Las fuentes son los lugares donde acudimos a buscar algo que calme nuestra sed de cuentos. Si es una buena fuente, no nos cansamos de beber. Si es una fuente agria, damos un sorbito, lo escupimos y no repetimos el trago. Las fuentes pueden ser orales, con el caño en forma de boca, de donde salen los cuentos, a veces gota a gota, a veces a chorro, directos a nuestras orejas. Porque de estas fuentes se bebe con los oídos. Es una gran suerte tener una buena fuente oral cerca, que mane y mane, porque no quedan muchas. Las fuentes también pueden ser escritas, con el caño en forma de libro. De estas fuentes se bebe con los ojos. Estas fuentes son más numerosas, proliferan en nuestro camino, pero hay que tener cuidado y elegir bien porque hay fuentes escritas de las que solo manan palabras de papel y que, para que se conviertan en chorro oral en la boca del narrador, necesitan un proceso de licuefacción a veces complicado. Pero hay otras fuentes escritas que han conseguido mantener la materia de la que está hecha la voz, fuentes que vierten en tus ojos pero enseguida discurren por tus oídos. Estas fuentes son las que calman más la sed de los narradores. ¿Y cómo se sabe si tenemos delante una fuente escrita que va a necesitar de un proceso de licuefacción o una fuente escrita que enseguida discurrirá por los cauces de la oralidad?, te estarás preguntando. Pues es muy fácil.
Extiéndanse las manos para sujetar el caudal escrito que en adelante llamaremos «libro», muévanse los labios para convertir la tinta y el papel en voz, escúchese lo emitido y déjese pasar por donde quiera que le fluyan a usted los cuentos. Si siente un río dentro, está ante una fuente escrita digna de ser oral. Si solo siente el papel seco, extiéndanse las manos para sujetar otro caudal escrito que en adelante llamaremos «libro», muévanse los labios para convertir la tinta y el papel en voz, escúchese…