Aunque a veces hay quien se empeña en enfrentarlas, palabra e imagen van siempre de la mano y no pueden existir la una sin la otra. Especialmente en lo tocante a narración. Y así, en un movimiento perpetuo, el péndulo de nuestra comunicación funciona adecuadamente aprovechando el impulso que le proporciona recalar alternativa e incansablemente en cada uno de estos dos puertos. Porque cada palabra precisa libera un torrente de imágenes. Del mismo modo en que una imagen acertada provoca la necesidad de búsqueda de herramientas adecuadas para procesarla, compartirla, entenderla o asimilarla, así también nuestra memoria utiliza indistintamente la música del lenguaje verbal y el trenzado minucioso de lo observado para construir el andamiaje sobre el que se articularán los relatos. De ahí la frecuencia con que el narrador tradicional ambienta sus historias en el entorno que le es más familiar. Y la imagen conocida del cerro próximo, del valle habitualmente transitado, de su calleja oscura o de la línea de montañas que domina su horizonte sirve de soporte cierto, favoreciendo el prodigio de que lo contado tome cuerpo.

Por eso, entre la avalancha de imágenes que nos rodean, se antoja imprescindible la construcción o el reconocimiento de aquellas que por su frescura, por su novedad, por el ángulo especial que debemos adoptar para contemplarlas, favorezcan el nacimiento fresco de la historia, sin importar el número de veces que volvamos a ellas. Pues si la imagen está bien construida, cada mirada encuentra algo nuevo sobre lo que detenerse. También, claro, puede hacerse uso de imágenes elaboradas por otros. Y pueden utilizarse, además, mostrándolas como punto de partida sobre el que apoyar el relato posterior. Es viejo el dicho de que pictura est laicorum literatura, y, en estos tiempos en que narrar es algo que a menudo quiere vincularse con leer, los soportes en forma de libro –aunque antes hubieran sido en forma de frescos, de conjuntos escultóricos, de enormes pliegos de cordel, de exvotos pintados, de retablos– hacen converger de manera rápida a narrador y espectador en un universo concreto, definido por esas imágenes compartidas en el mismo instante, y propician que, en un uso posterior, el álbum ilustrado funcione a modo de ruiseñor, sirviendo de lanzadera para impulsar ese ejercicio que ya no acabará nunca de recorrer en ambos sentidos el camino que comienza a establecerse entre palabras e imágenes. Resulta por tanto lógico que durante mucho tiempo su uso haya estado enfocado al desarrollo de un lector novel independiente, aunque, afortunadamente, ahora mismo ya se considera como lo que realmente es, un lenguaje estético específico capaz de soportar otras funciones.

Sea como fuere, se necesitan claramente imágenes que ofrecer a quien acude a escuchar. Y construirlas adecuadamente, reconocer las más interesantes para cada propósito particular, buscar las más frescas y renovadas y utilizarlas para componer con mimo el ramillete de cualquier relato es algo que forma parte ineludible del oficio de contar.

 

Nono Granero