De todas las mentiras, la literatura es mi favorita.
Ricardo Liniers Siri
 

Es posible que la verdad únicamente admita monosílabos y que solo sobreviva en enunciados muy cortos: alguien está vivo o muerto, el vaso tiene agua o está vacío; pues estas afirmaciones son categóricas, no necesitan matizarse. Ahora bien, en el momento en el que la respuesta se desarrolla un poco más, será susceptible de subjetivarse y a partir de ese momento se empezará a contar una historia que será total o en parte una mentira.

Mi hermano Alberto cayó al pozo cuando tenía cinco años.
Fue una de esas tragedias familiares que sólo alivian el tiempo y la circunstancia de la familia numerosa.
Veinte años después, mi hermano Eloy sacaba agua un día de aquel pozo al que nadie jamás había vuelto a asomarse.
En el caldero descubrió una pequeña botella con un papel en su interior.
Este es un mundo como otro cualquiera, decía el mensaje.

Luis Mateo Díez 

¿Los sueños son mentira? ¿Hay otra realidad además de la que conocemos y llamamos realidad? ¿No existe la realidad, todo es soñado? ¿Las realidades son múltiples? No puede haber afirmaciones sólidas acerca de estas cuestiones, sobre todo porque el observador siempre forma parte de la respuesta: los humanos no podemos hablar de algo desde un punto de vista que esté fuera de nuestra manera de percibir. A esta parcialidad en la percepción hay que añadir las dificultades que tiene la memoria para continuar fiel a un hecho del pasado, y cómo el recuerdo se va llenando de polvo y olvidos involuntarios: “si la memoria no me engaña…” Y sí, la memoria engaña irremediablemente. En castellano la palabra mentira proviene de la raíz latina mens, mente. La mentira, pues, se identifica como un producto de la mente, o lo que es lo mismo, de la imaginación. Traer a las mientes quiere decir rememorar. En latín mentire significa mencionar y mentiri, mentir. Esa es la diferencia entre verdad y mentira: ¡una única letra!

Contar toda la verdad y nada más que la verdad es imposible. Imaginemos la historia de alguien muy desgraciado debido a su afán por contar siempre la verdad: eso le haría remontarse a las fuentes, las razones cada vez más profundas y remotas de lo que cuenta, hasta tal punto que una respuesta, cualquier respuesta, llegaría a ser un discurso interminable. Nadie querría tratarse con él, su sinceridad resultaría insoportable de escuchar, pues sería por momentos embarazosa, larga y aburridísima. En cierto modo todos los humanos somos así, no paramos de indagar orígenes y derivaciones de las cosas, un hecho que se refleja en el folclore con relatos que intentan remontarse a los principios, así como explayarse en las consecuencias de una acción inicial. Son cuentos enumerativos, acumulativos y encadenados que tienen argumentos sencillos, a menudo sin demasiado sentido, y que están construidos sobre una estructura interna muy sólida. Un cuento muy antiguo de estas características, y muy extendido por todo el mundo con múltiples variantes, que ya se encuentra incluido en la colección de cuentos del Panchatantra (s. V), titulado "Quién es el más fuerte", narra la historia de una hormiga que se hiere con el hielo y piensa que él es lo más fuerte del mundo, pero este le dice que el más fuerte es el sol, porque lo derrite; el sol le replica que es la nube; la nube, que el viento; el viento, el muro; el muro, el ratón; y el ratón… el gato.  He aquí el resumen de esta retahíla tradicional persa que también nos hará recordar alguna otra de nuestra infancia: vino el agua que apagó el fuego, que quemó al palo, que pegó al perro, que se comió la gallina, ¡mi gallina! 

Tal vez la imposibilidad manifiesta de contar toda la verdad sea la razón por la que la mente humana inventó los números. Hay en ellos un afán visceral de objetividad. En castellano existe una afortunada coincidencia léxica en la palabra contar: puede significar un cálculo numérico y también una narración. En principio, suena a declaración de intenciones… Sin embargo, las palabras suelen traicionar la verdad y todo artista que convive con ellas más tarde o más temprano topa con lo inefable. Por eso muchos piensan que las palabras son aproximadas, convencionales y en cierto modo impotentes, razón por la que se valora tanto que suenen a auténticas. Cuando hay verdad en ellas, las palabras nos salvan. Esto es lo que cuenta la poeta Anna Ajmátova “En lugar de un prólogo” para su magnífica obra Réquiem:

En los terribles años del terror de Yzhov hice cola durante siete meses delante de las cárceles de Leningrado. Una vez alguien me “reconoció”. Entonces una mujer que estaba detrás de mí, con los labios azulados, que naturalmente nunca había oído mi nombre, despertó del entumecimiento que era habitual en todas nosotras y me susurró al oído (allí hablábamos todas en voz baja):
-¿Y usted puede describir esto?
Y yo dije:
-Puedo.
Entonces algo como una sonrisa resbaló en aquello que una vez había sido su rostro.

