Vivimos tiempos extraños. Tiempos en los que parte de lo que hacemos y decimos en nuestra esfera pública es susceptible de ser censurado. Sobre todo si nuestra esfera pública va más allá de nuestra zona de confort, aquella en la que solo nos comunicamos con los que piensan y actúan como nosotros.

La palabra censura y su acción está a menudo en boca de muchos, los censores crecen, pues las herramientas de censura ya no pertenecen a unos pocos. Los ofendidos se multiplican, “ofendiditos”, tanto es así que raro será que tú, lector, no hayas usado o escuchado este término en los últimos tiempos. Internet y las redes sociales son los nuevos censores, mejor dicho, son las nuevas magistraturas desde las que ejercer la censura. Además de los balcones regios, los púlpitos o mimbares y las cátedras, la Red dicta la moral de nuestro tiempo. Una moral que lo abarca todo. Una censura que se adelanta al pensamiento y a la libertad de pensar. Y que por supuesto se introduce como un virus en el arte y la creación artística. La libertad de creación, la libertad de expresión son cuestionadas. Y no me estoy refiriendo solo a los artistas actuales, sino a la revisión y juicio que estamos haciendo de la Historia del Arte y sus obras. No es nada nuevo y quizá será mejor empezar por el principio.

En la República romana existía una figura magistrada que era el Censor. Se trataba de un cargo por el que a un ciudadano se le investía de las siguientes funciones: era responsable del censo, de algunas cuestiones relativas a las finanzas y de supervisar la moralidad pública. Otras magistraturas eran los pretores, cuestores o ediles con atribuciones de lo más variopintas, desde administrar justicia hasta organizar los juegos y vigilar los pesos y medidas en los mercados. 

El término censor nos ha dejado en nuestra lengua palabras como censo y censura. Dos términos ligados con las funciones del censor. Y si acudimos al diccionario de la RAE la palabra censura explica, entre sus acepciones, que se trata de un dictamen emitido sobre una obra. Si seguimos con el diccionario de la RAE, el término obra, en casi todas sus acepciones, habla de producto, bien sea un edificio, un libro, una escultura, una canción, o cualquier cosa hecha. Por tanto, en la definición de censura el dictamen se emite sobre algo hecho: un edificio, un libro, una escultura, una canción… La creación artística tiene como resultado en la mayor parte de las veces, a excepción del arte efímero -y también sería discutible pues en muchos casos nos quedan materiales gráficos de lo que fueron-, un objeto o cosa artística. 

Volvamos a la palabra censor y si acudimos, una vez más, al diccionario de la RAE nos encontramos con las siguientes acepciones:

censor, ra 
Del lat. censor, -ōris.
1. adj. Que censura. U. t. c. s.
2. m. y f. Persona a quien se encomienda la función de ejercitar la censura previa.
3. m. y f. En las academias y otras corporaciones, persona encargada principalmente de velar por la observancia de estatutos, reglamentos y acuerdos.
4. m. y f. Persona que es propensa a murmurar o criticar las acciones o cualidades de los demás.
5. m. Magistrado de la república romana, a cuyo cargo estaba formar el censo de la ciudad, velar sobre las costumbres de los ciudadanos y castigar con la pena debida a los viciosos.

La entrada número cinco hace referencia a lo explicado hasta ahora en este artículo, aunque introduce la idea de castigo y vicio. Muy interesante. Y las entradas uno y dos nos hablan de la acción y la persona. Obsérvese que en la segunda acepción se habla de “censura previa”, algo que no es baladí para el tema que nos ocupa y sobre lo que más adelante volveré. Las entradas tres y cuatro, igual de interesantes, las trataré también más adelante. 

Aclarada la palabra censura y sus raíces etimológicas e históricas ha llegado el momento de hablar de arte. ¿Qué es el Arte? Ante todo es una necesidad que tiene el ser humano de expresar y de comunicar. Y para ello recurre a recursos plásticos, escénicos, corporales, ligüísticos y sonoros. Y así, el ser humano expresa y plasma en una obra el mundo real o imaginado. Expresa y comunica ideas y emociones, siempre con un resultado final, un producto, una obra. Hasta el Renacimiento solo se consideraba arte aquello que hubiera salido de las artes liberales; la arquitectura, la pintura y la escultura eran artes serviles, se ejecutaban con las manos y por tanto eran artes manuales. Por tanto, si analizamos la Historia del Arte, no será hasta el Renacimiento que podamos hablar de Arte propiamente dicho. Aunque lógicamente hoy en día, nadie en su sano juicio dejaría de considerar cualquiera de los bustos de Nefertiti, o la Niké de Samotracia, el Coliseo, la catedral de Santiago de Compostela o Notre Dame de París como obras de arte, por citar algunas. De ahí que la historiografía tenga en cuenta esas Venus prehistóricas (con sus vulvas marcadas y esos senos abundantes) y los bisontes de Altamira como el principio del arte, Paleolítico Superior y Neolítico. Al menos así figura en muchos planes de estudio de nuestro país. 

