Soy Michel, madrileño de nacimiento, manchego todos los veranos de mi infancia, logroñés de corazón y con 52 años a las espaldas los únicos recuerdos de historias son las de la guerra civil que me contaba mi abuelo Vicente. La palabra escuchada llegó a mí como suelen llegar muchas cosas importantes: por casualidad.
A mitad de los años 90, con dos hijas, Silvia y Lorena, de uno y cinco añitos, ya teníamos en casa un buen número de libros de cuentos que les leíamos y que incluso les escenificábamos. El ambiente cultural con el que nosotros teníamos contacto lo marcaban las niñas. Cerca de casa existía una cafetería llamada El Globo. En este lugar se programaba música en directo, actuaciones de magia, teatro de pequeño formato... y todo ello sobre un escenario chiquito, en un ambiente muy acogedor.
Una tarde, de vuelta a casa, vimos que se programaban cuentos, entramos a preguntar si sería apropiada la sesión para ir con las niñas, dijeron que sí y … y las historias entraron en nuestra vida, entraron en mi vida. Del Globo las palabras volaron a La Luna de la mano de Fran del Castillo, dueño durante muchísimos años de esta cafetería, emblemática para todo aquel que semana tras semana, temporada tras temporada estaba como yo dispuesto a escuchar historias de todo tipo. No existían las redes sociales y el inicio de cada temporada se publicitaba en el diario local, La Rioja, en la radio y en la propia cafetería, pero creo que cada uno de los asiduos casi sabíamos las fechas de comienzo de cada ciclo.
Creo recordar que, desde sus comienzos, la programación de las temporadas de la Luna corrían por cuenta de Carles García, desde luego muy apoyado por Fran del Castillo, y en aquellos primeros tiempos Iñaki Carretero también colaboraba programando a la vez en la casa de Cultura de Vitoria. Os cuento todo esto para poneros en antecedentes de lugares y personas sin las que yo no sería consciente de que las historias entran fundamentalmente por los oídos, pero te seducen hasta el alma. Aquellas sesiones en la Luna, con todos sentados en el suelo, en un ambiente cargado de humo, ahí estábamos semana tras semana mi ex, mis hijas y yo. Qué “malos padres” que éramos a ojos de otros padres porque los jueves las acostábamos muy tarde, y eso que en muchas ocasiones nos íbamos al finalizar la primera parte y por llevarlas a “ese tipo de cosas” (os aseguro que esa frase nos la llegaron a decir).
Pues gracias a ese ambiente, a esas historias que semana tras semana escuchábamos, se forjó en mis hijas un respeto y un saber escuchar, que otros muchos niños no desarrollaron.
Ayudó mucho que los narradores que visitaban la Luna no defraudaban. De los primeros narradores a los que escuché fueron los que jugaban en casa, con lo que ello conlleva: Carles García Domingo, con su particular modo de contar, que puede ser tan serio o tan divertido, pero siempre apasionante y adictivo; Fran del Castillo, que nunca se ha considerado narrador pero al que todos le pedíamos que nos contara una historia escrita por él y que no cuajaría en nadie más. Carles y Fran les pusieron a mis hijas el apelativo de las “críticas oficiales de la Luna”, porque como niñas que eran soltaban su opinión con total sinceridad. En los primeros años si se dormían era bueno porque al fin y al cabo esa función de los cuentos de ayudar a dormir a los niños siempre ha existido. Si permanecían despiertas es que se habían conseguido ganar su atención. Ellas protagonizaron algún momento complicadillo para los narradores, jajaja, sobre todo en alguna sesión picantilla.
En esas primeras temporadas escuche al mago Diego Calavia, con su voz, su presencia y su capacidad de embaucar; a Carles Pérez Aradros, entonces miembro de Birlibirloque, con sus creaciones, marionetas y música folclórica; a Pep Bruno, cuyas sesiones siempre son cortas, siempre quiero más y al que vi contar una historia mientras se comía una manzana, con la que acompasaba el tiempo de la historia; a Yoshi Hioki, del que aún recordamos el bote que dimos todos al asustarnos en una sesión; a Ana García Castellanos, a la cual en una de nuestras locuras nos fuimos a ver a La Flauta Mágica en Madrid, viaje de ida y vuelta; a Albo, Félix y Pablo que junto a Campanari protagonizaron momentos desternillantes; “Campa”, José Campanari y las cautivadoras historias de su Chacarita natal, contadas con ese deje tan fascinante; a Tim Bowley y Casilda Regueiro, Tim y Cas, sensacional su compenetración, él tan grande, ella tan expresiva; Paula Carballeira, una camaleón, dulce y salvaje a la vez según se quiera mostrar; Virginia Imaz que la primera vez que la vi vino acompañada por un chelista, qué bonita sesión, y la segunda la escuchamos contar historias de su abuela, rotunda.