Y, en efecto, sí que pudo. En sus poemas no cuenta ningún detalle realista sobre ese terror padecido durante meses mientras esperaba para saber si su hijo estaba vivo o muerto; su verdad la contó de otro modo.

Un mismo hecho puede tener versiones diferentes debido a la interpretación de cada una de las personas que lo han vivido y que lo cuentan. Es como si la verdad fuera plástica, poliédrica. Inconstante. ¿Existe la verdad absoluta, la verdad con mayúsculas? Mucho nos tememos que más allá del monosílabo y el número, la humanidad está sujeta al engaño de la realidad. Por tanto, el discurso siempre se ubica en los límites de una verdad relativa. ¿O no? A veces existe una necesidad imperiosa por aferrarse a las palabras cargadas de sentido, como ocurre en este poema de Emily Dickinson en el que belleza y verdad se sienten y se expresan con mayúsculas:

Morí por la Belleza, pero apenas 
ahormada en la tumba, 
otro murió por la Verdad, y estaba 
en un lugar contiguo.
Me preguntó en voz baja: “¿De qué has muerto?”.
Dije: “Por la Belleza”,
“Pues yo por la Verdad. Y son lo mismo.”
Añadió: “Hermanos somos”.
Así, como parientes que se encuentran 
de noche, conversamos.
Hasta que el musgo nos llegó a los labios 
y cubrió nuestros nombres.

Sin ánimo de establecer una clasificación exhaustiva, he jugado a desentrañar los distintos tipos de mentira que me han venido a las mientes; algunas de ellas son inocentes y otras verdaderamente malvadas. Si tomamos en cuenta su velocidad en aparecer y desarrollarse, tenemos las mentiras rápidas, improvisadas, las que surgen en el momento: “¡uy, se me escapó!”; y las lentas, premeditadas, las que se urden con arreglo a un plan. Hay mentiras cortas, puntuales, y mentiras largas que se mantienen durante años, toda una vida, incluso siglos. Con arreglo a su importancia, las hay banales, inocentes mentirijillas y mentiras piadosas, frente a aquellas que son peligrosas, que afectan e incluso perjudican a otros y que comprometen la conciencia. Muchas mentiras se perpetran en solitario, son de propia cosecha, mientras que otras son colectivas, compartidas por una comunidad y que por ello casi han acabado por parecer ciertas. De este tipo de mentiras, en su aspecto benéfico, vaya como ejemplo creencias infantiles tales como el Ratoncito Pérez o los Reyes Magos. Por último, existen falsedades muy bien guardadas, secretas, con el irredento objetivo de llevar a engaño y que sus mendaces perpetradores no tienen ninguna intención de declararlas. En contraposición, se encuentran las mentiras abiertas, como las artísticas, en las que emisor y receptor viven sin trampas una misma ilusión.

La mentira forma parte de nuestra naturaleza animal, muchos animales también mienten, si bien es cierto que los humanos somos los reyes en cuanto a elaboración y sofisticación del engaño. Tal vez esto sea un signo de inteligencia. Existen innúmeras razones para mentir: por miedo, como estrategia imperiosa de supervivencia; por aparentar, llámese vanidad; por no perder algo, mediocridad; por ganar algo, ambición; por pasar el tiempo, entretenimiento; por salir de la propia realidad, evasión; por amor a la belleza o por amor a secas; y por último, por pasión, bien sea como expresión de un vicio irrefrenable, una enfermedad psicológica o un impulso creativo. 

Miguel Catalán dice que "mentir es afirmar mediante palabras aquello que creemos falso con la intención de que el receptor de nuestro mensaje crea que es verdadero. Y simular es hacer lo mismo, pero ya no con palabras, sino mediantes gestos, acciones, omisiones o silencios. (…) Mentir y simular son las dos formas básicas de engañar a alguien. (…) En consecuencia, lo malo no es la voluntad de engañar, sino sólo la voluntad de hacer daño con ese engaño." Me parece muy interesante esta distinción moral en la que se acepta la mentira como un hecho habitual y solo es mala la que busca dañar. Entonces, si en mayor o menor medida mentir es inevitable, ¿por qué está tan condenada socialmente? Tal vez esa negación forme parte del fingimiento general acerca del hecho de que todos mentimos y sin embargo todos decimos odiar la mentira; y también porque mentir es sin ninguna duda privativo del que manda: el poder miente, pero no quiere que nadie más lo haga. De modo que para el súbdito mentir es una forma de subversión, de evasión y, en definitiva, de supervivencia. 