Como citaba anteriormente el arte tiene como finalidad expresar y comunicar, pero también tiene una función estética. Para algunos es precisamente con el Renacimiento cuando esa función estética roba el protagonismo a las otras. Los nuevos mecenas ya no son solo la Iglesia y el Estado. A partir del siglo XVIII con la Ilustración y especialmente en el siglo XIX, el arte se alejó de los contenidos religiosos y del poder, abandonó la forma visual del Estado o de las creencias religiosas para dar mayor libertad a la creación libre del artista, enfrentándose incluso con las Academias. Y es que en un primer momento, en ese alejarse de lo establecido por la religión y la política, fueron las Academias las que marcaron la pauta de esa supuesta libertad. Pues si marcaban la pauta, la libertad no sería tanta, digo yo. Esto entroncaría directamente con la acepción número tres de la palabra censor. Las Academias a través de sus estatutos, concursos y acuerdos regulaban los temas y las técnicas. No es raro que algunos artistas como los Impresionistas abandonaran estos entes de poder. Y al verse excluidos de los canales oficiales, las exposiciones, organizaran sus propias exposiciones.

La mayor parte de la Historia del Arte ha estado marcada por el anonimato de los artistas, especialmente hasta el Renacimiento, y por los iconólogos, es decir, aquellos que pensaban la imagen, y que el artista, sin libertad, ejecutaba. Tengamos en cuenta que tras la desaparición del mundo clásico, de Grecia y Roma, llegaron –me estoy refiriendo a Occidente– los pueblos Germánicos, poco preocupados por la armonía y la belleza de los primeros o por la funcionalidad y estética de los segundos. Si a esto añadimos las querellas iconoclastas en Bizancio, la iconoclasia del Corán, y los programas iconográficos de la edad Media, más centrados en el mensaje espiritual que en la plástica, el resultado es un vacío en cuanto a la libertad creadora, y por tanto la ausencia de censura, al menos de forma explícita. 

Quizá una de las primeras y más famosas censuras de la Historia del Arte que sufrió un artista sea la del fresco de Miguel Ángel en la Capilla Sixtina. Cuenta Giorgio Vasari en su libro Las vidas de los más excelentes pintores, escultores y arquitectos (1568), que fue Biagio da Cesena, un maestro de ceremonias papal, el que más críticas realizó del fresco de El juicio final de Miguel Ángel. El fresco no había dejado indiferente a nadie por su grandiosidad, pero también por su elevado número de desnudos. Biagio se quejó encarnecidamente de esto con el Papa Paulo III y llegó a llamar al autor, y así lo recoge Vasari, “pintor de prostíbulos”. Es curioso que la crítica viniera del círculo papal y no del propio Papa. De hecho la orden de tapar los genitales de las figuras no vino de él, ni tan siquiera de su sucesor. Fue Paulo IV, diez años después, quien encomendó a Daniele da Volterra el citado cometido. No me resisto a no contar aquí que Miguel Ángel se vengó de Biagio da Cesana, pues a las puertas del infierno lo retrató como el rey Minos. En la restauración en la que eliminaron los paños de Volterra se encontraron con una estupenda sorpresa en los genitales del citado Minos. Búsquenlo, les arrancará una sonrisa. Tampoco me resisto a no comentar la reacción del Papa ante la venganza de Miguel Ángel, y es que cuando Biagio da Cesana recriminó a Paulo III lo ocurrido y le imploró que obligara al artista a eliminar su rostro, el Papa contestó: “Biagio, usted sabe que Dios me ha dado potestad sobre el cielo y la tierra, pero mi autoridad no se extiende al infierno. Ya que no puedo liberarle, deberá tener paciencia.” La anécdota la recoge Lodovico Domenechi en su obra Historia di detti et fatti notabili di diversi Principi et huomini privati moderni (1556) La anécdota habla por sí sola. Y reitera mi asombro porque la censura vino de Biagio y otro Papa, no del que encargó la obra.

