Cuando un narrador se sube a un escenario, real o metafórico, a contar historias, se genera una distancia entre quien cuenta y quien escucha. No gusta reconocerlo, pero es así. Solo si aquel es capaz de hacer sus palabras cercanas, de crear un vínculo con su público, de enamorarle, la distancia se va acortando y, poco a poco, el público sentirá que está acomodado entre las mismas bambalinas que el narrador, que las ropas de sus personajes les rozan al pasar por las historias y que, de vez en cuando, alguno le susurra algo al oído.

Sin embargo, mi experiencia escuchando historias de numerosos cuentistas me dice que no a todos les resulta fácil compartir su escenario, real o metafórico. La distancia se traduce en protagonismo, en yoísmo, en EGO y otras palabras similares. Para algunos, la lucha contra el ego es una constante a lo largo de su carrera, conscientes de que la cercanía del que escucha es siempre un valor añadido a su cuento y de que el aliento del público es necesario para que respiren mejor los personajes. Sin embargo, hay otros narradores que, incluso cuando ha terminado la sesión, se llevan el escenario a cuestas. Seguramente, no se dan cuenta. Seguramente, notan un peso y no saben de qué. Seguramente, estaría bien que alguien de confianza les pusiera un espejo delante para que descubrieran todo lo que cargan y pudieran liberarse del ego que tanta distancia genera.

 

Beatriz Arnau