Un ejemplo de grandes relatos: las historias fundacionales de las religiones. Unas ficciones que exigen la fe incondicional en su veracidad y que, a pesar de su antigüedad, se mantienen actualizadas gracias a rituales complejos. A cambio, por creerlas, estas historias prometen la vida (eterna) después de la muerte. De ellas habla León Felipe en su poema “Sé todos los cuentos”: 

Yo no sé muchas cosas, es verdad
Digo tan sólo lo que he visto.
Y he visto:
que la cuna del hombre la mecen con cuentos...
Que los gritos de angustia del hombre los ahogan con cuentos...
Que el llanto del hombre lo taponan con cuentos...
Que los huesos del hombre los entierran con cuentos...
Y que el miedo del hombre
ha inventado todos los cuentos.
Yo no sé muchas cosas es verdad.
Pero me han dormido con todos los cuentos...
Y sé todos los cuentos.

No obstante, las historias compartidas forman parte de nuestra esencia como seres humanos, nos resultan muy necesarias y confortables debido a que somos animales sociales que valoramos enormemente el sentido de pertenencia. El historiador Yuval Noah Harari, cuando se pregunta sobre la clave de nuestro éxito como especie sobre el resto de las que pueblan la tierra y cómo fue que se acabó fundando ciudades inmensas, lo atribuye precisamente al invento de la ficción, puesto que "un gran número de extraños pueden cooperar con éxito si creen en mitos comunes". Y es esta habilidad para ponerse de acuerdo y compartir imaginaciones a distancia y sin conocerse lo que ha supuesto para nuestra especie todo lo que llamamos progreso. 

Hoy en día, aunque tal vez haya sido así siempre, los cuentos son las mentiras más inofensivas con las que nos podemos encontrar, comparándolo con la cantidad de ficciones políticas, religiosas y propagandísticas que nos rodean. Después de todo, son mentiras modestas que en su mayoría tienen finalidades relacionadas con el desarrollo de la persona y no traspasan, en apariencia, la esfera de lo privado. ¿Cómo decir a una niña que no se vaya con ningún desconocido que le venga con mentiras? Contándole el cuento de Caperucita Roja. Qué paradoja, aprender a no caer en las trampas de malvados mendaces gracias a los cuentos.

El humilde cuentista llega al gran supermercado de trolas que es el mundo y tiene mucho para elegir. Con toda probabilidad sus mentiras serán premeditadas, colectivas, consentidas; su motivación será, entre otras razones, el amor por la belleza, el entretenimiento, la necesidad de comunicar y la pasión creativa; y todo ello estará aderezado con un punto importante de sabiduría y algo de vanidad. En la mentira consensuada, una mentira nacida para divertir o aligerar el espíritu, el oyente-lector-consumidor de arte dice al mentiroso: “te dejo que me mientas, pero te lo ruego, hazlo bien -miénteme bien- o no te creeré”. Ahí radica la belleza e inocencia de este tipo de relatos: “sé que me vas a engañar, pero aun así me lo creo, me arrastras a creerlo”. Tal como sería el caso del sujeto enamorado perdidamente que dice a su pareja “dime que me quieres” y al fondo de su ser una voz le susurra: “aunque no sea cierto”.

Por tanto, se puede afirmar que si bien en el arte hay mentira, lo es sin engaño propiamente dicho, pues hay consentimiento por parte del receptor. Gracias a ella surgen la fascinación y la catarsis. Esta mentira brota de la necesidad de encontrar respuestas, o al menos de plantear el máximo de preguntas, del anhelo de placer, de la pasión por el juego. Y no del miedo, como muchas otras, o del vil interés. Son invenciones honestas que solo buscan llenar la existencia de sentido, porque la ficción ayuda a hacer esta vida -corta, finita, sujeta al destino y por tanto impredecible- más soportable. Es más: los cuentos invitan incluso a reírse de la muerte, a burlarla aunque sea por unos breves instantes. Y no solo porque mientras dura la narración el tiempo se para y somos inmunes a ella, sino también porque hay historias que hablan expresamente de cómo engañarla. Son cuentos de ingenio que la ponen a prueba, como ocurre en el conocido relato tradicional mediterráneo "El peral de la tía Miseria".

