“Si algún lema tuviéramos que elegir para el Club de Narradores, él sería:
Que no crezcan niños sin escuchar cuentos, lo que equivale a decir: Que no haya niños sin infancia”
ETCHEBARNE, 1962: 218

Martha Salotti: ¡Resucitar al narrador!

El 23 de septiembre de 1949 la maestra y escritora argentina Martha Alcira Salotti dio una conferencia sobre Literatura Infantil en la Sociedad Argentina de Escritores (SADE). Allí, frente a escritores, universitarios y figuras notables del ambiente literario de la época, resonó por primera vez el llamado que habría de convertirse en la piedra fundacional del resurgimiento de la narración oral en la Argentina: “Señores, tenemos que resucitar al narrador, porque el narrador ha muerto”.*

Todo un espíritu de época resonaba en esas palabras. Salotti había empezado a hablar sobre María de Kassel, aquella ama de llaves y excelente narradora a la que los hermanos Grimm debieron muchos de sus cuentos; siguió hablando con entusiasmo sobre el Dr. Elias Lonnrot y sus aventuras recorriendo las aldeas rurales de Finlandia, registrando de boca de los campesinos la historias que darían origen al Kalevala; finalmente, recordó a los aedos y a Homero: “No dejemos morir nunca a Homero” –dijo con nostalgia, como advirtiendo que esa senda antes recorrida por ilustres narradores se estaba perdiendo en un presente silenciado y vacío de historias. 

Algo similar había advertido, en 1936, el filósofo y crítico Walter Benjamin cuando señaló que los soldados que volvían de la guerra llegaban a sus casas mudos, incapacitados de relatar su experiencia. La costumbre de contar y oír historias se estaba perdiendo en occidente y las voces de los narradores se extinguian entre las luces del progreso y el murmullo indiferente de la novedad**. Benjamin hablaba sobre el horror consumado de la gran guerra; Salotti, una década y una guerra después, recorría los mismos tópicos y concluía su argumentación con una consigna enfática: 

“Señores, tenemos que resucitar al narrador, porque el narrador ha muerto. Lo mató el progreso. ¿Quién cuenta un cuento de hadas a la luz agria y rojiza de la electricidad?... para eso hace falta que bailen las sombras de las paredes.
Lo mató la escuela. Lo corrieron el periódico, la radio que nos da las noticias de ayer, de hoy… Y el narrador, en cambio, es hombre de recuerdos.
Lo corrió la división del trabajo: los hombres que vuelven de trabajar en la fábrica, no se sientan a escuchar un cuento.
Señores… !Tenemos que resucitar al narrador!”
SALOTTI, 1949, 12

El llamado era explícito. Había que resucitar al narrador, ¿pero por dónde empezar?.  

Salotti, maestra de vocación y oficio, entendía que la escuela debía ser la encargada de llevar adelante esta misión. Sus años de experiencia como maestra en la provincia de San Juan sumados a una profunda reflexión sobre la naturaleza del lenguaje y la comunicación, le habían hecho comprender la importancia del trabajo con la oralidad en los primeros años de la educación. Los niños en el jardín de infantes deben escuchar cuentos narrados y leídos en voz alta porque solo la palabra dicha, cargada de afecto y de intención puede operar el milagro de San Bernardo*** y abrir al niño las puertas de la literatura y la imaginación . En el año 1950 la publicación de La lengua viva reforzaba esta idea: 

“Las palabras oídas tienen para los niños olor, sabor, y color; en cambio la escritura solo les da símbolos muertos. Los niños quieren superar la irrealidad siniestra del signo.” 
SALOTTI, 1950

Aún en sus textos didácticos, destinados a maestros, sobrevuela el dramatismo y la urgencia de su misión: de un lado está el sabor y el color, y del otro la muerte, lo siniestro y lo irreal. Nuevamente, en esta frase y otras del texto, parece ser Benjamin el que escribe intentando explicar las ruinas que dejó a su paso el progreso. Pero más allá de estas consideraciones de carácter interpretativo, hay que destacar que La lengua viva abre el camino y sienta las bases para la práctica de la narración oral en la escuela.

Salotti le dio al narrador una casa y un lugar en donde resucitar. Solo faltaba que alguien lleno de cuentos, tomará la posta y empezara a narrar y a formar narradores.

