Son ellos, los PERSONAJES, quienes invaden nuestras historias, nuestra imaginación. A veces les ponemos caras, colores, olores e incluso voces. Están ahí, saludándonos entre las palabras no dichas del texto. Como figuras de ajedrez, cada uno tiene su forma y su manera de moverse por el mundo, por el tablero que le hemos preparado. Algunos se parecen a nosotros o terminan pareciéndose, incluso los adoramos porque quisiéramos ser como ellos. O son infinitamente opuestos a nosotros, a lo que pensamos y amamos, por eso llegamos a odiarlos.

Los llevamos de un lado para otro, los arrojamos, los levantamos, los perdonamos, los entendemos… jugamos con ellos a ser dioses creadores de universos. ¡Pero cuidado! Hay personajes que son unos libertinos, unos ácratas y en algún momento la historia es cambiada por ellos, pues son tan fascinantes… y se travisten con la ropa de nuestro fondo de armario, donde está un poco oscuro.

Nos hacen dudar tantas veces sobre nuestra forma de estar en el mundo que nos convertimos nosotros también en personaje. ¿Lo somos?, ¿somos también un personaje cuando nos ponemos delante del público? Un poco sí, pues no vamos por el mundo con la misma energía que cuando contamos (a mí ya me gustaría). Pero no hay que caer en la burla, ni en la caricatura, pues lo grandioso que tiene la narración es eso: la verdad del que relata.

Los personajes son de verdad, aunque sean de humo, tienen vida propia, e incluso alma propia. Pero para que así sea, el narrador tiene que sentirlos y darles corazón. Sí, darles corazón, no lo olvidéis, utilizamos sus sentimientos para recrear nuestras metáforas, si no hay corazón, la metáfora no existe, no brota.

Sentimos el dolor de sus desgracias, el placer de sus amores, la dicha de sus grandezas, lo trágico de sus vidas, sus locuras, sus risas… Les ponemos corazón, ni mejor ni peor que el nuestro, pues es igual. Por eso admiten tan mal los juicios... «moraleja ahí viene una vieja».

Sí son ellos, los PERSONAJES, los nuestros, los del público, los de las historias. Envueltos en tripas, ¡nuestras tripas!, rellenos de lo que sabemos, de nuestras experiencias, de lo que intuimos… Y maravillosamente, después de contar, son los personajes de cada una de las personas que han escuchado la historia. Se los llevan puestos sobre la cabeza o el pecho.  ¿Son los mismos personajes? ¿El público les pone el mismo olor, color, sabor, cara…? Ni idea, ahora son suyos. Los personajes se van, se trasladan y se transforman al gusto del consumidor, de sus experiencias, de su sabiduría y de su intuición..., personajes vestidos con otro fondo de armario, el de cada una de las personas que los han adoptado y adaptado a su verdad.

Buen viaje, compañeros.

 

Eugenia Manzanera