Si bien todo cuento es una trola, hay algunos que además hacen de la mentira su motivo principal. Como es el caso de las historias en las que el protagonista debe superar pruebas tales como contar la mentira más grande o bien llenar un gran saco con ellas. Otro grupo importante de cuentos está protagonizado por el conocido, en su término inglés, trickster, un sujeto intrépido que no tiene ningún reparo en engañar para conseguir algo. Existen personajes de estas características repartidos por las tradiciones de todo el mundo, podría decirse que cada cultura tiene su tramposo de cuento: Coyote, entre los nativos americanos; Hermes, para los griegos; Pedro Urdemalas, en Sudamérica; Cuervo, en Siberia; Nasrudín y Yohá, en Oriente; Loki, en Escandinavia y la araña Anansi, en África; solo por citar algunos, pues la lista es muy larga. Este mentiroso, que se puede presentar bajo el aspecto de un hombre, un dios menor o un animal, es muy astuto y divertido, a veces brutal, y tiene la mente llena de diabluras. Su victoria siempre se produce a costa de los poderosos, los fuertes, los ambiciosos y los considerados listos. En nuestro patrimonio de cuentos tradicionales toma el aspecto de un estudiante que mendiga para conseguir un poco de comida, un asalariado pobre, la zorra que vence con sus astucias al lobo, el pretendiente tonto que consigue la mano de la princesa y muchos personajes más. 

En general, los cuentos, al contrario que otras historias como las leyendas o los mitos religiosos, no tienen ninguna pretensión de ser veraces, razón por la que no suelen dar detalles realistas (fechas o lugares concretos) respecto al tiempo y el espacio en el que transcurre la acción; así es como los personajes, también indeterminados o con nombres comunes, se sitúan en épocas remotas y lugares genéricos: un pueblo, una montaña, un bosque. Esta manera de enmarcar la anécdota les suele dar un carácter de mentiras poco engañadoras, sumado además a que siempre avisan: ahora que vamos despacio, vamos a contar mentiras, apunta con razón esta canción tradicional, pues la narración de cuentos casi siempre se produce en un momento lúdico y de reposo. Asimismo decir “te voy a contar un cuento” es como afirmar, “prepárate, ahí va mi mentira”, y el oyente lo sabe. Por último, para delimitar este tiempo que se desmarca del discurrir cotidiano, la narración oral tradicional establece un pequeño ritual que se expresa con fórmulas verbales de inicio y de cierre de la historia. El folklore recoge frases muy hermosas para introducirse en el relato, a modo de aviso imaginativo de todo lo que vendrá después, como esta de los hermanos Grimm: QEn tiempos remotos, en los que bastaba desear una cosa para que se cumpliera…" Y al acabar, para señalar el “hasta aquí ha llegado mi trola”, tampoco faltan palabras ritualizadas tales como nuestro sempiterno "colorín colorado". 

Muy posiblemente la necesidad de enmarcar la narración (como si fuera un paréntesis que surge con fuerza de la nada para tomar sentido y al poco volver de nuevo a la nada) sea el anhelo de cualquier ficción, habida cuenta de que a los humanos en la vida real esta circunstancia no nos ocurre nunca: nacemos in media res, es decir, en la mitad de una madeja de historias sociales, políticas y familiares que no hemos elegido, y nos vamos asimismo a la mitad, sin que hayamos llegado a comprender nuestra propia historia en toda su complejidad. Somos sus protagonistas, indudablemente, pero sin poder disfrutar de la “distancia” que ofrecen los relatos. Estamos demasiado implicados para ser objetivos, por eso en la ficción el narrador se resarce de esta falta de conclusiones y lo deja todo muy bien atado: desarrolla un compendio de acciones que discurren en un tiempo lineal y con un inicio y un final muy claros. Así han sido las historias orales desde antaño, así como también las escritas hasta la llegada de los movimientos de vanguardia del siglo pasado, que alteraron para siempre la noción del autor-dios omnisciente que teje y desteje a su antojo. Sea como fuere, la ficción evoluciona a la par que los humanos que la manejan y aunque adopta en ocasiones los más extraños formatos, en esencia continúa siendo una necesidad vital imprescindible. En palabras de Umberto Ecco:

Nunca renunciaremos a leer obras de ficción, porque en el mejor de los casos buscamos en ellas una fórmula que dote de sentido a nuestra vida. En el fondo, buscamos a lo largo de nuestra existencia una historia originaria, que nos diga por qué hemos nacido y vivido. A veces buscamos una historia cósmica, la historia del universo; otras, nuestra historia personal (la que contamos al confesor o al psicoanalista; la que escribimos en las páginas de un diario). Y otras aún esperamos que nuestra historia personal coincida con la del universo.

