Cuando vi por primera vez Big Fish sentí que el padre era un cuentacuentos en toda regla. Y tras verla tres veces más pude reafirmarme en esta idea. Es un hombre mágico, hipnótico, con capacidad de palabra y un don para hacer dudar al receptor de qué es realidad y ficción en todo aquello que cuenta: alguien que narra trocitos de su vida, en principio, vistiéndolos de aventura y vistiéndose a sí mismo como un héroe, adornando o rehaciendo su verdad para hacerla más atractiva a quien la escucha.

Ya lo decía el personaje del hijo al inicio del film: “A la hora de contar la historia de la vida de mi padre es imposible separar los hechos de la ficción, el hombre del mito" pero me parece aún más reveladora su reflexión final, extrapolable a todo ser humano: “Un hombre cuenta sus historias tantas veces que se convierte en ellas. Estas le sobreviven y, de esa manera, se convierte en inmortal”.

 Ver cómo un hijo reconoce y se reconcilia con su padre gracias a las historias que este narra, es también un reconciliarse con la vida y reconocerse en ella. Y eso es lo que provocó en mí la película. Como narradora, como actriz, como hija de un padre que leía, cantaba, contaba -y narraba vivencias propias exagerándolas o añadiéndoles pequeñas invenciones para ampliarme la sonrisa, protegerme o enseñarme a convivir con la fantasía, muchas veces tanto o más necesaria que la realidad – lo mío con esta película fue empatía a primera vista. Y amor también. Palabra de contadora entusiasta.

Chus Álvarez

 

Charlie volvió veinte años después

Tengo que reconocer que me ha resultado relativamente sencillo seleccionar un título para hablar de una buena  historia susceptible de ser narrada y su relación con un producto audiovisual. He escogido “Charlie y la fábrica de chocolate”, en dos modalidades: el libro de Roald Dahl (1964) y la película de Tim Burton (2005). Me sobran los motivos, como dice Sabina. El relato tiene todos los ingredientes necesarios para fascinar: personajes bondadosos, antagonistas miserables, excéntricos, elementos mágicos, humor, fantasía a raudales, intriga, obstáculos y un final feliz.

Tanto la versión escrita como la última versión audiovisual (hay una peli anterior a la de Burton, dice la Wikipedia) son ambas obra de sendos genios por los que siento predilección. En especial, confieso mi debilidad absoluta por el escritor inglés, cuyas novelas y relatos he frecuentado bastante e incluso he narrado en público. Me parece uno de los autores más lúcidos, divertidos y estimulantes de la literatura infantil y juvenil de todos los tiempos.

Por si alguien no conoce la historia de Charlie o no la recuerda, hago un breve inciso: Willy Wonka, dueño de una afamada fábrica de chocolate, lanza un concurso. El premio consiste en una visita guiada por el propio Wonka a esta dulce y misteriosa factoría. Cinco afortunados ganadores, entre ellos, Charlie, un niño pobre y generoso, vivirán increíbles aventuras en este lugar mágico.

La película empieza con una voz en off que introduce la historia mientras la cámara sobrevuela la ciudad y la humilde morada del protagonista, a la manera de un cuentacuentos. Otra poderosa razón para elegir este título. Pero la más importante, sin duda, es que mi relación personal con Charlie tiene la particularidad de que entre el descubrimiento de la versión literaria y el de la película hay un intervalo de más de dos décadas. Es decir, con diez años leí “Charlie y la fábrica de chocolate” y con treinta y pico vi la cinta de Tim Burton.

Recuerdo que de niña el libro me atrapó completamente. Lo devoraba por las esquinas e incluso me las apañé para conseguir la segunda parte, titulada, “Charlie y el gran ascensor de cristal”. Pero la memoria es frágil y, aunque en algún rincón inhóspito guardaba el argumento a grandes trazos, había borrado casi todos los detalles. Tal vez por eso, me impactó tanto la película, porque me proporcionó un viaje gratis en el tiempo y me situó de inmediato en mis diez años. Volví a verme sentada una mañana a la puerta de mi amiga Elena, en el pueblo, emocionándome cuando el protagonista descubría el papel dorado del premio en la última tableta de chocolate que le quedaba o asombrándome con las sorpresas que surgían en el recorrido por los dominios de Willy Wonka.

