La antropología tiene mucho que ver con la narración oral. Los antropólogos pasan el tiempo recogiendo historias orales en campo, transcribiéndolas en sus etnografías, comparándolas en sus trabajos teóricos, e incluso haciendo cursos de storytelling para que el público lego deje de dormirse en las conferencias (1). Antaño les era más fácil encontrar estas historias: recorrían las selvas, mares y desiertos en busca de “pueblos primitivos”, por ende ágrafos y depositarios de una rica oralidad. Hoy la modernización de los pueblos tradicionales amenaza su clásico nicho de estudio, y aunque algunos perseveran en buscar “nativos verdaderos”, otros han decidido reinventarse, atendiendo a las franjas salobres donde se mezclan lo viejo y lo nuevo, surgiendo así antropólogos urbanos y antropólogos de la propia cultura, entre otros mutantes adaptados a la confusión postmoderna, y de paso confundiéndose ellos mismos con sociólogos y folcloristas. Así, mientras los antropólogos de la alteridad (2) lamentan el canto de cisne de los narradores tradicionales, los antropólogos del asfalto llaman la atención sobre nuevos fenómenos urbanos, como los resurgimientos de la narración oral en las ciudades, el giro narrativo de los años 80, o el boom del storytelling en los años 2010. Sea cual sea su asunto de interés, la mirada antropológica sigue siendo pertinente por muchas razones. En materia de oralidad, los estudios sobre culturas específicas nos recuerdan que en el mundo hay muchos tipos de narradores, muchos géneros de historias, e inumerables razones para contar y maneras de contar.
También nos hace notar que el poder de una historia oral para lograr un propósito concreto depende estrechamente del contexto social y cultural en que se cuenta, y de la capacidad del narrador/a para entender este contexto y usarlo a su favor. Por último, los trabajos teóricos fieles aún a la pregunta fundadora de la disciplina — ¿Qué es lo que realmente nos hace humanos?— , siguen sospechando que tras la inmensa diversidad de formas culturales, existen rasgos compartidos por todos los seres humanos, y el reto antropológico es descubrirlos. Entre ellos, esa asombrosa habilidad y debilidad nuestra por las historias, que nos ha hecho acreedores de un merecido apodo: Homo Narrans.
Personalmente, me cuesta reinventarme en el cemento, pues prefiero la intemperie. Muchos estudiamos antropología en busca de los mundos aparte del Mundo, y de pronto encontramos que el Mundo, como el lobo de Caperucita, nos ha tomado la delantera y se ha metido en la selva, con sus dólares, sus carreteras, su televisión de plasma y su wifi satelital. Y es que salir a campo es un baño de realismo. En los años 2000 viví en la Triple Frontera Brasil- Perú-Colombia, a orillas del Amazonas. Me gustaba visitar las maloca de Elías (3), jefe de una comunidad de indígenas uitoto en el lado colombiano. Se estaba a gusto en la penumbra acogedora de aquella maloca hembra, con sus suelo de tierra batida, sus cuatro columnas recias y el techo altísimo cubierto de hojas de caraná. La luz se colaba entre las tablas y dibujaba a los niños sentados en los bancos, a Liliana estrujando la yuca amarga, y a los vecinos que entraban para conversar un rato. Pero de pronto estallaba el estruendo del generador eléctrico y por la infame televisión entraban Pikachu, Los Tigres del Norte y la novia de Chuqui. Cuando al fin se acababa la gasolina, Elías se sentaba con sus paisanos en el mambeadero, se echaban en la boca una cucharada de mambe (4) y empezaban a discutir los asuntos de la comunidad entre nubes de polvo verde: las interminables obras de la carretera, las mil formas rocambolescas de conseguir dinero, las propuestas de ONGs, predicadores y concejales mercachifles: el Mundo en todo su esplendor. Solo cuando todos se marchaban a sus casas y se apagaba la luz eléctrica, se oía de nuevo el rumor de las chicharras. Entonces Elías le daba una calada al Piel Roja, cerraba los ojos y destapaba su inagotable pozo de historias. Si no estaba cansado o preocupado, podía pasarse horas recorriendo la historia amazónica, de las bonanzas del oro y la cocaína a la rebelión de Yarokamena contra los caucheros, hasta abismarse en los míticos tiempos de la Mujer de la Abundancia. Yo le escuchaba en silencio desde mi banquito de palosangre, con una mezcla de asombro y angustia. Asombro ante su fabulosa memoria y capacidad de palabra. Angustia de pensar que su ciencia y sus historias pudieran perderse. Pero allí estaba yo grabando muy seria, guardándolas para sus hijos y la posteridad. Y así fue que me di cuenta: ilusa, tú misma eres parte del Mundo, con tu grabadora, tus carrillos llenos de mambe prestado y tus preguntas idiotas.