La vida “real” se presenta como una sucesión incesante de principios y finales, y tal vez esta sea la razón por la que nos atraen sobremanera los relatos que se detienen a explicar todo tipo de orígenes: de la humanidad, del cosmos, de las distintas plantas, de los animales, de los objetos, de todo, incluso de lo más nimio; así como apreciamos justamente los buenos desenlaces. Unos finales que como oyentes se anhelan cerrados (es difícil contar de viva voz un cuento que no tenga un final rotundo) y a poder ser felices, mientras que como lectores se admiten mejor los abiertos. Frank Kermode, en su ensayo El sentido de un final, asegura que los humanos padecemos una pulsión “apocalíptica” que nos aboca a imaginar todo tipo de conclusiones (basta reflexionar sobre cuántas veces se ha anunciado el fin del mundo, el fin de los libros, el fin de la civilización, el fin del teatro, el fin de la humanidad y, en fin, el fin de todo lo conocido) y que una consecuencia bastante extendida de esta inclinación “finalista” es creer que un gran final, a poder ser apoteósico, dejará el terreno preparado para un buen principio. Esta creencia, potencialmente peligrosa, ha llevado a la humanidad tanto a mitos del tipo “diluvio universal” como a desastres históricos tales como la “solución final” del nazismo. En fin, cuando las pulsiones mentirosas se entrometen en la realidad, se sacan los cuentos de contexto y empiezan a contarlos los dirigentes desalmados, las cosas no van bien para nadie. La Historia, por desgracia, está cargada de ejemplos.

La Imaginación engendra la Verdad de continuo. Jules Cashford

Pero volvamos de nuevo al aspecto luminoso de la mentira. Para hacer atractivo un discurso, aunque lo que se diga sea verdad, es necesaria e inevitable una cierta dosis de imaginación, pues las historias que ocurren en la vida real no suelen estar tan bien “organizadas” como las mentiras que llamamos cuentos. Estas transformaciones necesarias, y que el cuentista hace por instinto, son precisamente las claves con las que se construye cualquier discurso oral: exagerar, ordenar, oponer, repetir, embellecer, simplificar y concluir. 

Entonces, si se tiende a mentir incluso para narrar algo verdadero, ¿es posible contar la verdad con historias que no son ciertas? Por supuesto que sí: el arte lo hace siempre y en cualquiera de sus manifestaciones. El principio de toda creación artística comienza tomando el hipotético “como si” para lanzarlo lo más lejos posible y después observar qué es lo que pasa. Este supuesto obliga a imaginar algo diferente a lo conocido, sin que por ello haya negación de la realidad, sino más bien exploración de otras formas de ver; porque fingir ante uno mismo para dar con respuestas novedosas no es lo mismo que engañarse a sí mismo. ¿Son las representaciones de animales en las cuevas paleolíticas mentira? Por supuesto que no, el artista comprende que es imposible presentar la vida y verdad de esos animales, y que lo único que puede hacer es imaginarlos para así re-presentarlos, traerlos al presente como si estuvieran ahí, plasmándolos en la piedra. De modo que son, pero no son. No son, pero son. 

Esta poderosa dualidad es el cimiento mágico del arte, el cual lleva implícito, como acabamos de ver, una importante rendición: la imposibilidad de calcar la realidad. En efecto, a pesar de todos los intentos del narrador por ser veraz a la hora de contar una historia real, y por mucho que quiera reproducirla fielmente, con el solo hecho de contarla se verá obligado a interpretarla y representarla. Lo cierto es que la verdad de la realidad solo puede contarse con la imaginación. Es este precisamente, en palabras de José María Guelbenzu, "el único punto de coincidencia entre la verdad y la imaginación; la primera es inalcanzable y la segunda es el vehículo por el que transita la creación literaria". De modo que una historia verdadera no tiene por qué ser más creíble que una falsa, pues en términos artísticos la sinceridad de lo que se cuenta no es un elemento imprescindible. Si un poema “conmovedoramente sincero” es flojo en su realización técnica (rima ramplona, utilización de tópicos, metáforas gastadas), no conseguirá la complicidad de sus destinatarios, por mucho que se esfuerce el rapsoda. Por la misma razón, tampoco el protagonista real de una hazaña tiene por qué ser su mejor narrador, puesto que las claves para contar con maestría un relato -real o falso- son muchas: sentido de verdad, belleza formal, expresividad de voz y gesto; y no basta haber conocido de primera mano el hecho que se narra. Esta historia de Marco Denevi lo ilustra de modo muy bello:

