Paola Kolher 02

Cuando Diego me invitó a escribir sobre los cuidados, específicamente sobre los cuidados relacionados con las personas que trabajan desde la narración oral, primero dudé en hacerlo, ya que no tengo la experiencia directa de ser una narradora oral, o el título que me nombre como tal. Pero al mismo tiempo mientras pensaba en eso, terminaba de contar una historia sobre una comunidad afectada por la falta de agua potable, en lo profundo del Chaco Paraguayo y de cómo las mujeres y las niñas de esa comunidad se organizaban para buscar el agua del arroyo que les quedaba a 30 kilómetros de su comunidad y hacían todo lo que habían aprendido, por años y años, para “limpiar” el agua y que no sea tan peligroso para la salud de ellas y de sus familias.

Entonces cuando cuento esta historia, estoy narrando, pensé. Y me acordé de Diego y su invitación a escribir, y acá estoy.

Para hablar de cuidado, me parece importante contarles desde dónde lo hago: soy mujer, paraguaya, latinoamericana, feminista, de clase trabajadora y terapeuta narrativa.

Acompaño desde la terapia narrativa y desde el feminismo decolonial latinoamericano a personas y comunidades.

Pensaba en dividir por secciones este artículo, pero me di cuenta que sería seguir contribuyendo a la idea de ver a las personas fragmentadas, dislocadas o rotas, y esto contradice por un lado la ética del cuidado y por otro refuerza los conceptos del sistema capitalista, racista y colonial.

Desde una postura crítica a la idea de la fragmentación, me permito invitarles a dar un salto cualitativo y político del autocuidado (concepto individualista) al cocuidado (concepto colectivo y comunal).

Si bien colocar los cuidados en el centro de la vida es una consigna feminista que busca visibilizar las tareas de cuidados que realizan las mujeres y que ha sido invisibilizado a lo largo de la historia, en este artículo pido permiso y lo utilizo para traer  los cuidados al centro de la vida de las personas que se dedican a la narración oral, que también son mujeres muchas de ellas y que así como con las tareas de la casa, el sistema lo vuelve -al cuidado- invisible y lo hace carecer de importancia.

Y si hablamos del sistema, ¿cómo hablar de cuidados en contextos individualistas? Desde la terapia narrativa el cuidado es siempre un logro colectivo, de ahí que la idea de cocuidado podría estar relacionada a las acciones y pensamientos que llevan adelante las personas para resguardar lo que para ellas es valioso; la vida, los valores, el territorio, la comunidad, los afectos, etc.

Entonces, cuando narramos una historia, ponemos nuestro cuerpo en escena y nuestra voz, hablada o no, ya que el lenguaje no sólo es oral, o, más bien y, la oralidad no solamente son las palabras que digo, también son las historias que se alojan en quienes narran, pidiendo casi por favor que sean contadas.

¿Y si esa historia que contamos es lo bastante movilizante? (ingenua yo que pienso que algunas podrían ser más que otras) ofrezco algunas preguntas que pienso mientras escribo: ¿cómo hacer para que la persona que pone el cuerpo al narrar una historia no sienta que pierde su propia agencia? ¿cómo lograr entrar o salir del personaje sin ocasionar algún dolor, para quien narra o para quienes la escuchan?

Este artículo no busca ser una guía de pasos a seguir, como una receta de cocina exacta a la del chef, algo que podría ofrecer el coaching, no, este artículo busca contribuir a la construcción de una cultura de cocuidado, para asumir desde un lugar ético la responsabilidad colectiva, hacia unx mismx y hacia las demás personas, que podrían ser otrxs narradorxs o la comunidad de la cual se narra, o de las personas como público no pasivo, (porque nunca lo son) de las historias que van escuchando.

¿Cómo cuestionar el orden establecido o las historias dominantes, desde un cuento, una poesía o una metáfora o lo que decidamos narrar?
¿Cómo honro las historias que me cuentan o que acompañan en el trabajo, sin despojarlas de dignidad y poder?
¿Cómo cocuidarnos sin despojarnos de nuestras propias historias de resistencias y logros?