Esa sensación de angustia es común en los etnógrafos de los pueblos en vias de modernización. Ya en los años 20 y 30, Franz Boas adiestraba a sus alumnos en el trabajo de campo, para rescatar las tradiciones orales de boca de los viejos, antes de que todos se murieran. Igual les pasaba a los folcloristas y otros estudiosos de cuño romántico que recorrían las aldeas rurales de sus propias sociedades. Así, en 1932, Walter Benjamin vaticinó la muerte de la narración tradicional en su clásico ensayo “The Storyteller”, por causa del éxodo rural y las nuevas tecnologías de comunicación. Aún en 1966, la maestra estadounidense Dewey Chambers decía que los docentes habían dejado de contar historias a los niños, pues ahora las servían enlatadas en discos de vinilo. Aquí y allá alrededor del mundo, las voces de los narradores tradicionales se iban apagando a medida que los países se subían al tren del “desarrollo” y aparecían en las aldeas los postes eléctricos, la radio y la televisión. Había que registrar las voces, los rostros y las historias de las especies en extinción — los griots africanos, los seanchaithe irlandeses, los maloqueros amazónicos…— para preservarlos en archivos y museos etnográficos. Para los antropólogos y folcloristas la angustia era doble, pues con el declive de sus objetos tradicionales de estudio se avecinaba la decadencia de sus propias disciplinas. Así, Lévi-Strauss diría en 1955, en el capítulo final de Tristes Trópicos, que ya no cabía hablar de Antropología, sino de Entropología, estudio del Caos.
La antropología experimentó otro golpe a finales de los años 60 y principios de los 70. Con los procesos de descolonización del llamado “Tercer Mundo”, surgen los enfoques postmodernistas, eminentemente críticos y anti-teóricos, que se derraman por las humanidades y las ciencias sociales y acusan a la antropología de colaborar con el colonialismo. Se pone así en entredicho la legitimidad de representar culturas ajenas, y se minan como quiméricas las aspiraciones de explicación universal para los fenómenos humanos. La disciplina se sumerge así durante décadas en un ejercicio de revisión autocrítica, dedicándose a “deconstruir” las categorías teóricas sospechosas de ser “esencialismos occidentales”, representaciones estereotipadas del “Otro”— El Oriental, El Indio, La Mujer…—, y a desenmascarar las “microfísicas del poder” que subyacen a todo quehacer científico. Esta crisis escéptica resultó útil en principio como ejercicio auto-reflexivo y de toma de conciencia moral, política y epistemológica, invitando a interesantes experimentos etnográficos, como la multivocalidad o la co-autoría de los informantes nativos. Sin embargo, pronto empezó a mermar la creatividad antropológica: los textos teóricos se llenaron de farragosos mea culpas y discusiones bizantinas en torno a cualquier concepto sospechoso. La crítica del universalismo de cuño racista cayó en el extremo opuesto: el particularismo culturalista y el relativismo radical, llegándose a negar la posibilidad de comparación transcultural y poniendo en entredicho la idea de una naturaleza humana compartida. En esta fase de demolición teórica y metodológica, y con un objeto de estudio cada vez más confuso, algunos antropólogos empiezan a reinventarse como antropólogos urbanos y antropólogos de la propia cultura.