En la corte de Alcinoo, rey de los feacios, un aedo de nombre Demódoco canta las hazañas de los griegos de Troya.
Los jóvenes escuchan. Cuando Demódoco termina su relato, comentan en voz alta:
   -Los versos, bien medidos.
   -Las metáforas, brillantes y vigorosas.
   -El lenguaje, adecuado a las situaciones.
   -Esto, en cuanto a la forma. Analicemos ahora el fondo.
   -Sobresaliente, a mi juicio, el retrato de Agamenón.
   -Gracioso el episodio de Tersites.
   -Inverosímil, en cambio, el ardid del caballo de madera.
   -La muerte de Patroclo me hizo llorar.
   -La sobrepasa en patetismo la de Héctor.
   -Pues, ¿y la lamentación final de Príamo?
Entre los oyentes hay un extranjero que permanece silencioso. Nadie sabe quién es. Es Ulises.
Y Ulises piensa: "¿Qué es lo que ha cantado Demódoco? ¿A qué Troya se ha referido, a qué griegos? No he reconocido a nadie. Aquellos sudores, aquellas lágrimas, aquellos olores, aquellas voces, aquel fuego, aquel dolor, aquel miedo, ¿dónde están? Ha balbuceado una estúpida parodia. Ahora sabrán estos jóvenes lo que fue Troya".
Ulises comienza a hablar. Pero en seguida el auditorio lo interrumpe de mal talante:
   -Cállate, extranjero. Y cesa de farfullar ese galimatías. Tu guerra de Troya se parece más a una riña de gallos que a una contienda entre héroes. Luego del divino canto de Demódoco, ¿pretendes tú emularlo con semejante ristra de disparates?

Demódoco, según la leyenda, era un narrador de historias ciego. Es larga la tradición que identifica a los bardos con la ceguera, bien sea esta literal o mítica. Desde una perspectiva simbólica, puede decirse que los narradores necesitan ser ciegos para poder ver en su interior lo que narran, con una profundidad más allá de las apariencias, precisamente para no ser engañados por ellas. Los poetas y cuentistas son personas que trabajan con esa verdad de las mentiras y que gracias a ello ven y cuentan su “otra” realidad, la invisible a los ojos, la auténtica. Los artistas dignos de respeto, ruiseñores míticos, no buscan el engaño y son precisamente sus sinceras mentiras, junto con la maestría en las técnicas artísticas que permiten hacerlas creíbles, las que impulsan el conocimiento de la naturaleza humana.

¿Qué es la verdad? La verdad es una mentira contada por Fernando Silva. Fernando cuenta con todo el cuerpo, y no solo con palabras, y puede convertirse en otra gente o en bicho volador o en lo que sea, y lo hace de tal manera que después uno escucha, pongamos por caso, al pájaro clarinero cantando en una rama, y uno piensa: Ese pájaro está imitando a Fernando cuando Fernando imita al pájaro clarinero.
Eduardo Galeano

Cualquier relato, por encima de las palabras que lo construyen e incluso de su propia anécdota, es en primer lugar una conmoción, una emoción compartida, y un eco. Para poder contar algo con convicción es necesario creerlo, aunque no haga falta que sea textualmente, sino más bien como reflejo de la imagen interior; de manera que lo que en definitiva se transmite no es otra cosa que su aroma, una esencia que sí tiene que ser auténtica y que solo es patrimonio del que lo cuenta. Eso es lo que se podría denominar el “sentido de verdad” del cuentista: poseer una cierta transparencia. Por supuesto, esta cualidad es un don, ya que no todo el mundo resulta igual de convincente, pero también algo que se puede potenciar. En definitiva, el narrador necesita tener tanto una visión interior como la facilidad para contagiarla. 

