Llegué a los libros atraída por los cuentos orales. Mi primer amor fueron las aladas palabras, como las llama Homero: sonidos, soplos, aire modelado. Fue mi madre quien desplegó ante mí el universo de las historias susurradas. Y no por casualidad. A lo largo de los tiempos, han sido sobre todo las mujeres las encargadas de conservar la memoria de los cuentos. Las tejedoras de relatos y telas. Durante siglos han devanado historias al mismo tiempo que hacían girar la rueca o manejaban la lanzadera del telar. Ellas fueron las primeras en plasmar el universo como malla y como redes. Desarrollaban su peculiar inventiva. Anudaban sus alegrías, ilusiones, angustias, terrores y creencias más íntimas. Teñían de colores la monotonía. Entrelazaban verbos, lana, adjetivos y seda. Por eso, textos y tejidos comparten tantas palabras: la trama del relato, el nudo del argumento, el hilo de la historia, el desenlace de la narración. Devanarse los sesos, bordar un discurso, hilar fino. Por eso, los viejos mitos nos hablan de la tela de Penélope, de las túnicas de Nausicaa, de los bordados de Aracne, del hilo de Ariadna, de la hebra de la vida que hilaban las Moiras, del lienzo de los destinos que cosían las Nortas, del tapiz mágico de Sherezade.
Mi madre me contaba cuentos todas las noches, sentada a la orilla de mi cama. Ella era la rapsoda; yo, la audiencia fascinada. El lugar, la hora, los gestos y los silencios eran siempre los mismos: nuestra íntima liturgia. La suave brisa del relato se llevaba todas las preocupaciones del día y los miedos intuidos de la noche. Aquel tiempo de lectura me parecía un paraíso pequeño y provisional. Después he aprendido que todos los paraísos son así, humildes y transitorios.
Su voz, yo escuchaba su voz y los sonidos del cuento que ella me ayudaba a oír con la imaginación: el chapoteo del agua contra el casco de un barco, el crujido suave de la nieve, el choque de dos espadas, el silbido de una flecha, pasos misteriosos, aullidos de lobo, cuchicheos detrás de una puerta. Nos sentíamos muy unidas, mi madre y yo, juntas en dos lugares a la vez, más juntas que nunca pero escindidas en dos dimensiones paralelas, dentro y fuera, con un reloj que hacía tic-tac en el dormitorio durante media hora y años enteros transcurriendo en la historia, solas y al mismo tiempo rodeadas de mucha gente, amigas y espías de los personajes.
En esos años, uno a uno, iba perdiendo los dientes de leche. Mi gesto favorito mientras ella me contaba cuentos era menear un diente tembloroso con el dedo, sentirlo desprenderse de sus raíces, bailar cada vez más suelto y, cuando finalmente se partía soltando unos hilos salados de sangre, colocármelo en la palma de la mano para mirarlo –la infancia se estaba rompiendo, dejaba huecos en mi cuerpo y añicos blancos por el camino, el tiempo de escuchar cuentos acabaría pronto, aunque yo no lo sabía–.
Aunque sigo haciéndome mayor, escribo para que no se acaben los cuentos. Escribo porque no sé coser, ni hacer punto, nunca aprendí a bordar, pero me fascina la delicada urdimbre de las palabras. Cuento mis fantasías ovilladas con sueños y recuerdos. Me siento heredera de esas mujeres que desde siempre han tejido y destejido historias. Escribo para que no se rompa el viejo hilo de voz.
Este artículo forma parte del BOLETÍN Nº63 May18 - "7 creadoras 7"