La Luna propuso un curso de Narración, impartido por Carles, y de Expresión Corporal, impartido por Juan de Lucas de la compañía teatral Ultramarinos de Lucas. De ese curso guardo magníficos recuerdos como mi bautizo escénico, compartiendo con el gran José Mari Carrere que hace reír hasta a las piedras. En este curso me enteré de que en varios lugares de España se programaban festivales, como el de La Maratón de Cuentos de Guadalajara. En esa Maratón sentí que los cuentos son mucho más que palabras, son calle, decoración, exposiciones, espectáculo de calle, poesía, alboroto, charlas, ilustraciones, pueblos, gente, radio. Tuvimos la fortuna de alojarnos en un pueblo a trece kilómetros de Guadalajara, en Horche en una casa rural regentada por Pilar. Ni a dormir casi fuimos el primer año. Escuchar durante el día contar a tantas y tantas personas nos produjo mucha emoción y fascinación, pero al llegar la noche sentí deslumbramiento, hasta una batalla de cuentos escuchamos entre Domingo Chinchilla y creo que Campanari. Pasamos frío, sueño y cansancio, pero mereció la pena, tan pequeñas nuestras hijas y lo recuerdan con cariño. En una de las cafeterías frente al Palacio del Infantado se reunían varios narradores, a los que conocíamos de haberlos escuchado en La Luna. Ahí descubrí el aspecto humano, y que calienta tanto o más la palabra entre un grupo de personas, que un café caliente entre las manos.
A lo largo de estos años se han ido añadiendo a mis oídos muchas personas: Boniface, Edu, Numancia, Charo, Soledad, Victoria, Sandra, Silvia, Mercedes, Dorleta, Inés, Alicia, Ana, Héctor, Tania, Colectivo Légolas... y muchísimas historias. Siempre, desde que comencé a escucharles he intentado ser sincero conmigo ante la pregunta de si me ha gustado o no. He tenido la suerte de vivir el ambiente de La Luna, en la que creo se ha guardado siempre el respeto por la persona que venía a contar y, desde luego en muchas ocasiones yo sentí la magia, aunque en otras escuché solo una primera parte porque me estaba aburriendo. Pasaron unos años de sequía en los cuales no asistimos a las sesiones semanales y hoy en día, debido al confinamiento intento aprovechar las oportunidades que nos da la tecnología para escuchar a narradores de otros continentes. Escuchar a través del ordenador no es lo mismo, falta la mirada, falta el calor de la presencia pero también se disfrutan las historias.
Al hacer este pequeño ejercicio de memoria recordando a tantos conocidos me vienen tantos momentos bonitos, pero también me entristezco al acordarme de las personas que no están. Sus historias siempre nos acompañarán.
Para mí, los cuentos significan admiración porque detrás de cada uno de los narradores hay una carrera espectacular, y detrás de cada sesión hay muchas horas de trabajo. Cada narrador tiene una manera de comunicar sus historias a los demás, a esto contribuye como es cada uno, pero también se puede modificar.
Diego, al proponerme esa colaboración, me lanzaba la siguiente pregunta: ¿Qué es un narrador oral? Y anda que no tiene chicha la pregunta. Un narrador es un apasionado de la palabra y de las historias. Hace falta mucha capacidad de trabajo antes de exponerse ante el público. Detrás hay muchas horas dedicadas a lectura y/o a la recopilación y elección de historias, adecuación de esas historias a la manera particular de narrar. En esa manera de narrar intervienen entre otros aspectos la voz, la expresividad y la presencia. Elaborar una sesión es dar forma, en cierto modo compacta, a varios cuentos dependiendo de temática, edades, las reacciones que se pretende obtener... Y tras trabajarla hay que “venderla”, cada narrador tiene que crearse un circuito. Un narrador tiene trazas de psicólogo para poder reconducir una sesión que puede torcerse. Y al final también os obliga a tener un master en economía para hacer rentable esta bonita profesión. Pero ante todo un narrador es la persona que disfruta contando historias y es capaz de hacer disfrutar a los que le escuchan. Tan narrador es el abuelo, como el profesor, como el anciano del lugar, como el profesional. Además de la admiración que siento por los narradores para mí los cuentos significan amistad, la que tengo con algunos de ellos, y con personas con las que me he relacionado por esta afición; significan sentimiento porque opino que una historia no tiene que dejarte indiferente, tiene que hacerte sentir: diversión, entretenimiento, tristeza, terror, lo que sea, pero sentir; los cuentos también significan educación y respeto, el que le debemos a la persona que nos está contando y el que le debemos a los demás que escuchan; y significan familia porque han sido muchas horas viendo crecer a mis hijas escuchando esas historias.
Las palabras me producen sentimientos, y los narradores me transmiten sensaciones. Gracias por cada palabra que os he escuchado.
Michel Casanova
Este artículo forma parte del Boletín n.º87 - El público