Sin embargo, en el acto de mentir no solo “juega” el emisor: también desde el principio del proceso existe una presencia imaginaria del destinatario del discurso. Al igual que el timador elabora una trola pensando en el tipo de personas que puedan caer en su red, asimismo el fingidor elige en base a su destinatario el lenguaje adecuado para ser creído. Para comprobarlo, basta observar las diferentes versiones que surgen al narrar un incidente personal, y cómo el narrador protagonista se pone en un ángulo diferente de la historia, a veces muy dispar, según se dirija a una persona de su entorno u otra. Sin lugar a dudas, el receptor condiciona el mensaje y cualquier historia es suficientemente flexible como para transformarse en eso que se quiere contar con ella. Dijo el cineasta François Truffaut que "todo encuadre es una elección moral". Estoy totalmente de acuerdo: solo después de esa elección inicial entran en juego las labores estéticas. El artista siempre elige el encuadre de su mentira, si bien es cierto que no siempre de manera consciente; de modo que cuanta más consciencia haya en sus decisiones, más posibilidades expresivas explorará. A propósito de las distintas formas de contar, y del ejercicio de libertad increíble que ello implica, recomiendo la lectura del libro de Raymond Queneau Ejercicios de estilo, una obra en la que un mismo incidente es contado y vuelto a contar como si el autor en cada “ejercicio” imaginara un tipo de destinatario diferente, lo cual produce en consecuencia “estilos” narrativos de lo más dispares. 

Pero el narrador oral no solo trabaja con un destinatario imaginado, también en el momento de contar acomoda su discurso a las personas reales que lo atienden y permite de buen grado que formen parte de su creación. Esta interacción originará un cierto grado de variaciones en su discurso, pues la comunicación que se genera con cada grupo de asistentes es única. Dice Jorge Luis Borges en “Alguien sueña” que ese alguien "ha soñado el espacio. Ha soñado la música, que puede prescindir del espacio. Ha soñado el arte de la palabra, aún más inexplicable que el de la música, porque incluye la música. Ha soñado una cuarta dimensión y la fauna singular que la habita". Imagino que esta cuarta dimensión de la que habla el poeta podría ser la realidad en la que se materializa cualquier imagen: el salto imprescindible que necesita dar el narrador desde el sueño -la intimidad en la que se genera su visión particular- hasta la situación comunicativa donde le esperan los demás para terminar de soñar el relato juntos. 

Para plasmar sus mundos imaginarios, la literatura se vale de las palabras escritas; sin embargo, el narrador oral es muy afortunado, pues dispone además de todos los recursos expresivos que emanan de su cuerpo: voz, gesto y manifestaciones anímicas. Frente a la continua necesidad de innovaciones que vive la literatura, el cuentista mantiene la repetición como madre de su ciencia, pues a nivel oral es necesario insistir para creerse la propia mentira y conseguir que se la crean otros. En palabras de Alberto Manguel, "la historia (según la frase cervantina hecha famosa por Borges) es la madre de la verdad; lo que contamos acaba por ser lo que creemos que realmente ha sucedido". Tantas veces se dice una mentira, que finalmente terminará por parecer cierta. (Esto es algo que saben muy bien quienes buscan derribar al contrario: “calumnia, que algo queda” dice tristemente el refrán; pues la difamación, y más si es reiterada, no se olvida fácilmente y produce un daño que nunca llega a ser reparado del todo.) 

La música, bien sea por medio de la canción o bien a través del ritmo que se materializa en los versos, también ha sido compañera fiel de los relatos orales desde la antigüedad, pues es el lenguaje preferido de los afectos. Y para concluir esta pequeña relación de grandes recursos de los que se vale el cuentista para convencer, diremos que a menudo suele “caer en la tentación” de contar en primera persona. También en esto se deja llevar por el instinto, pues está comprobado que las historias de vida tienen grandes posibilidades de ser atendidas: razón por la que en muchas tradiciones orales los cuentos suelan aderezarse con noticias cercanas, pero falsas. Por eso no es de extrañar que el cuentista pase del yo mentiroso a la invención de una falsa biografía con facilidad y sin escrúpulos, para mayor regocijo de sus oyentes. Es evidente que decir “había una vez un hombre…” no suena tan atractivo como “ayer, mi padre…”. O, pongamos por caso, mi abuela:

Mi abuela era un árbol 
cuya memoria se agitaba con el viento.
En las tardes me encantaba 
columpiarme en sus brazos 
y ver las cosas 
desde la increíble altura de su infancia, 
aunque a veces, 
presionada por mis preguntas, 
se la quebraban las ramas 
y, llorando, me dejaba en el suelo.

En este poema de Alberto Forcada se presenta una poderosa imagen narrada en primera persona. ¿Por qué lo cuenta de ese modo? No podemos saberlo, y tal vez no importa. Todo hecho creativo tiene su parte de misterio: el momento en el que la vivencia interior irrumpe con su forma particular de expresarse. Esa verdad, en la que una abuela puede ser un árbol, no es de este mundo y sin embargo el artista nos la trae, como por arte de magia, desde su imaginación. Aunque se puede decir que el yo poético miente, en tanto no se atiene a esta realidad que habitamos en la que las abuelas de ningún modo son árboles, de igual forma se podría decir que lo hace sinceramente, de lo contrario su imagen no nos habría conmovido. 

