El cuento mira a través de los ojos del narrador, no solo busca una voz para decirse, también unos ojos a través de los que mirar. De hecho, los párpados del narrador son el telón de un escenario donde interactúan las emociones que van tejiendo la historia. Si sus párpados se cierran, la conexión entre las imágenes y los sentimientos que fluyen en el relato y las asociaciones que se van estableciendo en el imaginario del auditorio, desaparece.

El público también percibe el cuento a través de la mirada. Se nota en la forma en que los oyentes abren los ojos cuando escuchan. En sus pupilas, late el grado de atención, de encandilamiento, de emoción, el interés y la entrega. Por eso, es importante que nunca pierdan el contacto visual con la persona que cuenta, para mirar donde ella mira, para ver lo que ella ve. Porque los ojos del narrador tienen la capacidad de situar en el espacio personajes, objetos, animales, de crear una escenografía inmaterial, pero perceptible… Además, poseen el don de adjetivar, no hacen falta palabras, basta una sola mirada para que el público sepa si el árbol que aparece en la historia es diminuto o enorme, si un personaje es deseado u odiado.

Al mismo tiempo, son los ojos del narrador sobre el público los que hacen que este se sienta aludido, receptor imprescindible de lo que se cuenta. La mirada difusa o perdida, la atención excesivamente centrada en uno o dos miembros del público, hacen que tanto la historia como quien la cuenta se diluyan.

Por otro lado, contar es esencialmente mirar. Quien cuenta está adoptando una perspectiva frente al mundo, frente a su belleza, sus horrores, sus contradicciones. Las buenas historias surgen de la capacidad de observar lo que nos rodea y de integrar lo observado en nuestra propia mirada. En el fondo, los narradores orales somos auténticos voyeurs con una tendencia irresistible a traducir en palabras aquello que vemos.

 

Charo Pita