¿Cuántos millones de palabras caben en una biblioteca? Imposible saberlo. Haciendo un esfuerzo de simplificación –tantos libros, a tantas palabras por libro– podríamos avanzar una cifra. Pero sería incompleta, porque la biblioteca también contiene palabras vivas. Afortunadamente, hoy ya no se identifica biblioteca y silencio, y en las públicas, que son un verdadero lugar de encuentro, la conversación es bienvenida. Así que, al resultado de la primera multiplicación, habría que sumar las miles de palabras que los usuarios dejan tras de sí cada noche, cuando la biblioteca cierra sus puertas. Aun así, la cifra seguiría incompleta, porque las bibliotecas tienen materiales que no ocupan sitio ni precisan catalogación: son esos cuentos orales que, con frecuencia, salen de alguna garganta cordial para llenar de calidez los oídos de los escuchadores y las propias instalaciones bibliotecarias.

Esta estupenda costumbre tiene unas raíces profundas. Bibliotecarias de la Segunda República, como Juana Capdevielle o Juana Quílez, visitaban los hospitales para contar cuentos a los niños, conscientes de su poder curativo. María Moliner, la mujer que no solo escribió un diccionario sino también redactó el primer y único plan general de bibliotecas que ha tenido nuestro país, aconsejaba narrar cuentos en las bibliotecas. Pero la grisura de la posguerra apagó los colores de unas bibliotecas que, con gente como ellas, habían empezado a brillar, y el cuento oral salió hacia el exilio, quizá en la maleta de Antoniorrobles.

Allá donde estuvieran se quedaron mucho tiempo. A principios de los ochenta todavía no habían vuelto, y no es extraño que, en un viaje que hice por entonces al Reino Unido, me quedara embelesada viendo a unas bibliotecarias que se habían disfrazado de princesas, alguna con su traje de boda, para recibir a un grupo de niños de tres o cuatro años y contarles cuentos. Eso era impensable entonces aquí.

Sin embargo, las palabras escritas que seguían dentro de las bibliotecas convocaron de nuevo a sus hermanas y, en relativamente poco tiempo, las bibliotecas se han repoblado de cuentos contados, de sesiones para pequeños y grandes, de contadores profesionales y amateurs, de historias que permanecen un instante en el aire y mucho rato en el corazón.

Esos etéreos materiales se llevan muy bien con los escritos. Los bibliotecarios sabemos que, cuando se programa una sesión de narración, hay que reforzar el mostrador del préstamo porque los cuentos orales abren desmesuradamente el apetito de historias, y para satisfacerlo hay que leer libros. Los cuentos son el primer paso de un hábito lector que puede durar toda la vida.

La biblioteca ha sido definida con palabras muy sugerentes. Para Borges es un paraíso, para otros la puerta de entrada al universo, el tesoro de los remedios del alma, la delgada línea roja entre civilización y barbarie…  Hace tiempo, un pequeño usuario de biblioteca también atinó al llamarla la Casa de los Cuentos. Ojalá ellos no abandonen su casa nunca más. Aunque el gris haya empezado a colorear nuestras bibliotecas.  

 

Blanca Calvo