 

Dora Etchebarne: El arte de narrar

Casi diez años después de la conferencia en la SADE, en el año 1958,  Martha Salotti conoció a Dora Pastoriza de Etchebarne. Dora venía de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires; se había doctorado recientemente con una tesis sobre literatura infantil. Era una profunda conocedora de las grandes obras de la cuentística popular (Panchatantra, Pentamerone, Mil y una Noches, etc.), de la obra de Perrault, Grimm y Andersen y de la historia y actualidad de la literatura infantil en la Argentina. Llegó al despacho de Salotti con una inquietud propia de su honestidad y humildad científica, sentía la necesidad de poner a prueba todo el conocimiento que había recabado a lo largo de sus años de investigación; buscaba, en sus palabras: ” el contacto directo con los niños que habría de decirnos, en definitiva, del acierto o del error de nuestras premisas.” (ETCHEBARNE: 1975, 13). A instancias de Salotti, Etchebarne comprendió que el medio por el cual podía acercar sus conocimientos literarios a los niños era la narración oral.

Ese encuentro, en la dirección del Instituto Bernasconi, fue el comienzo de una sociedad laboral y afectiva que se prolongó a lo largo de más de veinte años. En el año 1960 Salotti propuso la creación de un Club de Narradores: “un organismo particular destinado a rescatar del olvido la vieja costumbre de contar cuentos” (ETCHEBARNE: 1975, 13). Etchebarne tomó la empresa en primera persona y empezó a dictar cursos de narración para padres y docentes. Las primeras camadas de narradores comenzaron a hacerse camino narrando en colegios, centros de rehabilitación, hogares de niños, cárceles, bibliotecas y parques de recreación en la Ciudad de Buenos Aires. A nivel metodológico y técnico se partía de un axioma sencillo pero efectivos: ”Elegir bien el cuento a narrar y manejar tan solo como recurso técnico los que usara el narrador tradicional: la voz, el gesto y el ademán” (ETCHEBARNE: 1975, 14). El resultado de este trabajo, a la vez teórico y, a la vez práctico fue la publicación de dos libros: El cuento en la literatura infantil (1962) que recaba la tesis doctoral de Dora Etchebarne y El jardín de Infantes. Contribución experimental (1969), que registra los resultados de una experiencia de narración sin láminas (sin ilustraciones) dirigida por Salotti en el Jardín de Infantes en el Bernasconi.

La etapa del Bernasconi fue intensa pero breve. En el año 1964  las autoridades del Consejo Nacional de Educación le pidieron Salotti que diera de baja los contratos de dos de sus asesores. La negativa frente a este pedido dio lugar a su renuncia y a la renuncia consecuente de todo el equipo que venia trabajando con ella en el Club de narradores y en los cursos para docentes. Lejos de constituir un obstáculo, este cambio de aire auspició la creación de un instituto nuevo que se dedicaría por entero al perfeccionamiento docente y sería dirigido por Martha Salotti y Dora Pastoriza de Etchebarne. El 10 de mayo de 1965 se fundó en el barrio de Caballito en la Ciudad de Buenos Aires el Instituto SUMMA.

En poco años, el SUMMA se transformó en un centro de referencia para la difusión de la narración oral en Argentina y en la región. Salotti era el corazón del instituto, a pesar de su edad avanzada supervisaba todos los cursos, dictaba clases magistrales para docentes y atendía con afecto las necesidades de los niños que asistian al Jardín de Infantes inaugurado en 1966. Etchebarne, en cambio, era los brazos, las piernas y, sobre todo, la voz del Instituto. Fue en esos años (1971) que se creó el primer Profesorado de Castellano y Literatura de América Latina con orientación en Literatura Infantil y Juvenil en donde la doctora dictaba los cursos de narración oral para los futuros docentes. Las experiencias recabadas en ese tiempo de docencia y de incansable trabajo como narradora se condensaron la publicación de El arte de narrar, un oficio olvidado (1972), un ensayo histórico, estético y metodológico acerca de la narración oral. Esta obra maestra, que por su claridad y exhaustividad no conoce sucesor, registra los orígenes y filiación histórica de la narración oral contemporánea; indaga en sus vínculos con la imaginación y la construcción de sentido; y da cuenta de los aspectos técnicos que constituyen el arte del narrador.

Los límites de esta reseña histórica no nos permiten detenernos demasiado en las tesis de El arte de narrar (que bien valdrían un escrito aparte); nos conformamos, sin embargo, con transcribir algunas líneas de la introducción:

“Este libro es un intento de rescatar del olvido la vieja costumbre de contar cuentos  los niños.
Solo quien ha ejercido este viejo menester, quién haya visto los rostros transfigurados de los oyentes -niños y adultos-, y haya sentido vibrar de emoción sus corazones ante el impacto del “Había una vez…“ puede dar fe de lo que este acto mínimo de confraternidad, tiene de esencial y de profundo”
ETCHEBARNE, 1972:5

Etchebarne escribía sabiendo que había concretado la misión de su maestra. El narrador, al menos en la escuela, había resucitado. La historia que prosigue, aquella que cuenta el paso de la narración oral desde la escuela hacia la escena, comienza también con un encuentro.