Cada nuevo fotograma me llevaba a una revelación, a ese cuento que había permanecido adormilado en mi memoria. Como suele pasar, las imágenes que hibernaron durante años en mi cabeza no eran las que Tim Burton había plasmado en el film. Sin embargo, curiosamente, no hubo choque ni extrañamiento. Me metí en la historia desde el primer momento, volví a empatizar con aquel pobre chaval que estaba intentando cumplir su sueño, me reí a rabiar con los Oompa Loompa y sus creaciones musicales, con el formidable Willy Wonka, con todos los imaginativos “escarmientos” para los infantes insufribles y egoístas que compiten con el protagonista y me sumergí de lleno en la historia como lo había hecho veintitantos años atrás. Volví a tener diez años.

Elia Tralará

El bosque animado de José Luis Cuerda (1987)

Este mismo mes nos dejaba el director de una de las películas que me son más sagradas. Y, en principio, no debiera ser esta una tragedia, muy a pesar de que de ahora en adelante la comedia vaya a echarlo en falta; pues supo reflejar con precisión de cirujano ese universo en el que vida y muerte conviven como iguales, naturales y verdaderas ambas, aunque (no nos engañemos) aquí la vida siempre gana. El bosque animado fue escrita por el gallego Wenceslao Fernández Flórez en 1943. Una novela configurada por dieciséis “estancias” que son cuentos independientes y que nos acercan al imaginario de las Fragas de Cecebre. José Luis Cuerda supo ver muy bien una serie de elementos que harían las delicias de cualquier narrador oral, especialmente de los del extremo noroeste. Todos estos cuentos darían, sin duda alguna, para una sesión completa.

Para empezar, ese lugar comunitario, que permite a los personajes pasar de un cuento al otro, haciendo del espacio un tipo de protagonista. Un elemento vivo, con significación propia y que casi se podría decir- naturaliza las conductas más inimaginables del resto de personajes. Si algo insólito de lo que se narra es posible, tal vez sea así porque está sucediendo en las Fragas de Cecebre. Es el bosque el que da el título a la obra. Es el bosque el que da razón de ser. Continuaría por ese tratamiento humorístico, irónico y retranquero de historias con un telón de fondo crudísimo. Delante de nosotros desfilan Xan de Malvís, un labrador que se vuelve asaltante de caminos y se echa al monte, viendo que la tierra no le da ganancia y en cambio sí mucho trabajo; o Marica da Fame, una auténtica superviviente a la pobreza. Y aún dentro de estas circunstancias extremas el espectador ríe cuando ve a Xan atravesar la Fraga junto a su aprendiz (un asaltante con aprendiz, ¡válgame el cielo!) y le dice “Ya me he pensao' el nombre de guerra: “Fendetestas”[...] “El bandido Fendetestas”... ¿A que suena bien?”. O reímos ante los diálogos que mantienen con él los vecinos en los asaltos... “¡Eres tú, Malvís, buenas tardes, hombre! ¿Qué haces con la cara llena de barro? ¿Es que te has caído?” Es por supuesto muy apetitosa esa sensación de limbo constante que tenemos entre el mundo de los vivos y el de los muertos. A través de personajes como Fiz de Cotovelo, que está harto de ir en procesión nocturna con la Santa Compaña y que desea que alguien peregrine descalzo por él a San Andrés de Teixido (porque ya se sabe que va de muerto quien no fue de vivo).