La maja desnuda de Goya sufrió el olvido tras ser incautada a su propietario, Godoy. Y lo que es peor, la Inquisición mandó llamar a Goya a declarar sobre esta y la otra, la maja vestida, por considerarlas obscenas. Ambas pertenecían y se exhibían en el gabinete privado del valido de Carlos IV. Allí además se encontraban otras dos Venus, ese era el nombre original de las pinturas de Goya, atribuidas a Tiziano y la Venus frente al espejo de Velázquez. Tras ser incautadas pasaron a ser custodiadas por la Inqusición, Goya tuvo que declarar sobre ambas y desaparecieron hasta que pasó a la Academia y de allí al Museo del Prado en 1901, no siendo expuesta hasta 1910, casi un siglo después de haber sido realizada. Las obras no habían sido concebidas para ser expuestas en público y fueron censuradas a pesar de ello. Y ahora, ¿deberíamos descolgarlas también? La obscenidad por la que fueron censuradas sigue presente. Las pinturas no han mutado. Lo que han mutado son los ojos con los que miramos ambas obras. Y por el momento ahí seguirán, afortunadamente. 

Las Venus de Goya no están sino en la tradición más pura de la plástica renacentista del tema. De hecho, Goya como pintor de Cámara había tenido el privilegio de ver la Venus de Velázquez y de Tiziano. Y continúa con la estética, e introduce esa mirada al espectador. No va a ser el único. Años más tarde el Impresionismo y algún autor anterior también hará lo propio: La gran Odalisca, de Ingress, un encargo de la hermana de Napoleón que recibió críticas por la técnica, pues censurar al poder no era lo propio, y eso que Odalisca viene del turco Odalisk que sirve para denominar mujer de harén. Olympia, de Manet, claramente inspirada en la Venus de Urbino de Tiziano,  y que representaba a una prostituta en toda regla. Fue primero rechazada por la Academia y después duramente criticada en el Salón de los Rechazados. 

¿Qué tienen en común todas estas obras? El desnudo y la mirada que interpela al espectador y, por tanto, lo provoca. Y una vez más todo depende de la mirada, de nuestra mirada. Manet lo tenía clarísimo por eso insistió en la provocación. En su obra El baño, que ha pasado a la historia como Desayuno sobre la hierba, nos coloca a una mujer desnuda que nos mira. A pesar de que ella se encuentra en una conversación con dos hombres vestidos. La mujer en primer término nos vuelve a cuestionar, a sacar de nuestra zona de confort. El autor y el cuadro una vez más fueron censurados.

Esta censura de la que estoy hablando es una censura moral, y salvo el caso de Goya, donde intervino la Inquisición y por tanto estaríamos también ante una censura religiosa, el resto es la sociedad de la época y sus defensores quienes ejercen la censura. 

La Historia del Arte no ha estado ajena a la censura política y quizá, en este sentido, la que ejerció el régimen nazi sea una de las más famosas. En 1937, con Hitler y el NSDAP ya en el poder, se organiza y celebra en Múnich una exposición bajo el título de  Arte Degenerado. Se trata de una exposición propagandística del régimen. No en vano uno de sus artífices en Goebbles, entre otras cosas, ministro de propaganda nazi. La exposición se armó con obras que fueron cedidas, previa selección del régimen, por la mayor parte de los museos del país. Los directores de los museos pensaban que se trataba de una cesión temporal. Lo que probablemente muchos no sabían era que se estaba haciendo un expurgo en toda regla, se estaba limpiando los museos de aquello que no convenía que el pueblo viera, se estaba censurando previamente. Aquellas pinturas y esculturas, en su mayoría de finales del siglo XIX y del inicio de las Vanguardias, nunca volverían. Algunas fueron quemadas y en el mejor de los casos fueron vendidas y sirvieron para sufragar la guerra. Pero volvamos a la exposición de Múnich, que por cierto viajó por otras ciudades de Alemania y Austria. En la exposición se mostraban obras acompañadas de cartelas que indicaban, no la técnica o las dimensiones, como es habitual, sino el precio que las autoridades anteriores, la República de Weymar, había pagado por su adquisición. Precios que se tildaban de desorbitados y que servían para culpar a los gobiernos anteriores de haber dilapidado los fondos del Estado. Y de no haber tenido solvencia para hacer frente a la recesión de 1929. Sin embargo, esto no era lo peor, lo peor es que aquellas obras se agolpaban unas con otras en las paredes, sin espacio para que la obra pudiera respirar, colgadas torcidas, estaban enmarcadas con grafitis grotescos, y en las cartelas se incluían insultos hacia la obra y el artista. Se señalaba si este era judío o bolchevique, y se alentaba a la limpieza racial de este arte. Un arte degenerado que se alejaba de los ideales de pureza alemana, de la belleza clásica, aria. El artista puro hacía un arte puro con un canon de belleza tradicional, de raíz, de sangre. El artista moderno, degenerado, llegaba al absurdo, a la impureza y a hacer obras degeneradas.

