María González

Me llamo María González aunque, por cosas del destino, mis amigos han acabado por conocerme como María Solomillo... aunque esa es otra historia...

Desde pequeñita siempre he tenido una relación muy intensa y estrecha con los libros: me gusta abrirlos, tocarlos, olerlos, poseerlos, leerlos y soñar con ellos desde que tengo uso de razón. Recuerdo por ejemplo cuando tenía 6 o 7 años e íbamos el sábado a comprar al supermercado en familia. Mientras mis padres llenaban el carro, yo me sentaba en el suelo en una esquina de la sección de libros a leer una historia tras otra.

Mi cumpleaños favorito fue aquel en que mis tíos se presentaron con un cargamento de libros naranjas del Barco de Vapor. En aquellos años yo tenía muy claro que quería ser escritora de cuentos cuando fuera mayor pero conforme fueron pasando los años me di cuenta que para mí era más satisfactorio y sencillo recibir historias que crearlas, la vocación fue otra y me hice maestra de infantil y madre de tres hijos. ¡Ahora tengo la excusa perfecta para poder asistir a todos los cuentacuentos y comprar todos los álbumes ilustrados del mundo!

Los cuentos en casa siempre han venido dentro de libros. Es cierto que mi madre nos contaba historias como una versión suavizada de "Las asaduras del muerto", pero podría decir que la primera vez que presencié un cuento narrado fue de manos (creo) de Juan Arjona en mi primer destino en un colegio. Nos contó sin palabras la historia de un mosquito molesto, que volaba alrededor de su cara y una historia de miedo que me dejó tan absorta y que me hizo abstraerme tanto que, en el momento del susto di tal brinco que el cuentero (para mi vergüenza) señaló: "Maestra, ¡que te caes de la silla!".

Después de aquella experiencia, no volví a tener contacto con la narración oral hasta que nació nuestra primera hija e hice tribu. Aunque apenas era un bebé, nos gustaba ir a las librerías cuando había alguna actividad para participar y hacernos con nuevos álbumes, si bien es cierto que mi primer contacto claro con la figura del narrador fue en otro colegio...

Recuerdo que en mi centro había un remanente en la biblioteca y pensamos que era buena idea llamar a alguien, así que pregunté a mis amigas sobre los cuenteros de Sevilla y así contacté con Alicia Bululú. Ciertamente, desconocía que la profesión de narrador es un oficio por derecho propio y pensé ir a una biblioteca pública donde contaba a ver qué tal lo hacía la chica antes de llamarla a contar a nuestro cole.

No tengo palabras para describir aquella experiencia... Recuerdo embeberme, abstraerme, vaciarme y llenarme de historias; recuerdo maravillarme de cómo todo estaba pensado y milimetrado, perfectamente trabajado tanto la entrada, la presentación como el hilo argumental; cómo hizo que mi mente evocara aquellos "Cuentos al amor de la lumbre" que mi tía la maestra nos regaló a todos los sobrinos, a aquellas canciones que de pequeña iban de la mano de juegos populares de comba, de teje y de palmas... Y lloré, tal como lloro ahora, por todo lo que me había regalado en una hora.

Después de aquella sesión que bien pudiera llamarse "iniciática", la narración oral se convirtió en un eje fundamental en mi vida, tanto escolar como familiar. Por suerte, pude asistir a varios talleres de narración oral en el Centro de Profesorado de mi ciudad en los que aprendí sobre el ritmo, la entonación, las pausas y el silencio... ¡mi admiración por la profesión de narrador oral creció exponencialmente! Ellos son capaces de leer las historias y hacerlas suyas, de acercarnos a culturas que probablemente no contactemos nunca, de pintarnos paisajes completos solo con sus palabras, de hacernos sentir amor y miedo a través de su voz.

Todo ello hizo que si antes en mi práctica docente yo utilizaba cuentos por su mero didactismo, empecé a desechar los cuentos que enseñaban moralinas y comencé a dejarme utilizar por ellos, eligiéndolos ahora por su calidad estética, viendo la narración como fin en sí mismo y abordando el cuento desde el placer del que cuenta y del que escucha. Eso ha supuesto un cambio radical en mi manera de ofertar historias a mi alumnado que desea y ansía la "hora del cuento", siendo capaces de prestar una escucha muchísimo más activa incluso los más pequeños, que se quedan ojipláticos durante la historia, aprenden a leer imágenes y sientan así las bases para la adquisición de la lectura... ¡hasta que llega el lobo y gritan alertando a Caperucita!

Como decía, no solo la asistencia a cuentos cambió la manera de concebir mi profesión, sino que se convirtió en nuestra actividad de ocio familiar por excelencia. Nos hicimos asiduos de las bibliotecas de mi ciudad y los pueblos cercanos e íbamos religiosamente a una o varias sesiones semanales. Y nunca fue un problema que mis hijos fueran demasiado pequeños e interrumpieran el cuento: bien los llevaba al otro extremo de la sala a observar los lomos de los cuentos, bien salía con el más chico o bien abría mi bolso y lo dejaba desparrar mis intimidades en forma de pañuelos, cartera, monedero, tarjetas y chicles. De esta manera, ellos se han ido haciendo devoradores de historias, se conocen por su nombre a los cuenteros de los alrededores y esperan sus relatos semana tras semana, participando en ellos con los ojos abiertos, la boca cerrada y las orejas preparadas. Lo que nunca hice (y siempre me asombró) es sacar el móvil y ponerles dibujos... extraña manera de aprender a vivir un cuento...

Una de las experiencias más llamativas que hemos tenido con la narración oral fue en la Sierra Encuentada, en Huelva. Para nosotros los que vivimos en el sur, es fascinante asistir al campo en primavera, cuando todo comienza a despertar y el sol empieza a calentar pero aún no quema. Las rutas, además, están escogidas con detalle para dar un agradable paseo, charlar con otros enamorados de los cuentos, compartir anécdotas, escuchar el riachuelo que baja, la colina que sube y, de repente, en medio del camino, hacer un alto para escuchar un cuento...¿se puede pedir nada mejor?

La primera sesión que vimos fue en una plaza de toros de un pueblito de la mano de Pep Bruno. Nosotros no sabíamos quién era pero tardamos poco en quedar hipnotizados... hasta que empezó a llover. Y Pep allí arriba, como un profesional, con una mesa llenita de álbumes ilustrados que se estaba poniendo como una sopa seguía contando como si tal cosa, mientras el público alucinaba y se horrorizaba a partes iguales. Al final no tuvimos más remedio que aceptar la evidencia en forma de tormenta y huir a una pequeña sala del centro cívico, si bien este espacio se convirtió en un auditorio privilegiado donde nos contó "La bruja rechinadientes" con tal lujo de detalles que aún genera pesadillas en mi hijo mediano.

Por la noche, nos jugamos a los chinos quién iba a verle contar cuentos para adultos y quién se quedaba con los niños y, para mi desgracia, ganó mi marido. "¿Qué tal ha estado?", le pregunté cuando llegó. "Bah, tampoco ha sido para tanto" me respondió guasón. Nunca he vuelto a jugarme un cuento.

Este fue nuestro primer cuento para adultos y, desde entonces, los planeamos con semanas de antelación: entradas compradas, niños con la abuela, selección de bares para después... Juntos disfrutamos mucho de estos relatos: conocemos historias de los pueblos de entonces, saboreamos la gastronomía de otros lugares y nos dejamos llevar por los olores de otras tierras y, cuando acaba el cuento, aplaudimos para despertar del sueño al que nos ha llevado la historia.

María González

Este artículo forma parte del Boletín n.º 87 - El público