Con «cri» de crítica. De crítica, autocrítica y otros Pepitos Grillo dentro y fuera de nuestras cabezas
Cuatro acepciones rondaron en la cabeza del autor de aquel extraño diccionario, dispuestas a jugar al corro con las palabras.
Cuatro significados apócrifos de la voz crítica, que se escapó del escaque en el que la recluían como descendiente del latín critĭcus, y del griego κριτικός.
Cuatro acepciones que cobran sentido como jerga, como argot de oficio que lucha por hacerse con el puesto que le corresponde y no termina de alcanzar.
Crítica social: «Cri-cri-cri», se escuchó de pueblo en pueblo, de año en año, la historia que aquel pastor contase al abrigo del fuego en una noche de verano.
«Cri-cri-cri», repetían las gentes haciéndose eco de las enseñanzas, de la moraleja que ocultaba.
«Cri-cri-cri», el cuento se había convertido en arma, en inteligencia, en cultura, en engrandecimiento. Y las gentes se enriquecieron con la palabra, con el pensamiento que pregonaba.
«Cri-cri-cri», triunfó la inteligencia que hirió (aunque no de muerte) a las mordazas.
Crítica periodística: «Cri-cri-cri», callaba el periodista, acostumbrado a hablar de cine, de teatro, de música… pero no de cuentos. «Cri-cri-cri», callaba ignorando que el cuento forma parte antigua del mundo del espectáculo. Mientras tanto, fotografiaba al público, y no al artista, y en la reseña del periódico, a la mañana siguiente, ni siquiera se citaba el nombre del narrador.
«Cri-cri-cri», clamaban los cuenteros por aparecer, con dignidad, en los periódicos. «Cri-cri-cri», exigían reseñas argumentadas para crecer como oficio, para que el espectador tenga elementos de juicio y pueda valorar sesiones y repertorios. “Cri-cri-cri», seguía callando la prensa inculta, acomodada.
Autocrítica: «Cri-cri-cri», oía el narrador en su cabeza. «Cri-cri-cri», le martilleaba machaconamente su conciencia invitándole a guardar silencio, a no enfrentarse a los poderosos, a pasar de puntillas a su lado para no despertarles…
«Cri-cri-cri», enmudecía, a sabiendas de que el cuento, como la poesía, no es un lujo cultural de los neutrales, sino que ha tomar partido, partido hasta mancharse.
«Cri-cri-cri», le convencían el miedo al hambre. Y el cuentista perdió en el camino su conciencia y se convirtió, como cómplice, en parte de la sociedad que detestaba.
Crítica que censura: «Cri-cri-cri», sonrió el poder cuando las gentes le miraban. Y, por dentro, gritaba lleno de odio y cólera.
«Cri-cri-cri», ordenó de forma sibilina y marrullera, y aquel artista de la palabra desapareció de los carteles de la localidad y nunca más fue contratado.
«Cri-cri-cri», protestó el estómago del cuentacuentos sintiendo los pellizcos del hambre.
«Cri-cri-cri», le respondió su conciencia, enseñándole que el mundo es mucho más grande que ese pueblo, esa ciudad, esa zona de influencia de indeseables y mediocres.
«Cri-cri-cri», cantó, al final, el narrador sabiendo que había hecho lo correcto, que había dicho lo oportuno, que había sido fiel a su persona y a su oficio.
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