfiles se aclaran, vemos con nitidez y sabemos por dónde movernos.
Cuando contamos una historia, corremos el riesgo de dejarnos llevar por la música de las palabras, por el arrullo de nuestra propia voz. Es una tentación semejante a la de las sirenas de Ulises, que nos reclaman para hundirnos en el océano. Si no nos resistimos, el torbellino de las frases y de las ideas puede arrastrarnos y arrastrar a quien nos escucha al caos, es decir, a la confusión. Para que nuestro cuento llegue con claridad a las personas que amablemente lo acogen en sus oídos, tendremos que destacar las informaciones relevantes por su importancia en la trama, por su belleza, por su capacidad para conmover... y diferenciarlas de otro tipo de mensajes, que ayudan a la forma global pero no repercuten en la calidad de la narración.
La atención de los oyentes, ese gran reto para quien cuenta un cuento, cada vez más escurridiza y frágil, se puede atraer señalando los momentos imprescindibles para entender una historia, como si narrador/a y oyentes nos citásemos a una hora en un lugar. Después de nuestra cita, tras una bonita despedida, volveremos al mar de rutinas que por convención llamamos «realidad».