Es entonces una alternativa coconstruir narrativas que proclamen los sueños y las esperanzas de quienes trabajan la narración oral como parte de su identidad, que nunca es una categoría fija, detenida, al contrario, la identidad desde la terapia narrativa, es construida socialmente, es fluida, diversa y es local, sucede dentro de un contexto político y social.

Y es colectiva la identidad. Por lo tanto, mientras narro me construyo, y también cuando escuchamos narrar a otra persona nos construimos en una especie de testimonio de la vida de la persona que narra o de la persona o comunidad de quien se narra.

El cuerpo de la persona que narra no es solo un amplificador de la historia, es también una caja de resonancia que se encuentra muchas veces con su propia historia, en otras personas y en otros contextos. Resonancia en el sentido de ser sacudidos como dice John Shotter, por la historia de otras personas, y cita a Steiner la otredad que nos penetra nos hace otros. (Steiner, 1989, p. 188)

Desde esta ética de los cuidados, la narración y la persona que narra están en relación constante, es por eso la necesidad de elaborar de manera colectiva y artesanalmente los manuales de cocuidado, con la historia narrada y sus protagonistas. Artesanalmente,en el sentido de que cada comunidad cuenta con sus propios saberes locales (historias de agencia, resistencia y sueños) y conoce mejor que nadie lo que necesita para sentir que el cuidado está en el centro del lenguaje y por ende de la vida.

Volviendo a la historia que les narré en el primer párrafo de este artículo, las mujeres del Chaco Paraguayo saben exactamente lo que necesitan, por ejemplo, un sistema de captación y almacenamiento de agua potable en depósitos ubicados en puntos específicos de la comunidad. Es por ello de suma importancia, al narrar sus historias, activar la escucha y abandonar el lugar de expertxs. Sin embargo, al ser comunidades históricamente olvidadas y empobrecidas, muchas de ellas han pasado por alto las historias de agencia y resistencia; entonces, desde lugar político de la narración oral, quien narre sobre ellas, tiene la responsabilidad de elegir la forma de hacerlo, es decir, despojándolas de sus saberes o de engrosándolas.

Entonces me permito enumerar algunas prácticas de cocuidado, que podrían servir de mapa para los cuidados compartidos de la comunidad de narradores y narradoras orales:

  1. Estar cómodas/os para conversar, al decir de Tom Andersen, preguntarnos cada vez que haga falta, si todas las personas que estamos reunidas estamos cómodas y si no, qué necesitamos para estarlo.
  2. Todas las personas en conversación, tienen que poder hablar o expresar lo que necesitan para sentirse cuidadas.
  3. Hablar, escuchar y oír, son fundamentales para el diálogo, Harlene Anderson, hace una diferencia entre escuchar y oír, ella dice que recién podemos oír cuando no escuchamos para responder o para anticiparnos a lo que la otra persona quiere decirnos.
  4. Abandonar los prejuicios y las verdades únicas, esto se podría practicar haciendo público lo que uno piensa en relación a un tema.
  5. Ser invitadas/os y anfitrionas/es siguiendo con lo que dice Harlene Anderson, esta metáfora podría abrir posibilidades de cocuidado, donde parecerían no existir. Preguntar qué necesita cada persona en particular para sentir que quién cuenta su historia es una buena invitada (a su historia, a su comunidad, etc.) y que al mismo tiempo es anfitriona de dicha historia, se podría pensar en las veces que uno fue visitante, cómo se comportó para ser invitada/o nuevamente y de las veces que una fue anfitriona, qué acciones realizaron para que sus invitados/as, regresen una próxima vez (a su historia, a su comunidad, etc.).
  6. Habitar la incertidumbre de manera colectiva, es hablar de las angustias y preocupaciones individuales y colectivas. La barrera de lo individual se permea en comunidad.
  7. Celebrar los logros.
  8. Hacer rituales de bienvenida y rituales de despedidas, cada vez que llega una persona nueva y cada vez que toque despedir a las personas que se van.
  9. Cada persona, comunidad, barrio, es experta en su vida.
  10. Asumir los límites y las responsabilidades, si hablamos de una ética de los cuidados, también se habla de terapia como corresponsabilidad en los cuidados.

