“Cuando escucho, tengo ventaja. Cuando hablo, la tienen los demás” Proverbio árabe.

En el año 2009 recibí el encargo de participar como cuentista en el programa Mayores por el Medio Ambiente. Un programa de la Consejería de Medio Ambiente de la Junta de Andalucía que trabaja con personas de avanzada edad y su relación con el entorno del que forman parte.

Mi primera cuestión a resolver fue ¿qué les cuento a estas personas que tanto han vivido, tanto han experimentado, tanto han aprendido?

La respuesta vino sola, como traída por el viento. Les narraré precisamente aquello que han vivido, han experimentado y han aprendido… sus vivencias. Y para ello antes he de escucharles.

Afortunadamente no estaba solo en la tarea, el narrador Filiberto Chamorro compartía conmigo el encargo. Anduvimos por las ocho provincias andaluzas realizando el mismo juego:

1) Les invitábamos a hablar sobre sus recuerdos, sus memorias, en grupo. Incidiendo en las anécdotas y hechos llamativos de cada lugar. Mientras nos contaban historias y sucesos, una ilustradora realizaba unos dibujos en una mesa apartada de la misma sala. Basándose en lo que escuchaba.

2) Tras la escucha, la organización del evento invitaba a las personas mayores a un desayuno o merienda durante una media hora aproximadamente. Fili y yo teníamos esa media hora para componer un relato en el que se incluyeran, además, las imágenes de las ilustradoras.

3) A la vuelta del desayuno o merienda les narrábamos el cuento recién creado. Lo cual suponía una auténtica sorpresa para el grupo. Me conmocionó ver a estas personas tan emocionadas con el relato de sus vivencias. Aun estando envuelto con una gran manta de ficción, reconocían el relato como propio. Eran cuentos creados con la premura propia del juego, sin calidad artística adecuada y, aun así, fueron acogidos como tesoros orales.

3. Andrea Feria

Andre Feria, Puebla de Guzmán, Provincia de Huelva

Hasta entonces mi trayectoria de cuentista se había desarrollado fundamentalmente en escuelas y bibliotecas. Narrando cuentos populares (muchos sin saber que lo eran) y cuentos de autoría. Esta nueva experiencia desveló un camino nuevo para mí, estrechamente vinculado a la oralidad, el camino de la escucha.

Aquellos cuentos fueron cobijados en un libro editado por la Junta de Andalucía titulado “Cuentos de nuestro entorno”. A pesar del cariño en la edición y el precioso trabajo de las ilustradoras Alicia Herráez, Vanesa Moreno y Margarita Serrano, los textos escritos no llegaron nunca a reflejar la explosión de emociones que se sucedieron en cada uno de los encuentros en las ocho provincias andaluzas.

Volví a narrarlos en diversos encuentros autonómicos del mismo programa y a pesar de que el espectáculo se conformó con los textos más atractivos y con música en vivo, nunca llegó a igualar la maravilla del momento en que fueron creados, la complicidad con quienes nos contaron las historias de vida, la espontaneidad del instante. Ahí percibí la importancia del contexto del relato. Fuera de su contexto el relato perdía algo de fuerza. Y comenzó a interesarme muchísimo el contexto de los cuentos. El ambiente en el que se narraban. Y las personas más conocedoras de dichos contextos son precisamente las personas mayores. Sobre todo, aquellas que viven en un entorno rural. Y desde ahí, paso a paso, comenzó a alargarse mi camino de la escucha.

El maestro Antonio Machado nos recuerda “Caminante, no hay camino, se hace camino al andar”. Y el mío me llevó a vivir en la Sierra de Aracena y Picos de Aroche, concretamente en el llamado Valle Encantado de la localidad de Galaroza, a orillas del río Múrtiga, fuente de leyenda. 

Búsqueda en los pueblos

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Bartolomé Bar y Antonia Marín. Paymogo, Provincia de Huelva

Entre otros frutos de aquellas tierras busqué respuestas sobre mi profesión, más apegado al ámbito rural. Allí conocí a muchos de los personajes que había narrado en diferentes cuentos populares. Personajes de carne y hueso que dieron sentido a hechos que hasta entonces narraba porque simplemente aparecían en los libros de las bibliotecas. Sin embargo, en aquella sierra, con sus usos y costumbres ancestrales pude vivir el contexto del cuento. Rescato para esta ocasión un texto que escribí hace unos años y que me ayuda a ilustrar a qué me refiero con lo de “conocer el contexto”.

Me regalé un día andariego por los montes de Huelva. En un mes de Octubre cargado de castañas, bellotas, setas, arroyos y una gama de colores otoñales que alegran la vista y el alma (si es que tal cosa realmente existe). A media mañana, tras pasar por el pueblo de Santa Ana la Real, me hallaba cerca de una encrucijada de caminos donde debía decidir por cual continuar. Sin saber qué dirección era la acertada.
Apareció caminando frente a mí una anciana cargada con un hatillo de leña. Yo, que había oído por aquellas tierras decir “al que da los buenos días, leña de encina. Al que no saluda siquiera, leña de higuera”, decidí saludar. Ella me correspondió con una sonrisa y el correspondido buenos días, acompañado de la pregunta ¿A dónde va usted?