Entran en juego los conflictos de intereses también. Fiz de Cotovelo le asusta los caminantes a Fendetestas y aunque pasan mucho tiempo juntos filosofando acerca de lo de más acá y lo del Más Allá, el bueno de Malvís no acaba de ver negocio en semejante amigo. Pero también están Amelia y Gloria que llegan de la capital a las Fragas por prescripción médica y desde que arrivan todo el mundo (desde los señores D'Abondo hasta la pequeña Pilara) les habla de las ánimas y del protocolo a seguir para protegerse de ellas. Las mujeres tienen de todo excepto descanso, claro. O un personaje tan fundamental como La Moucha, mujer bruja y curandera, con poderes sobrenaturales, a la que acude todo el mundo a hacer consultas. Ella tira mucho del Libro de San Ciprián, escrito nada más y nada menos que en latín. Eso sí, los consultantes desconocen que no se trata de ningún libro de brujería, sino de los comentarios de Julio César de la Guerra de las Galias. Ahora bien, se marchan tan contentos de su casa después de oírle recitar en alto el supuesto remedio para su mal...

Y ya que hablamos de juego de dualidades... ese que hay entre la apariencia dura en las formas y la ternura infinita en los hechos, en los gestos. Mi buen amigo Matías evoca como ejemplo de esto la secuencia increíble del parto de la vaca. Y a todos estos elementos que tan bien reconocemos en Galicia y que tantísimo se prestan para ser narrados, se le suman las fiestas a pie de campo, con los bailes agarrados, los amores platónicos y los desplantes; también las jerarquías socioeconómicas del rural, el sentimiento colectivo... Una serie de historias contenidas en un universo natural, animista, lleno de humor, riqueza, hambre, muerte y vida. No se me ocurre de qué manera alguien se podría resistir a querer contar esta maravilla.

Carmen Conde

Big Fish

Big Fish  es una película de 2003 dirigida por Tim Burton y escrita por John August. Está basada en la novela Big Fish: A Novel of Mythic Proportions de Daniel Wallace y protagonizada por Ewan McGregor, Albert Finney, Billy Crudup, Jessica Lange, Marion Cotillard, Alison Lohman, Steve Buscemi, Helena Bonham Carter y Danny DeVito, entre otros.

Es una película que como narrador me impactó especialmente. Uno de los motivos más evidentes es que hay un “cuentacuentos” como co-protagonista de la historia (el padre de Will). Otra también muy evidente para mí, son las historias que va contando se su vida, a caballo entre realidad y fantasía. Consiguió mantenerme en un reto constante, en una pregunta sobre si era verdad o no, por supuesto, más decantado por la fantasía debido al contenido de las narraciones. Casi que me hacía sentir a veces en la frustración que el hijo del narrador (Will, periodista comprometido con la verdad y protagonista) mostraba por una infancia tan llena de “imaginación” por los cuentos de un padre semiausente, pero que se entregaba afectivamente a través de los relatos. Frustración por empatía con Will por no saber qué era cierto o verdad en su padre pero como espectador, una gran entusiasmo por “tener un padre con una vida tan genial”.

Un viaje de transformación del héroe con retos personales que superar y con la presencia de la muerte. Fórmula de comienzo y fórmula final, como en los cuentos. Sin duda, muchos elementos en esta narración audiovisual que en mi opinión, hace vivir una experiencia muy grata  con un reparto y dirección habituada a trabajar “en un cuento” y creo que eso se nota.

Pero para ir un poco más allá, la película está organizada en una estructura ya conocida desde hace mucho, en obras literarias de cuentos. Me refiero al cuento de los cuentos, un cuento que es un marco general que contiene cuentos que a su vez contienen cuentos, …, una narración fractal (Héctor Urien, 2015) de juego infinito de historias. Me refiero al  Decamerón de Bocaccio, las 1001 Noches, los Cuentos de Canterbury de G. Chaucher, El Pentamerón de Basile, etc. Esto hace que para mí sea como la “cuadratura del círculo”, algo maravilloso.

Es una película que transita por las emociones de la mano de las palabras, algo que me fascina de la narración y de los cuentos y que en este caso, se consigue sobradamente.

Una película que si se ha visto, es de las de volver a ver repetidamente y si no, para verla y no dejarla de revisionar. Por supuesto, está la novela en la que se basó. En mi caso no la he leído pues, hasta ponerme a escribir esto, no sabía que era una película basada en una novela, pensaba que era un guion de Burton. Ahora que lo sé, tengo otra lectura pendiente, ya os contaré.

 

Filiberto Chamorro

Este artículo forma parte del boletín N.º 80- El narrador llevado al cine