Por último, no somos cuerpos desmontables, descartables o pasivos al sufrimiento, en este caso al sufrimiento colectivo. Entonces desde el lugar del cocuidado, se asume también la corresponsabilidad de las personas que narran para crear espacios seguros donde la escucha y la dignidad son transversales.

Y si bien las historias no terminan nunca, me permito cerrar este artículo con una propuesta de Shotter: “abandonar la idea de la comunicación verbal como un mero proceso de transmisión de información, del emisor como una fuente de información, del discurso como un código común en el que uno coloca sus pensamientos, y de los escuchas como simples decodificadores que tienen que descubrir los pensamientos del emisor”

Todas las personas importan, y todas tenemos algo importante que contar.

  

  • Shotter, J. International Journal of Collaborative Practices 1(1), 2009: 29-38. 36
  • Andersen, T. El equipo reflexivo. Editorial Gedisa.1994
  • Anderson, H. Conversaciones Interrumpidas. http://www.taosinstitute.net/ 2019

Paola Kohler, Paraguay

Este Boletín n.º 103 – Narración y cuidados ha sido coordinado por Diego Reinfeld

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Entre otras cosas, soy narradora oral. Nunca quise serlo. De hecho, ni siquiera sabía que ese oficio existía. Me convertí en narradora por urgencia. Y como toda historia ocurre en un contexto, necesito contarte algo de mí y del momento en que todo comenzó.

Soy brasileña, psicóloga, curiosa y sensible. Con esas características llegué a la Patagonia chilena hace 18 años. La sensibilidad me hizo enamorarme de un joven sureño; la curiosidad me llevó a descubrir cómo se vive en un territorio de bellos paisajes y clima implacable, especialmente para quien viene de un rincón de Brasil donde siempre es verano.

Una mañana de otoño de 2010, trabajando como psicóloga en un equipo de salud rural, recibí el llamado de Don Luis. La encargada de la posta me avisó que él había solicitado una visita “con urgencia”. Cancelé la agenda y corrí a su casa. Tenía en mis manos su ficha clínica: 86 años, buena salud, sin antecedentes de salud mental. ¿Qué urgencia podía haber?

Don Luis me recibió con amabilidad. Sirvió mate en silencio. Le pregunté por qué me había llamado. Su respuesta fue una frase que jamás olvidaré: “Mire, ya tengo 86 años. Sé que me queda poco tiempo y no me quiero ir sin contar mi historia.”

No supe qué hacer. Su pedido no encajaba en ningún protocolo clínico. Viendo mi desconcierto, él mismo tomó la iniciativa: “Abre tu cuaderno y apunta”, dijo. Anoté palabras sueltas: su niñez en el norte de Chile, la juventud en el puerto de Valparaíso, el amor que lo llevó a la Patagonia, las hijas adultas, la viudez, la soledad inevitable del final. Me lo contaba emocionado, con brillo en la piel, como quien sabe que ha vivido una vida digna de ser recordada. Yo sabía que había más, una vida entera no cabe en una mañana. Le pregunté por qué quería contarme todo eso. Me miró con seriedad y dijo: “No quiero que la gente joven pierda tiempo con lo que no es importante.”

Ese fue mi llamado a la aventura, como diría Joseph Campbell. Un hombre sesenta años mayor que yo me mostraba que, al final, el bien más valioso que nos queda es nuestra propia historia. Pero también me reveló algo más profundo: mi trabajo como psicóloga debía ser abrir espacio a las historias, antes de que se disuelvan en el olvido.