 

Juan Moreno: del aula al escenario

En el año 1976 un maestro de la localidad de San Martín (Provincia de Buenos Aires) se anotó en el Profesorado de Castellano y Literatura que se dictaba en el SUMMA. En la primera clase del curso, la Dra. Etchebarne habló sobre la importancia de la narración como medio de acercamiento al libro y a la lectura y, a modo de ejemplo, comenzó a contar El potrillo ruano de Benito Lynch. Esa fue la primera vez que Juan Marcial Moreno escuchó narrar a su maestra.

Moreno provenía del teatro, había estudiado con el dramaturgo y actor Hugo Loyácono, quién lo dirigió en el año 1971 en el estreno de la obra La torre. Para el momento en el que llegó al SUMMA llevaba dos años trabajando como maestro de grado y siete como actor. Ese primer encuentro  alcanzó para despertar en él la vocación y el oficio del narrador. Años más tarde diría sobre aquella ocasión:

“No contó un cuento completo, sólo algunas escenas. Pero con tal contundencia, que el que pudiera entender eso tendría en sus manos TODO lo que ella intentaba enseñar.”
MORENO, 2010

En 1977 Moreno ingresó al Club de narradores y, junto con otros profesionales de la casa, recorrió escuelas, bibliotecas, museos y programas de radio. Las narraciones estaban destinadas a los niños, sin embargo, función a función aumentaba el número de adultos entre el público. En el Instituto SUMMA, en un típico salón de escuela dispuesto de manera simple con sillas y una tarima central, comenzó a gestarse lo que con el tiempo sería la narración escénica porteña. Es cierto que el ámbito era una escuela y la gente no pagaba entrada, sin embargo, entre el público comenzaban a aparecer adultos que nada tenían que ver con la escuela (amigos de padres de alumnos que en algunos casos ni siquiera tenían hijos); adultos, que en lugar de ir al teatro o al cine a entretenerse, esa tarde iban a escuchar narrar a Dora Etchebarne y a los demás narradores del club.

El paso definitivo a la escena lo dio Juan Moreno en 1982 cuando presentó el espectáculo de narración Juntos en un teatro del barrio de San Telmo y, finalmente, en 1985 cuando fue invitado en a presentar sus espectáculos en el Café del complejo teatral La gran Aldea. La carrera y figura de Juan Moreno merecerían también un escrito aparte: más de treinta años de profesión, cientos de espectáculos en teatros y salas de la Argentina y el mundo; maestro y formador de narradores que llevó al extremo las posibilidades estéticas de los recursos técnicos que aprendió de sus maestra: narrar solo con la voz, el gesto y el ademán.

Aquello que sembraron Salotti y Etchebarne florecía de un modo que ninguna de las dos había previsto. La historia siguiente, es la historia de la profesionalización y la deriva escénica de la narración oral en la Argentina; una historia viva, cuyo comienzo se cifra en aquel encuentro entre dos mujeres y cuyo último cuento no ha sido contado todavía. 

Juan Martín Tapia

 

Este artículo forma parte del Boletín n.º 36 de AEDA: Panorama de la narración oral en Argentina 

 

NOTAS AL PIE
* SALOTTI, M,  (1949)“La literatura infantil” , publicado en REVISTA LUDO, nº 31-32, septiembre 2000, pp. 12.
** BENJAMIN, W, (1936) “El narrador`” en Para una crítica de la violencia y otros ensayos, Madrid, Taurus, 1991
*** Según se cuenta en la vida del santo, San Bernardo logró convertir a los infieles de Palestína predicando en la antigua lengua de Oil, lengua totalmente extraña y desconocida para los hombre que recibieron la prédica. La tradición atribuye este milagro al tono, a la particular entonación que tuvieron sus palabras.
 
 
BIBLIOGRAFÍA
ETCHEBARNE, D.: (1962) El cuento en la literatura infantil. Bs As, Kapeluz.
ETCHEBARNE, D.: (1972) El arte de narrar. Un oficio olvidado. Bs As, Guadalupe.
ETCHEBARNE, D. y otros: (1975) Valoración de la palabra. Bs As, Guadalupe.
MORENO, J. M, (2010) En principio... [mensaje en un blog]. Recuperado de esta entrada.  
SALOTTI, M,  (1949)“La literatura infantil” , publicado en REVISTA LUDO, nº 31-32, septiembre 2000,
SALOTTI, M., (1950) La lengua viva, Bs. As, Kapeluz.