Cuenta un eminente antropólogo que cuando el hombre y la mujer aprendían a ser humanos sucedió algo que cambiaría el destino de una especie muy mal equipada para sobrevivir frente a otras especies mejor adaptadas a un medio donde lo que permitía la supervivencia era la fuerza. Y es que un día, en la hoguera paleolítica, un hombre, quizá una mujer, tomó la palabra y contó un cuento, uno de esos cuentos que hoy llamamos «populares» porque son del pueblo, es decir, de todos. Y esos cuentos cuentan todos lo mismo: que quien es capaz de ponerse en camino ante un conflicto recibe siempre la ayuda de alguien y, si se deja ayudar, consigue resolver el conflicto que lo había puesto en camino, y llega a ser rey, es decir: soberano de su vida.
Gracias a estos cuentos que consideran que el otro no es quien te hiere o quien te mata, sino quien te ayuda, que transmiten la confianza en el otro, el ser humano comenzó a confiar en el otro ser humano, y gracias a esta confianza los hombres, quizá también las mujeres, comenzaron a cazar juntos, y la fuerza del individuo se unió a la fuerza del otro individuo en la fuerza de la colectividad, y gracias a esta fuerza de lo colectivo el ser humano consiguió sobrevivir como especie. Sobrevivió el ser humano y también los cuentos, y se extendieron por todo el mundo para demostrarnos que lo que nos caracteriza como humanos no tiene fronteras, es universal, como los motivos folclóricos que sujetan, como un esqueleto, el cuerpo de los cuentos. Sobrevivieron también los narradores que prestan su mirada, su voz, su piel y su aliento a esos cuentos que llegan desde la noche de los tiempos a recordarnos que no estamos solos porque los que nos encontramos en el camino están ahí para ayudarnos a ser soberanos. ¿Para qué sirven los cuentos? Para vivir.