En 2012, durante un viaje a Argentina, encontré la narración oral. Vi un afiche de un taller y asistí a la clase siguiente. Bastaron quince minutos de juegos narrativos para entender que allí estaba la segunda parte de la misión que don Luis me había entregado. Escuchar y resguardar las historias es fundamental, pero también lo es compartirlas. Porque hay un puente, un tejido que se construye con otros cuando contamos cuentos. Ya no quería ser solo guardadora de secretos en la clínica. Quería contribuir a construir puentes.

Aun así, me faltaba algo: ¿cómo escuchar de verdad? Mi formación en psicología me había entrenado para buscar lo patológico en los relatos. Don Luis me mostró, sin piedad, que siempre hay algo más que merece ser oído.

En 2014, de vuelta a Chile, descubrí la Terapia Narrativa. Pensé que sería solo una diplomatura para fortalecer mi escucha clínica, pero encontré mucho más. La Terapia Narrativa, desarrollada por Michael White y David Epston, parte de una idea poderosa: las personas organizan su experiencia en forma de relatos. Nadie puede hablar de sí, de su vida o del mundo sin hilar narrativas. Y esas narrativas no son neutras: tienen efectos sobre cómo vivimos.

Uno de los conceptos clave es la distinción entre historias dominantes e historias subordinadas. Las primeras se construyen a partir de eventos seleccionados, reforzados por discursos sociales, culturales o familiares. Lo que las confirma se integra; lo que las desafía, se minimiza o se descarta. Las historias subordinadas, en cambio, habitan los márgenes. Son fragmentos olvidados que contienen fortalezas, resistencias, posibilidades. La Terapia Narrativa busca darles voz, permitiendo que una vida se narre de manera más compleja y empoderadora.

La narración oral, como arte, tiene un lugar privilegiado en la comunidad. Un narrador o narradora puede llevar a un grupo hacia un imaginario compartido, con palabras que no solo transmiten tradición, sino que también la reinventan. Narrar implica una responsabilidad estética, pero también ética.

No abogo por endulzar cuentos ni cambiarles el final. Jamás. Se trata de narrar con consciencia. De entender que el narrador es también un sujeto situado —atravesado por género, raza, clase, historia— y que su voz no es neutral. Nunca lo será.

De la Terapia Narrativa, la narración oral puede aprender a mirar con atención las historias que refuerzan lo hegemónico y a abrir espacio a lo que suele silenciarse. Recuerdo una vez, escuchando a una narradora contar una leyenda. Dijo: “Él era indio, pero no era tonto.” Al confrontarla, me respondió: “Así está en el texto.” El texto era una edición de 1950. Ella prefirió proteger las palabras del autor antes que reconocer el poder que sus propias palabras tenían sobre la audiencia. El narrador siempre elige qué porción del imaginario alimentar.

Contar historias es un acto de cuidado colectivo. Podemos narrar para reforzar estereotipos, aumentar las distancias entre personas o repetir roles empobrecedores. Algunos lo hacen en nombre del humor. Pero pararse ante otros y usar el cuerpo para contar es una gran responsabilidad. El cuidado comunitario implica observar el mundo y hacerse cargo del lugar que uno ocupa en él.

¿Vale la pena reforzar narrativas de separación en un tiempo donde ya vivimos con miedo del vecino? ¿Es legítimo usar el estereotipo como recurso para la risa fácil? El cuidado comunitario en la narración dialoga con Paulo Freire, quien en Pedagogía del oprimido nos invita a crear las condiciones para que las personas desafíen las narrativas fatalistas y, así, puedan hacer historia.

Cuidar las historias es dar lugar tanto a los relatos conocidos como a los que aún están por contarse. Es ofrecer hilos que ayuden a otros a recordar que siempre hay algo más allá de la historia dominante. Y eso no es menor.