El honesto mentiroso es una colección de relatos, con apariencia de novela, de Rafik Schami en la que se hacen afirmaciones tan elogiosas del oficio de cuentista como esta: "sólo el mentiroso crea, contra todas las leyes de la naturaleza, algo nuevo a partir de la nada. Valiente como un dios, pone a sus criaturas en el mundo, y si realiza bien su trabajo éstas viven eternamente." Así pues, aquí está a mi juicio la mejor definición del narrador: un honesto mentiroso. Alguien con una necesidad imperiosa de adueñarse del tiempo y que puede acomodar ¡por una vez! el destino a sus anhelos y a los de quienes escuchan; alguien capaz de vivir lo no vivido y hacer real lo imaginado; que puede, en suma, ofrecer cualquier final apetecido, porque en el mundo del que viene, todo es posible. Y para conseguir tan imponentes propósitos, este honesto mentiroso solo cuenta con ¡la palabra que se lleva el viento! Algo en apariencia insignificante que sin embargo es, como dijo Georgias hace más de 2500 años, "una señora poderosa que, aunque tiene un cuerpo pequeño e invisible, realiza las obras más divinas: puede ahuyentar el temor, borrar el dolor, producir alegría y aumentar la compasión". 

Para acabar, quiero despedirme con un cuento tradicional cuyo protagonista, Nasrudín, está harto de prestar todos los días su burro al vecino. Ha decidido que esta mañana no lo hará, aunque sea preciso echar una mentira. De modo que cuando llega el vecino a pedirle el burro, Nasrudín se excusa diciendo que lo siente mucho, pero que alguien se le ha adelantado hace un momento y lo acaba de prestar. En ese instante, el burro, encerrado en la cuadra de la parte baja de la casa, empieza a rebuznar. Al oírlo, el pedigüeño se reafirma en su demanda, mientras Nasrudín niega la evidencia una y otra vez. Finalmente, frente a los rebuznos que no paran y la insistencia del vecino, Nasrudín exclama: “¡Ya basta! Entonces, ¿a quién vas a creer, al burro o a mí?”. 

Este es, en fin, el oficio del cuentista: negar la verdad de los rebuznos del burro -el destino humano, la enfermedad, la muerte irreparable- y proclamar contra todo pronóstico su imaginación y su mentira: 

¡El burro no está, tienes que creerme!

 

Estrella Ortiz

Cuentista 

 

Bibliografía
Los males menores. Luís Mateo Díez. Espasa, colección Austral 2001.
Historia del cuento tradicional. Juan José Prat Ferrer. Palabras del Candil 2014.
He leído que no mueren las almas. Anna Ajmátova. Literatura Random House 2018.
Morí por la belleza. Emily Dickinson. Literatura Random House 2017.
Antología rota. León Felipe. Cátedra 2008.
Sapiens. De animales a dioses. Yuhal Noah Harari. Debate 2015.
Cuentos populares del Mediterráneo. Edición de Ana C. Herreros. Siruela 2007.
Antropología de la mentira. Seudología II. Miguel Catalán. Verbum 2014.
El sentido de un final. Frank Kermode. Gedisa 2009.
La luna. Jules Cashford. Atalanta 2018.
Más allá del héroe. Allan B. Chinen. Kairós 1997.
El círculo de los mentirosos. Jean-Claude Carrière. Debolsillo 2010.
Breve historia de la mentira. María Bettetini. Cátedra 2002.
Seis paseos por los bosques narrativos. Umberto Ecco. Lumen 1996.
El libro de los abrazos. Eduardo Galeano. Siglo XXI 2017.
Ceremonias secretas. Marco Denevi, Alianza Editorial 1996.
Los conjurados. Jorge Luis Borges. Alianza Editorial 1985.
El honesto mentiroso. Rafik Schami. Siruela 1994.
Contar con la poesía. Estrella Ortiz. Palabras del Candil 2014.
Ejercicios de estilo, Raymond Queneau, Cátedra 1996. 
Columpios. Alberto forcada. Fondo de Cultura Económica 2006.
Las aventuras de Giufá en Sicilia. Romina Reitano. Prólogo de J. M. Pedrosa. Palabras del Candil 2010.