Cuando le respondí que a Jabugo me indicó el camino adecuado (de los tres, el de en medio) y me aconsejó visitar una fuente rica en hierro que se ubica por dicho camino.

-Pero hay otra fuente- me explicó- que esa es mejor para beber. Está allí- Señaló hacia el lado opuesto al que me dirigía- Es la fuente Cagancha. Allí se lavaban las moras a escondidas cuando bajaban del monte, para que nadie las viera. Bajaban por cuevas bajo tierra.
Así sin más, me entregó aquel regalo, aquella breve leyenda. Imagino que al ver mi cara de alegría añadió:

-¿Quiere usted que le lleve a la fuente?

Por supuesto, accedí. No permitió que le portara el hatillo de leña, el cual dejó en su casa.

Fue entonces cuando me contó que aquel monte tenía cuevas. Donde los moros ocultaron sus tesoros antes de ser expulsados. Me narró algunos acontecimientos ocurridos en el pueblo, durante su infancia, relacionados con hallazgos de objetos de oro (tinajas con monedas, cuadros con marcos valiosos…) tesoros que aparecían, enterrados o en los muros, al realizar reformas de casas centenarias.
Me contó también que escribía cuentos y que uno de ellos se hallaba expuesto en el tronco de un árbol en El Bosque de las Letras.

¡Cuentos en un bosque!
Ante tal anuncio, decidimos dejar la visita a la fuente para más tarde, pues yo deseaba conocer dicho bosque. Hicimos el recorrido hasta llegar a su cuento. Decía no ver bien las letras (yo pienso que se avergonzaba de no leer con soltura, pues más tarde me dio muestras de tener excelente vista) por ello, yo le leía los textos que nos íbamos encontrando. Así llegamos hasta el árbol de su cuento. A lo largo del recorrido, me fue mostrando algunas plantas medicinales que crecen a los lados del camino. Así fue como descubrí que estaba ante la curandera del pueblo, quien se dedica a vender remedios naturales. Cuando le comenté mi sospecha, me lo confirmó. A algunas de esas plantas les fue cortando las hojas y acabaron en mi mochila. Como regalo.

Su sabiduría sobre el entorno se ampliaba también hacia las piedras. Acabó también en mi mochila una piedra que, tras triturarla, es adecuada para fregar enseres de cocina. Otra de la que extraer lascas cortantes, otra que era escoria de una antigua mina de los moros… Todo esto lo compaginaba con narraciones de leyendas locales. Muchas de ellas relacionadas con el pasado árabe de la zona. A la par, nos deteníamos ante algún texto ubicado junto a un árbol para que yo se lo leyera. Así llegamos a un escondite de libros. Un lugar, en el monte, donde cualquiera puede coger y dejar un libro. Un pequeño compartimento excavado y protegido de la humedad. El paseo estaba resultando de lo más extraordinario.

Anduvimos cerca de una pedanía llamada La Presa. En ella, Amelia (así se llama esta mujer que en aquel entonces tenía 73 años) había vivido en su infancia terribles experiencias que no relataré aquí y que con el mayor cariño que pude, escuché atentamente. Debido al recuerdo de lo vivido me explicó que, al pasar por allí, necesitaba hacer sonar sus castañuelas. Que eso le ayudaba a controlar la mente. Para mi sorpresa, lo que extrajo de sus bolsillos no fueron unas castañuelas clásicas de madera, sino cuatro conchas marinas que hacía sonar de forma magistral. Percibí que, al acercarnos a la aldea, la intensidad del sonido de las castañuelas aumentaba. Y volvió a disminuir al alejarnos. Como si de un sortilegio protector se tratase y aquellas conchas fueran el objeto mágico del cuento.

Llegamos junto al río. Un lugar apartado del pueblo donde antaño se lavaban las tripas de los guarros antes de usarlas para hacer embutidos, pues en aquel lugar nacía un poderoso manantial. Me explicó que cada vez que visita dicho lugar canta unas canciones al campo. Yo era todo oídos y cantó. Al son de las castañuelas, en mitad del monte, rodeada de castaños, encinas, agua y cerdos… su voz sonaba con una sinceridad hermosa. El ritmo era el tradicional de una sevillana (palo de flamenco), pero la letra (me explicó) era suya. Una letra que hablaba del campo, del frío, de las estrellas…

Tras permanecer en el lugar escuchando varias de sus historias de vida, iniciamos el camino de vuelta. Pasamos por la esperada fuente de Cagancha. La cual estaba a escasos 500 m del pueblo ¡mientras que nuestro rodeo había durado más de dos horas!
No aceptó que la invitara a almorzar. Como insistí, me dijo- ¡Qué lástima! Además de pobre, también es usted tonto.

