Entre las personas que cuentan historias, hasta ahora, no he conocido a ninguna que cuestione la importancia de la respiración en este oficio nuestro. Pero cuando se habla de ello, es casi inevitable asociar esta reflexión al tiempo justo antes de la contada: cuando te encuentras en capilla, con muchos nervios. En este momento las técnicas de relajación que hayamos podido aprender pasan de una manera o de otra por la respiración. No voy a detenerme aquí, precisamente porque la mayoría hemos experimentado ampliamente sus beneficios. 

La cuestión es que la respiración no solo es importante antes de contar, es fundamental también durante. En un mundo estressado, una contada se constituye, hoy por hoy, en una de las ocasiones, cada vez más infrecuentes, donde es posible darse un respiro. Se puede detener el tiempo por un rato, cuando menos el tiempo cotidiano, e instaurar un tiempo afectivo, mítico, mágico, que se sustenta en el aliento compartido de quien narra y de quien escucha. Porque el auditorio siempre acaba respirando con quien cuenta. No igual, porque el aliento de cada persona es absolutamente único, pero sí al mismo tiempo. Y respirar junto a otras personas nos da sentido de la pertenencia. Nos sana. Todo ritual promueve la respiración compartida: cantando, dando algunas réplicas al mismo tiempo, riendo o emocionándonos a la vez. 

La narración oral también. Particularmente. Se trata de oficiar de canal para que toda «la tribu» respire junta. Si cuando narras respiras profundamente, el público sentirá cómo se calma su respiración. Si jadeas, sentirá tu miedo o tu placer. Si suspiras, su aliento tendrá tu nostalgia. Esto es lo que produce la catarsis: recibir y dar el soplo vital. Compartir el aliento.

Cuando no somos capaces de compartirlo y bloqueamos la respiración, por miedos, por censuras, por afectación o autoimportancia… el auditorio se ahoga y, como no quiere asfixiarse, se desconecta. Todo el mundo se siente solo, desconectado entonces. Cuando tomamos aire, al inspirar, recibimos los dones de la vida, nos enraizamos en el aquí y en el ahora. Nos respiramos. Sentimos nuestras fortalezas y nuestras vulnerabilidad, el espacio que nos rodea, la humedad, la temperatura, la luz y los colores. Junto con el oxígeno, respiramos a las personas que han venido a oírnos contar. Los escuchamos profundamente al mismo tiempo que respiramos la memoria colectiva, la inspiración de quienes nos han precedido y de quienes nos acompañan. Y cuando soltamos el aire, al espirar, damos nuestro soplo vital. Y entonces, además de contar una historia, nos contamos. Devolvemos una parte de lo que hemos recibido. Nuestro aliento, sedimentado por el imaginario colectivo, se hace uno con el aliento de todas las personas presentes. Entonces nos crecen alas, volamos, sentimos que comprendemos, más allá de las palabras.

Cuando la respiración fluye, contar es una ocasión para el trance. Y para oficiar de canal basta con que lo que creemos que somos estorbe lo menos posible a lo que somos en esencia. El auditorio quiere seguirnos en este viaje catártico. Nos reconoce como guía, así que mejor si respiramos.

 

Virginia Imaz