Si en algo creo que coincidiríamos todos los narradores orales, sea cual sea nuestra forma de entender el oficio, es en la necesidad de silencio. La materia de la narración es muy frágil, el ambiente, las sensaciones, las imágenes se crean tan solo con palabras. El hilo que tendemos a nuestro público está hecho de ellas y también de gestos, miradas, silencios que cuesta mucho construir y muy poco romper. 

El ruido, entonces, se torna algo a minimizar en las sesiones. Pero hay diferentes tipos de ruido:

El ruido sonoro: esos ruidos que van desde la gente que habla durante la sesión, el móvil que suena, la clase de baile en la sala de al lado del centro cultural... pero también el ruido que generamos nosotros como narradores, haciendo participar al público de una manera descontrolada e incluso pidiendo silencio. Esto último es una contradicción bastante frecuente: una canción que pide silencio se torna en un grito repetido incesantemente, un padre se pone a discutir con el hijo que no calla, una bibliotecaria que no para de chistar...

El ruido de la temperatura: esto es especialmente importante, sobre todo con los niños y niñas. En general, los más pequeños toleran mucho más el frío que el calor. Una sala demasiado caldeada, los incomoda y los excita de manera que se hace muy difícil que puedan relajarse.

El ruido del mobiliario: aunque en las sesiones de narración oral no solemos necesitar de una gran escenografía, sí que un espacio neutro es de agradecer. Un salón de plenos, con un gran retrato del rey a la espalda no es quizás el escenario más deseado. A veces los cojines en los que se sienta el público, sobre todo si no son suficientes, provocan conflictos muy ruidosos. Estos ruidos son, en general, los más fáciles de corregir, aunque a veces haya que molestar a más de un conserje para que nos ayude a darle la vuelta a la sala. 

El ruido del público: ese que trae consigo, fuera y dentro de él. En el primero incluiría, además de los móviles, los papeles de caramelo, los juguetes, meriendas e incluso botellas de agua. El segundo, más sutil, se refiere a los problemas, tensiones y pensamientos varios que ocupan su cabeza. Para ambos creo que la mejor solución es un poco de tiempo de silencio que dé espacio a acomodarse tanto física como mentalmente. 

El ruido del narrador: ese que también trae consigo, y que le hace estar distraído con algún problema familiar o con lo que le espera después de la sesión: los niños, la cena... Este ruido es, sin duda, el más peligroso, el que menos se oye y el que más se escucha. Sobre él ha escrito largo y tendido José Campanari.

 

Estrella Escriña

 

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