Dícese de la sensación que nos invade cuando lo inexplicable entra en nuestras vidas. Si es pequeño, el miedo se anuncia con un escalofrío, un pequeño hormigueo en el estómago, quizás un zumbido o un silencio prolongado. Si es grande, no se anuncia, simplemente aparece y nos desarma. Una terrible impotencia, una angustiosa pequeñez nos paraliza, y por un momento dejamos de respirar, como cuerpos a los que se les ha escapado el alma, hasta que conseguimos recuperar el aliento. 

Hay muchos caminos que conducen a él, y cada persona tiene los suyos, aunque se encuentre con otras en algún cruce de destinos. Sus múltiples caras pueden parecerse, pero son siempre diferentes. La única manera de afrontarlo es buscando respuestas a los interrogantes que nos inmovilizan. De ahí nació la ciencia; por eso surgieron los cuentos, para intentar explicar los misterios.

Desde siempre se lo asocia con la oscuridad, con lo que imaginamos pero no vemos. Con el tiempo y la luz eléctrica, el miedo ha ido ganando el día, se ha vuelto tan normal que casi pasa desapercibido. Ese es su triunfo. Poco a poco, nos vamos distanciando de los demás, de nuestro entorno, de la vida, hasta aislarnos y, aun así, nos tememos a nosotros mismos. Por eso la mejor manera de combatirlo es contándolo, compartir nuestra angustia y descubrirnos débiles y pasajeros.

Los cuentos de miedo son fundamentales para entendernos y arroparnos en las noches frías de invierno. Las criaturas del miedo nos asustan porque nos reflejan, pobres monstruos buscando nuestro lugar en el mundo, románticos vampiros con sed de vida eterna, lobos en peligro de extinción, seres humanos perdidos, imperfectos, enfermos.

 

Paula Carballeira