No es casualidad que por las mismas fechas se produzca una aparente paradoja: al tiempo que languidecen los narradores tradicionales en las regiones rurales, empieza a resurgir la narración artística en las ciudades, de la mano de un nuevo linaje de narradores: los llamados “narradores urbanos” o “nuevos narradores”, entre otros de sus nombres. Aunque las fechas, lugares y causas de estos resurgimientos son objeto de debate, algunos encuentran su origen en los movimientos sociales e intelectuales de finales de los 60 y principios de los 70 como mayo del 68 , aunque autores como Marina Sanfilippo (2005) o Garzón Céspedes (2009) encuentren sus raíces décadas atrás, incluso en el siglo XIX, en actividades de animación a la lectura de las bibliotecas escandinavas como La Hora del Cuento, costumbre que se adoptó en Inglaterra y EEUU y de ahí se extendió por el resto de Europa y América Latina. Así, con la crítica a la cultura elitista y de consumo de masas, se empiezan a revalorizar las artes populares y por ende las tradiciones orales, formándose los primeros núcleos de narradores de resurgimiento en varios países europeos y americanos. Desde la antropología de nuevo cuño, Geneviève Calame Griaule publicó en 1998 su etnografía sobre Le Renouveau du Conte en Francia, pero el fenómeno ha llamado la atención de muchas otras disciplinas, hablándose de “reavivamiento” (Heywood 2001), “reinvención” (Garzón Céspedes), “resurgimiento” (Sobol 2004) y “renacimiento” (Sanfilippo 2005), Se han escrito así interesantes monografías y artículos sobre los resurgimientos en diversos lugares del mundo. Por orden de publicación y sin ánimo de exhaustividad: sobre el resurgimiento en Colombia (Riascos 1996); Estados Unidos (Hinton 2001); Reino Unido (Heywood 2001); España e Italia (Sanfilippo 2005); Singapur (Wee 2008); países de habla hispana (Garzón Céspedes 2009); España y Portugal (Correia Carmelo 2012); Cali (Bustamante & Rayo 2012); Quebec, Francia y Brasil (Martineau et al. 2015); India (Miller 2017), etc. En los años 2000 emergen en EEUU los Estudios de Narración Oral — Storytelling Studies—, cuyas bases se plantean en el número inaugural de Storytelling, Self and Society (2004), revista que en números sucesivos menciona los resurgimientos en varios artículos, analizando también su relación con la revitalización de las culturas locales, a consecuencia en parte del interés de los nuevos narradores por recuperar las tradiciones orales en los enclaves rurales. Por último, son especialmente interesantes por su inmediatez los testimonios de los `propios narradores protagonistas de estos movimientos, publicados en blogs personales y páginas web asociativas como la de AEDA.
El interés por la narrativa oral pronto desbordó el ámbito de las artes escénicas para explorar también sus posibilidades de aplicación práctica. En realidad, la narración de historias orales era ya un componente esencial de muchas profesiones en las sociedades urbanas. Abogados, políticos, profesores, sacerdotes, policías, guías turísticos, publicistas, terapeutas, sociólogos, antropólogos… usan las historias en su práctica cotidiana, y muchos otros profesionales se han especializados en la creación y divulgación de historias orales con fines artísticos o comunicativos: periodistas, dramaturgos, comediantes, cuentistas... Sin embargo, en los años 80 se produjo el llamado “giro narrativo” impulsado desde la psicología y las ciencias sociales, un interés teórico y práctico por la narrativa que fue permeando poco a poco un espectro cada vez más amplio de disciplinas y profesiones: la medicina, la homilética, la organización corporativa, la pedagogía, la ciencia cognitiva, la historiografía... Diversos autores han explicado este furor narrativo en el deseo de las ciencias sociales y las humanidades de recuperar la experiencia vivida frente a las abstracciones del conductismo (Bamberg 2001); en la explosión de corrientes psicológicas de autoayuda y desarrollo personal (Illouz 2008); en la desconfianza postmodernista en las grandes narrativas de la modernidad y su sustitución por las historias locales y personales, que no aspiran a la verdad absoluta sino a la mera verosimilitud (Lyotard), y en el márchamo de autenticidad que tienen las historias personales frente a la manipulación de los discursos políticos. Este fenómeno han sido muy estudiado por los sociólogos. Tanto, que en una revisión de artículos sobre sociología del storytelling de 2011, Francesca Polleta y su equipo identificaron más de 587 artículos fechados entre 1970 y 1990, y afirmaban que el número se había multiplicado por 10 en las dos décadas siguientes.