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Don Luis tenía razón. Aunque gozaba de buena salud, su tiempo se estaba acabando. Nunca más lo volví a ver, pero su pedido marcó un antes y un después en mi manera de escuchar y contar. Me enseñó que cuando alguien te confía su historia, te está entregando algo sagrado. Que escuchar con respeto, contar con cuidado y compartir con consciencia es una forma profunda de amar y de cuidar. Entendí también que narrar no es solo arte ni entretenimiento: es una herramienta de dignificación, una forma de resistir al olvido y desafiar las narrativas que reducen la vida a lo que encaja en los márgenes del poder. Narrar es cuidar: de quienes cuentan, de quienes escuchan, de quienes aún no saben que su historia importa. Cada vez que tomo la palabra para contar, no estoy solo relatando un cuento: estoy abriendo un espacio para que otras voces respiren. Porque cuidar las historias —propias y ajenas— es, también, una manera de hacer justicia, de construir comunidad y de mantener viva la llama de lo que realmente importa.

Maíra Domundo, Brasil

Este Boletín n.º 103 – Narración y cuidados ha sido coordinado por Diego Reinfeld

Adrián Yeste 02

Quizás fue la manera en que se arremangó la camisa. Tal vez el modo en que encendió la vela. Si no me hubiera tomado unas cervezas antes del encuentro probablemente aquello hubiera sucedido de otra forma. Yo estaba con la guardia baja. Cuando él comenzó me arrellané en el sofá y me entregué.

Así comienza esta historia, mi historia, con la autonarrativa y lo que voy a denominar a partir de ahora “relatos autorreferenciales”. Lo anterior pudiera parecer el inicio de un cuento erótico pero, lamento decepcionaros, no se trata de eso. Aunque no deja de ser una seducción, un cortejo, ese ritual que precede al hecho que nos reúne: contar y escuchar historias.

Cuando en aquel living (esto que os estoy contando sucedió en Buenos Aires, y al salón español le decimos ‘living’) el narrador José Campanari encendió una vela lo hizo con una cerilla, no con un mechero. Coincidiréis conmigo en que es mucho más convocante encender una vela con una cerilla que con un mechero. La posibilidad de que se te apague es mucho mayor, lo que añade suspense a la escena. A nivel sonoro, resulta más sugerente el deslizar de la cerilla que el raspado de la piedra del mechero. En cuanto al olor, no hay comparación entre el perfume del fósforo al lado de la emanación de gas del otro artilugio plástico. Si será eficaz el aroma de la cerilla que incluso sirve para eliminar el hedor del cuarto de baño. Probadlo.

En fin, Campanari encendió una vela, se sentó en un taburete, se arremangó la camisa (era de manga larga, de haber sido de manga corta le hubiera costado) y comenzó a hablar. Sus devaneos eran constantes, sus reflexiones absurdas, pero había algo en la puesta en escena, en su manera de contar, que me sedujo. Ya sé que no es la seducción el tema de este artículo, pero me resulta imposible hablar de la autonarrativa y separarla de la seducción. El caso es que Campanari comenzó a contar sobre él: sobre su barrio, Chacarita; su tío, el cantante de tangos con “larailas” incluidos; sobre la primera vez que visitó el pueblo de sus antepasados en Italia; hasta nos contó la historia de su nacimiento.

Había proximidad, cercanía. Más allá del fósforo y la vela, aunque todo suma, había algo en cómo lo contaba y en lo que contaba que nos condujo a un estado de escucha muy placentero, supongo que ese estado que han disfrutado los niños a los que sus abuelas sí les contaban historias. El estado de confianza en el que uno se abandona al otro. El clima de intimidad en el que nos sentimos únicos ante la otra persona.

Aquel hombre de un barrio de la ciudad de Buenos Aires vivía en Galicia, España. Yo, un chico de León, España, que vivía en la ciudad de Buenos Aires y comenzaba a contar historias. Campanari era un espejo. En su historia, en sus historias, yo veía la mía propia. ¿Será que los emigrantes tenemos una historia en común? Dice la narradora Sandra Rossi, otra argentina radicada en España, que “partir es partirse”. Quizás sea eso, y el modo que tenemos “los partidos” para juntar nuestras partes sea contando. Aunque, ahora que lo pienso, no hace falta partir para sentirse partido.