No aceptó que le pagara alguna de las plantas medicinales. Ni siquiera el tarro que me regaló de ungüento, de la planta llamada “contraveneno” y que siempre lleva encima por si le pica un alacrán.
Tan solo aceptó un papel con mi número de teléfono, por si algún día necesitara de mi ayuda.
Cuando le pregunté -¿Cómo puedo devolverle el regalo que hoy me ha hecho?
Me respondió. -Es usted quien me ha hecho el regalo. Ha escuchado lo que le he querido contar.

¡Toma ya! Así sin más me lo dijo. Como sacado de un libro.
Nos despedimos en la fuente de los tres caños, también de origen árabe y ubicada en el pueblo. Mi jornada andariega había comenzado al amanecer en otro pueblo, Galaroza, donde hay otra fuente llamada la de los doce caños.

Me pareció que todo el día había sido un escenario de cuento. Fuentes con doce y tres caños, números esenciales en la oratura. La anciana curandera que atiende al caminante. La encrucijada de caminos. Las ofrendas (ungüento, piedras útiles, plantas medicinales) los objetos mágicos (las conchas protectoras) y un puñado de leyendas.

¡Ah! Lo olvidaba. Me explicó un truco magnífico para saber el lugar en el que se esconde un tesoro enterrado- Cuando veas un olivo bravío, de los muy viejos, solo, en mitad del campo. Donde no haya otros olivos. Ahí hay un tesoro. Pues es una señal que dejaron los moros para reconocer el sitio.

Os lo cuento para aumentar vuestras posibilidades de hacer fortuna.

Hago saber todo este relato con el consentimiento de Amelia Martín. A quien he tenido el privilegio de visitar en varias ocasiones mientras vendía remedios en la sagrada peña de Alájar. Y si alguna persona incrédula dudara de sus habilidades, os diré que tiempo después (también caminando por el monte) conocí al antiguo médico de la localidad quien me confirmó la sabiduría de esa mujer.

Al salir del pueblo, aun me quedaba un largo trecho para llegar a mi destino. Temí que la noche me cayera en mitad del monte y me extraviara. Pero no fue así. Porque perderme no hubiera sido el final adecuado para esta historia. Cierta toda, de cabo a rabo.
Gracias a Amelia, a su generosidad y a mi apertura a lo que el camino me ofrecía, pude vivir y disfrutar del contexto. Aquel paisaje que acogía y generaba las historias que me narró.

Las personas mayores nos ayudan a adentrarnos en un contexto donde la narración de cuentos y leyendas forman (o formaban) parte de la cotidiana comunicación… si encuentran atención y entusiasmo en quienes les escuchan. Es una forma diferente y, a mi parecer, más enriquecedora en comparación a cuando lo hacemos acudiendo a los muy valiosos e indispensables libros de recopilaciones de cuentos (que poco o nada hablan del contexto). Sin embargo, creo que ambas formas se complementan.

Esta visión me llevó a realizar el juego de devolver el relato en diversos municipios de las provincias de Sevilla, Cádiz y Huelva. Donde aun se pueden encontrar historias asombrosas dignas de ser narradas por doquier. En todos los pueblos sacaba la misma conclusión, aquello que más complace a las personas mayores es ser escuchadas. Con cariño y respeto.

Un Andévalo de Cuentos

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El salto en la complejidad lo di con el indispensable apoyo de Diputación de Huelva al crear el Ciclo de Narración Oral “Un Andévalo de Cuentos”. En él, los relatos de vida escuchados son transformados en cuentos (con la ayuda del colectivo onubense Abracadabra) y entregados a cuentistas profesionales para que visiten los pueblos contando dichos cuentos. A pesar de la enorme dificultad de tal proeza, y de las muchas mejoras que aún quedan por acometer, la felicidad que percibo en las personas mayores en las sesiones de cuentos son un aliciente para seguir caminando haciendo camino.

Trabajar con las personas mayores nos ayuda a comprender la oralidad, su origen, su ritmo, su recorrido y sus fines. Desde la cuna del relato hasta su devolución. Cuidando su aportación también cuidamos la narración oral.

Animo a partir generosamente a escuchar a las personas mayores. Sin buscar la historia perfecta, solo escuchar. Todo lo demás, irá apareciendo en el camino.

Diego Magdaleno
Cuentista andariego desde hace más de dieciocho años.
“Lo que más me gusta de veras, es recorrer los pueblos pequeños narrando y escuchando historias. De esta forma, contado cuentos en plazas, escuelas, iglesias, cuevas, torres, mezquitas, autobuses… sigo haciendo más largo mi camino como narrado”. De ese caminar por pequeños pueblos nacieron el Festival de Narración Oral La Sierra Encuentada y el Ciclo de Narración Oral Un Andévalo de Cuentos.

Este artículo forma parte del Boletín nº. 77 - Personas mayores y narración oral, un camino de ida y vuelta