En los años 2010, estalla la fiebre de storytelling, un renovado interés por la narración aplicada impulsado por los publicistas y expertos en marketing. Se publican incontables libros comerciales, académicos y especializados por profesiones, amén de conferencias TED y notas de prensa que hablan del poder de las historias para toda clase de fines prácticos. Esta nueva fiebre narrativa en parte se produce a consecuencia del giro narrativo de los 80, y en parte `por los esfuerzos de los propios narradores profesionales en busca de nuevos nichos de empleo, especialmente en EEUU. Pero también en un énfasis neoliberal en el uso mercantil, psicológico y despolitizado de las narrativas personales, como señala la socióloga Suthana Fernandes, en un revelador trabajo de 2017 sobre los usos y abusos del storytelling (5).
En 2007, dentro de mi propio proceso de reinvención, revisé estas bonanzas narrativas en un pequeño trabajo de fin de grado sobre los usos contemporáneos de la narración oral (6), —aquí he resumido algunos fragmentos—, pues uno de mis temas de interés es precisamente el “poder de las historias”, las teorías en torno al mismo y los usos que la gente da a este poder para lograr toda clase de fines prácticos. Aquel breve ensayo de revisión literaria me ayudó a entender cómo la mirada antropológica —transcultural, comparativa, contextual — puede aportar aún su granito de arena en el estudio de fenómenos contemporáneos, pues al revisar la forma en que los autores del storytelling explicaban el “poder de las historias” en términos de factores puramente innatos y universales —genéticos, psicológicos y neurocientíficos—, vi que se obviaban los factores culturales que hacen que una historia funcione en determinado contexto y fracase en otro. La capacidad de una historia para lograr un fin determinado —sea hacer reír al público de una taberna, sea convencer a un juez en una sala de vistas—, no solo depende de lo que la historia cuenta, sino de quién la cuenta, y de cómo, dónde, cuando, para quién y contra quién la cuenta, entre otros factores simbólicos y sociales. Por eso un buen narrador siempre tiene algo de antropólogo.
La antropología y la narración oral tienen en fin mucho que ver, tanto que ambas han tenido que reinventarse, como se ha visto, para sobrevivir al cambio social y cultural. Sus mutaciones y resurgimientos permiten sospechar que ambas sobrevivirán de una manera u otra mientras seamos humanos. A la primera la ampara nuestra ubicua e irresistible debilidad por las historias, y a la segunda, ese impulso inevitable y fútil que nos invade de vez en cuando, y que consiste en mirarnos con perplejidad en el espejo para preguntarnos quienes somos.
Marian Colina
Este artículo forma parte del Boletín n.º 79 - Antropología y narración oral
Notas:
(1) Rodolfo Maggio así lo recomienda a sus colegas de profesión en su artículo “Anthropology of Storytelling and Storytelling of Anthropology” (Maggio 2014).
(2) Centrados en el estudio “del otro”, es decir, de culturas ajenas a la propia.
(3) Los nombres de este fragmento se han cambiado.
(4) Polvo de hoja de coca tostada mezclada con la ceniza de las hojas del yarumo como fuente de cal, utilizado por diversos pueblos amazónicos como estimulante de la palabra y el pensamiento.
(5) Curated Stories: Uses and Abuses of Storytelling.
(6) Aquí se puede leer en bruto: https://eprints.ucm.es/47128/1/TFG%20%20Maria%20Colino%20Antropolog%C3%ADa.pdf (la versión publicada bajo ISNN tiene defectos de edición).