En cualquier caso, después de escuchar a Campanari tuve en claro que yo quería hacer eso. No eso mismo. Jamás encendería una vela. Y mucho menos con un fósforo. Soy muy torpe con las manos y prendería fuego el lugar. No contaría de Chacarita, sino de León. Del bar de mis padres, el Isla. De mi colegio, las Anejas. De mis viajes, de mi Argentina. De todas las historias que laten en ese universo, el mío, y todas las personas que lo habitan. Contaría desde el “yo”. Y mis partes, “yo-hijo”, “yo-nieto”, “yo-jugador de basket””, “yo-amigo”, “yo-pareja”, “yo-migrante” o mi actual “yo-padre”, acudirían al llamado unificador del relato para que mi hilo de voz los volviera a reunir, al menos mientras durara el relato, y al final me volviera a desmembrar.

Uno de los primeros relatos que armé lo compuse en base a una anécdota que me sucedió en mi primer viaje por Latinoamérica. Yo era un mochilero español con ínfulas progres que se cargó de culpa al comprobar los efectos que la conquista española había provocado en los pueblos originarios latinoamericanos (además de torpe con las manos, soy bastante culposo).

En lo alto de la cordillera peruana encontré a una mujer andina que, al conocer mi procedencia, se puso a llorar. Suponiendo el motivo, yo me disculpé por el dolor causado por mis compatriotas quinientos años atrás. Pero ella me dijo que no tenía nada que ver con eso. Lo que le pasaba es que su hijo vivía en España, en Madrid, y me preguntó si lo conocía. Esa es la anécdota.

Durante muchos años conté esa historia. Si lo hice, principalmente, es porque logré que ese relato entretuviera y emocionara al público. Esos son los requisitos mínimos que exijo a cualquier historia, ya sea autorreferencial, literaria o folklórica, cuando la cuento en un escenario. Si no los cumple, por muy bien que a mí me haga contarla, no es una historia para ser narrada escénicamente. El relato de la mujer andina emocionaba y entretenía. Pero, además, había algo en ese relato que necesitaba contar. La frase de aquella madre me redimía cada vez que la pronunciaba.

Se le sumaba, y esto es algo que me di cuenta mucho tiempo después, que las lágrimas de aquella madre eran también las lágrimas de la mía, a la que había dejado con el moco tendido en mi partida (mi madre es tan llorona como yo culposo).

Por si no fuera suficiente, el protagonista del relato, aquel “yo”, era el “yo” con el que deseaba presentarme ante el público: sensible, deseoso de ser aceptado en mi nuevo país, y con un punto de ingenuidad conmovedora por sentirse culpable de algo que ni de cerca era responsable. Encantador el muchacho. Creo que ya comenté que contar es un ejercicio permanente de seducción.

Para ser sincero, lo único que recordaba de la anécdota era la respuesta de aquella mujer y mi emoción. Había olvidado su imagen, el espacio donde fue nuestro encuentro, también la conversación completa. Todo eso lo tuve que reconstruir. Habrá quien diga que me lo inventé. Más que invención, prefiero llamarlo síntesis. La mujer que yo veo a día de hoy cuando cuento esta historia es una muy concreta: tiene el rostro cetrino, la piel ajada por el paso de los años y por la proximidad al sol; por uno de los surcos de la cara desciende una lágrima que se precipita al vacío siguiendo el mismo curso que sus dos trenzas hasta impactar con el suelo de cemento. No me la inventé. Esa mujer representa la síntesis de las muchas que conocí en aquel viaje.

De esta manera, ese recuerdo fragmentado, efímero, pasó a convertirse en un relato íntegro, que condensaba toda esa experiencia, que conté y revisité infinidad de veces. Y que con el paso del tiempo, dejé de hacerlo. Supongo que cumplió su función.

Hoy, diecisiete años después de aquel suceso, no me convoca de igual manera. Lo cuento muy de vez en cuando. Lo hago casi riéndome de mí. Estoy absuelto de los cargos que me autoimputé.