Así fue como se censuró e impuso un arte ario. La obra de arte se convertía, una vez más, en la imagen visual del Estado. En las antípodas, pero con la misma función y por tanto coartando la libertad creadora, estaba el régimen soviético. El realismo soviético, el arte propagandístico y pragmático acabó con las vanguardias rusas, Malévich fue tildado de burgués, el cubismo, el impresionismo, etc., fueron desplazados por los dictados del régimen. No será hasta la muerte de Stalin que asistamos a cierta liberación de las artes. 

En esto de la censura política no hace falta irse muy atrás en el tiempo ni muy lejos en el espacio. Y en este sentido cabe destacar la famosa retirada de ARCO de la instalación fotográfica de Santiago Sierra, Presos políticos y la España contemporánea entre otras. 

A estas alturas del artículo y antes de pasar al final del mismo me gustaría llamar la atención sobre dos aspectos de la censura en la Historia del Arte que me parecen importantes. Ya dije antes que iba a hablar de la censura en las Bellas Artes, arquitectura, escultura y pintura. Y hasta el momento no he dicho nada en relación a la arquitectura. No existen casos de censura previa en relación a este arte. Al menos en el sentido más estricto de la palabra censura. Lo que hay son ejemplos de arquitecturas propagandísticas de ideales políticos como el Valle de los Caídos. O ejemplos en los que la Administración interviene sobre las licencias de construcción por motivos de calidad, seguridad, etc., rara vez por motivos estéticos. Aunque ejemplos hay, como el cambio de las farolas de la Puerta del Sol en Madrid en 1987. Los famosos “supositorios” que pusieran Antonio Riviére y Javier Ortega, los arquitectos cuyo proyecto ganó la reforma de la plaza, fueron sustituidos bajo el gobierno socialista de Juan Barranco debido al clamor popular. Las críticas y la mofa con los supositorios llevaron a la corporación socialista a cambiar aquellas farolas indirectas y modernas por unas neobarrocas. 

Y el otro aspecto sobre el que quisiera llamar la atención es sobre la ausencia de mujeres artistas en la historiografía del arte. Se trata de una censura más o menos deliberada. Y fruto no solo de una sociedad patriarcal que no pone en valor a estas mujeres, sino también del hecho de que a estas les estuviese negado o tuviesen un mayor problema para acceder a la enseñanza del arte y a los canales del mismo.

Para acabar y como decía al principio, vivimos tiempos extraños. Quizá la culpa de todo la tenga Marcel Duchamp y su famoso urinario. Porque el artista al hacer esto estaba elevando la idea de provocación de Goya, Ingres o Manet con el objeto artístico propiamente dicho. Si el arte provoca, descoloca. Nos descoloca en nuestros presupuestos religiosos, políticos y morales. Algo en nuestro interior se tambalea y en ocasiones nos convertimos en adalides de nuestra fe, nuestro ideal político o nuestra moral, que pensamos que son únicos y correctos, y es entonces cuando censuramos la obra y como censores murmuramos, criticamos (cuarta acepción de la RAE) e impedimos la provocación, y por tanto, la libre expresión artística. Mirar solo con nuestra mirada supone cercenar la posibilidad de la mirada diferente del otro. Y no tener en cuenta la mirada del artista y su época. Sirva como ejemplo la polémica de la exposición de Balthus en el Metropolitan de Nueva York, que vino en febrero de este año al Thyssen, en el que una mujer pidió la retirada del cuadro Thérèse soñando, por ser erótico. Lo dicho, la mirada. Llegó a obtener más de 11.000 firmas. No fue descolgado. Pero hizo el ruido suficiente para que la polémica acompañe a partir de ahora al cuadro y al artista. Lo que por otro lado nos lleva a si la censura no es una manera de perpetuar el tabú. 

Decía también al principio que las magistraturas han cambiado y que todos somos susceptibles de ocuparlas y ejercer la censura. Las redes sociales se prestan a ello. Cuando no se convierten en censoras previamente como el caso de Facebook y la obra de Courbet, El origen del mundo, que fue colgada por un usuario y eliminada su cuenta a las pocas horas. Está claro que las redes sociales no pueden ser altavoces de pornografía, pederastria, trata de personas o violencia. Pero el arte es el arte. Y si los algoritmos determinan que el arte es pornografía, violencia o cualquier otra cosa indeseable, habrá que enseñar a la máquina a discernir o cambiar los algoritmos. Quizá se necesiten  más humanistas en las redes sociales.

¿Dónde está el límite entre lo mostrable, lo decible, y lo no mostrable? ¿Debe haber un límite?

El censor, la censora, se aplica más en anticiparse a la reacción del público que en el discurso de la obra de arte. El objetivo no es la crítica sino aniquilar la posibilidad de que el discurso llegue al público y que este lo pueda juzgar. Lo pueda mirar.

Manuel Castaño

 

Este artículo se publicó en el Boletín n.º 74 de AEDA – Censura