Creo que uno de los grandes desafíos de un narrador es que el relato sea tan vívido que al público no le quede más remedio que entrar en él, que nuestro “aquí y ahora” desaparezca y nos sumerjamos en el “allí y entonces” de la historia con tanta intensidad que se haga presente.
Lo podemos lograr con un cuento literario, folklórico o con un relato autorreferencial. En el caso de estos últimos, haber vivido algo no te garantiza que se vuelva vívido a la hora de contarlo. Dependerá de la destreza de quien lo cuenta. Pero si lo lograra, advierto que este tipo de historias tienen un potencial evocativo fortísimo para la persona que escucha.

Contar historias propias en base a recuerdos de vida, el acto de hacer memoria en público, compartir estas historias ante un grupo de personas supone, aun sin pretenderlo, una invitación a que el otro haga lo mismo.

Es en la simpleza de estos relatos, si bien no tiene nada de sencillo contarlos, donde el público rememora su propio barrio. Recuerda a su tío, aunque el mío no cantaba tangos con “larailas” incluidos sino que tenía su colección de vinilos esparcidos por el suelo de la habitación y una planta sembrada en el bidet. Evoca su propio viaje iniciático, a pesar de que el mío no fue a Italia a conocer la tierra de mis ancestros sino a Latinoamérica. O trae al presente el momento en que nació, por más que uno no se acuerde y necesite recurrir a la memoria de otros.

Cuando la función termina (si es Campanari, apaga la vela) hay personas que se acercan al narrador y le quieren contar eso tan parecido que le sucedió o lo distinto que era su tío en comparación con el suyo. Si la gente es más tímida y no se atreve a encarar al artista, será después en el bar de la esquina con el amigo que le acompañó, o con su pareja en la mesa familiar cuando rememore y cuente todo eso que le despertaron la historias que escuchó.

Entonces estaremos haciendo memoria. Y, aunque sólo sea durante ese momento, frente a la incertidumbre de lo que nos rodea, sabremos de dónde venimos, quiénes somos, y habrá un otro escuchándonos para reconocer que no sabemos hacia dónde vamos pero que, al menos, no estamos solos.

Adrián Yeste (España, desde Argentina)

Este artículo forma parte del Boletín n.º 103 - Narración y cuidados, coordinado por Diego Reinfeld

En ocasiones nos llegan consultas sobre los derechos de autor/a y la actividad profesional de narración oral. Para aclarar estas cuestiones os enlazamos este artículo elaborado por Pep Bruno y revisado por Ana Griott, titulado "Los derechos de autor", y también os dejamos el audio del programa Creando que es gerundio, de Radio 5, en su emisión del 2 de mayo de 2025, titulado "Cuentacuentos y Derechos de Autor", en el que Mercedes Morán, del departamento jurídico de CEDRO, analiza qué protección tienen los cuentacuentos, los límites legales y cómo asegurarse de que su creatividad esté garantizada. Podéis escucharlo en este enlace o directamente aquí debajo.

 

 

 

En otoño de 2024 lanzamos desde AEDA, la asociación de profesionales de la narración oral en España, una encuesta para conocer la realidad económica de nuestra profesión. Fue una sugerencia de la Plataforma Profesional de Artes Escénicas y Música, a la que pertenecemos. Contamos con la complicidad de diversas asociaciones más para difundirla, vaya desde aquí nuestro agradecimiento a todas. 

Respondieron a nuestras preguntas 81 personas, pero resulta difícil calcular cuántos profesionales de la narración oral (N.O.) se han quedado sin responder. Teniendo en cuenta que de nuestra asociación solo respondió la mitad, creemos que por lo menos podría haber el doble de personas cobrando por contar, unas 200, pero esto es una mera estimación. 

Pero más que ver cuántos somos, este estudio nos sirve para hacernos una idea de cómo se trabaja y cuáles deberían ser nuestros objetivos como profesionales. 

El primer dato y más llamativo es que sólo un 45% de los que respondieron se dedican profesionalmente a la narración oral, entendiendo por esto que más del 75% de su actividad económica viene de contar cuentos. De los que no lo tienen como su actividad principal, cierto es que un 37% ingresa por la N.O. entre el 50 y el 75%, lo que nos hace pensar que podrían estar en camino de dedicarse enteramente a ello.  

Otro dato que ya intuíamos pero que queda corroborado, es que la gran mayoría somos autónomos (más del 80%), pagando en general la cuota mínima o poco más.  

Una de las cuestiones que más nos interesaba era saber qué dinero mueve la profesión y constatamos, tomando en cuenta aquellos que facturan suficiente como para poder pagarse el Salario Mínimo, que la media facturada entre los profesionales es de aproximadamente 28.000€ al año. El total facturado al año por el conjunto de las personas que respondieron a la encuesta, incluyendo aquellos que no llegan a los mínimos como para ser esta su única profesión, ronda el millón y medio de euros en el año 2023.  

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A veces hay lugares que nos hablan bajito. Como de lejos. Su voz suena a susurro. Quizás sea su manera de asegurarse que nos llega repleta de un deseo con ganas de verse cumplido. ¿Os has pasado algo así? En mi caso, justo eso es lo sentía cada vez que pasaba por ese rincón del barrio antiguo de mi pueblo, Cardedeu. Era escucharla, esa voz, y en mi interior emergía un deseo imparable de ver ese espacio convertido en plaza. Una plaza llena de gente contando, escuchando, llevando la palabra de corazón a corazón. 

Yo estaba convencida de que las imágenes que se me aparecían en la mente imaginándome ese espacio convertido en plaza provenían de un deseo que yo había ido fabricando cada vez que oía hablar de otros países con plazas emblemáticas en las que contar allí formaba parte de una tradición ancestral.

Qué poco podía imaginarme el origen real de mi deseo. Pero no me quiero adelantar a la historia. Sigamos con la idea que, desde el primer momento que oí hablar de la plaza de Marrakesh, por ejemplo, y de las personas que se ponían allí a contar y a escuchar historias, provocara en mí un anhelo interno de tener una plaza así en Cardedeu. Y a pesar de sentir ese sueño bien vivo y presente, la verdad es que ahí se quedó, dentro de mí, formando parte de esa lista silenciosa de cosas que esperan hacerse realidad algún día. 

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Para AEDA, la asociación de profesionales de la narración oral en España, este 2024 ha sido un año en el que se han continuado y reforzado algunas líneas de acción en las que llevamos trabajando desde hace mucho tiempo. Sin embargo, también ha habido algunas novedades y sorpresas que nos han servido para medir el pulso de nuestra asociación y, en algún caso, también de nuestro colectivo. 

Entre las actividades en las que hace mucho que trabajamos, continuamos participando en la Plataforma Profesional de las Artes Escénicas y de la Música, en distintos grupos de trabajo que conectan directamente con proyectos tan anhelados como el Estatuto del Artista, las subvenciones y otras cuestiones relacionadas con las particularidades de nuestro oficio.  

En este 2024 hemos seguido insistiendo en la importancia de la visibilidad de nuestro oficio y por eso, la celebración del 20M se extendió hasta 9 municipios (Castro Urdiales, Azuqueca de Henares, Cáceres, Uviéu, Alcalá de Guadaíra, Segovia, Huesca, Pradejón y Tías) de todo el territorio nacional y contó, en Segovia, con la presentación de Jesús González, quien vino en representación del Ministerio de Cultura y la Dirección General del Libro, del Cómic y de la Lectura. 

Además del 20M, y como parte fundamental de nuestro empeño en dar visibilidad al trabajo de la asociación y al del colectivo de narración oral, seguimos utilizando activamente las redes sociales para comunicar la agenda y mostrar y acercar los lugares en los que se cuentan y escuchan cuentos. 

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