Contar para bebés es cantar. Esta afirmación, que va más allá del estereotipo que nos sugiere la palabra canción, hace referencia a una emisión vocal más libre, pero entonada, medida y acompasada. Como apoyo para esta declaración tan rotunda, por fortuna he recordado a Steven Mithen, quien en su libro Los neandertales cantaban rap. Los orígenes de la música y el lenguaje dice lo siguiente:
“A los niños que aún no han adquirido la plena competencia lingüística —es decir, hasta los tres años, aproximadamente— les hablamos de un modo particular (…). Las características generales de esta lengua adaptada son bien conocidas: en general, el tono es más alto; hay más variación tonal; las vocales y las pausas suelen articularse exageradamente (hiperarticulación); las frases son más breves, y encontramos más repeticiones de las que hallamos en los enunciados dirigidos a adultos o niños mayores. Hablamos de esta forma porque los niños pequeños demuestran interés y sensibilidad por los ritmos y las melodías del habla, aun mucho antes de que sean capaces de entender el sentido de las palabras. En esencia, consiste en exagerar notoriamente los rasgos prosódicos (melódicos y rítmicos) inherentes al lenguaje hablado, de modo que nuestras oraciones adoptan una naturaleza explícitamente musical”.
La cita es extensa, pero creo que merece la pena. Sienta las bases sobre lo que puede ser el trabajo de narración oral dirigido a estas edades tempranas, y también ayuda a comprender el hecho de que no todas las personas que nos dedicamos profesionalmente a la narración oral tengamos esa “llamada” para contar a bebés. Tampoco debería sorprendernos, supongo que ocurre algo similar —por otras razones— con el público adolescente, para el que se necesita asimismo una capacidad y llamada personal que invite a ello.
Volviendo a nuestras criaturas, este tipo de lenguaje que de manera instintiva se utiliza para dirigirse a ellas es un lenguaje musical, sí, y por la misma razón, poético. Importa menos lo que se dice que cómo se dice. Desde luego que no podemos desplegar grandes argumentos: su mundo está creciendo, pero se reduce a su entorno cercano. Esto es así porque incluso su propio lenguaje también se encuentra en expansión, a la par que su mundo.
Tomemos por caso el cuento de “Los cinco lobitos”, un cuento mínimo que el instinto nos invita a contar para esta edad: lo primero que hacemos es tararearlo, entonarlo, cantarlo; y por supuesto, y esto también es muy importante, acompasarlo con un movimiento corporal, que en este caso se reduce a una rotación de muñeca de una de nuestras manos muy cerca de su campo visual. ¿La criatura sabe lo que es una loba, el concepto del número cinco, la escoba? Ni tan siquiera conoce la palabra “tetita”, aunque bien paladea lo que es el pecho materno.
Por tanto, he aquí otra característica fundamental que se encuentra en este tipo de lenguaje: todo nos entra por el cuerpo, es nuestro canal primero, el sensor infalible que nos dice lo importante, que nos cuenta si la persona que nos atiende está enamorada o no de nosotros, y si nos cuida con mimo o desapego.
De modo que cuando nos dirigimos a estas primeras edades, la atención está más en lo que se sugiere y lo que se siente por ambas partes (de sentimiento y de percepción, las dos cosas), que en los conceptos que se transmiten. Y esta “sugerencia” verbal, este sentimiento unido a la emisión de sonidos —más o menos articulados— pasa necesariamente por la percepción corporal. Ya dentro de la madre la criatura late y respira con ella, se revuelve con sus anhelos, se mece en ella. Y esa familiaridad creada en la cueva del vientre se exterioriza una vez ha ocurrido el nacimiento; y se recuerda y acrecienta con cada contacto, cada caricia, cada entonación. Por tanto este tipo de comunicación ocurre de manera instintiva, y son los estudios posteriores quienes verifican lo que ya como especie sabemos.
Es por ello por lo que las manifestaciones folklóricas de retahílas para bebés revisten una gran importancia. Inician en el lenguaje, por supuesto, pero no solamente; también en el amor por la existencia, en la comunicación más allá de las palabras, en el juego y en la risa.
Esta es la labor apasionante en la que estamos involucrados como cuentistas. En primer lugar, me parece importante hacer la distinción entre lo que podemos considerar un taller ¬—sesiones periódicas con el mismo grupo de bebés junto a sus familiares— y una sesión de narración oral, un momento único en el que contamos para un grupo-público que no conocemos. Esta distinción importa porque en la primera opción es posible “explicar” más, mientras que en la sesión única el contenido está enfocado hacia la realización de una intervención cerrada, sugerente y con una finalidad artística.
En ambos casos, como profesionales, existe una tarea divulgativa ineludible. O al menos pienso que debería existir, hoy más que nunca (mañana diremos lo mismo: hoy más que nunca). Esto es así porque el repertorio vivo de la tradición —el que circula de boca en boca de manera espontánea— marcha hacia el olvido a una velocidad pasmosa. Muchas son las razones, entre otras: un entorno ciudadano que no favorece la proximidad del bebé con familiares y vecinos, en la calle; una distancia física mayor entre nietos-as y abuelos-as; la supremacía en el entorno familiar de la comunicación por pantalla. Y no en menor medida, un abandono público de valoración hacia estas manifestaciones tradicionales.
A todo ello tenemos que sumar la escasez de publicaciones sobre el tema; ya que lo que se publica o bien entra en el ámbito de lo académico, o bien, cuando aparecen estas muestras folklóricas en un marco divulgativo, no se reseñan en su contexto, es decir, no se explica cómo ni en qué situaciones se realizan (o realizaban) los temas. Esto se observa en la totalidad de las recientes antologías poéticas en las que se incluye alguna retahíla tradicional: no se indica a su lado ninguna nota a propósito de su realización corporal. Y con ello se está produciendo una gran pérdida: el tema aparece únicamente como una muestra poética, pero por el camino se ha quedado olvidado el juego corporal que le daba sentido.
Frente a esta situación, que no quiere ser una queja sino una constatación de hechos, la labor de la narración oral tiene mucho que aportar. Está en nuestras manos y nuestras voces esta divulgación tan necesaria, que para nuestros propósitos se encuentra asentada sobre dos pilares imprescindibles: memoria y estudio. Es necesario hacer memoria de lo que nos contaron, lo que recordamos, lo que nos cuentan hoy en nuestro entorno cercano; en resumen, el inicio en esta actividad pasa por convertirnos en nuestros primeros informantes. Asimismo se necesita del estudio para ir un poco más allá de la propia memoria, de modo que se abra nuestra curiosidad hacia temas desconocidos u olvidados, para así poder contrastar versiones y poner en valor las que se consideren más apropiadas para nuestros propósitos.
Este trabajo inicial de toma de contacto y formación de repertorio es indispensable, pero nuestra labor como artistas va más allá. Me parece muy importante considerar que no somos únicamente transmisores, sino creadores. Por ello, una vez elegido un tema en concreto también se hace necesaria nuestra aportación personal en la forma de prepararlo, el modo de presentarlo, la complicidad escénica, la concepción global de lo que se está haciendo. Esta manera de plantear el trabajo nos obliga a una búsqueda constante, de ensayo y error, pero también de placer y conexión con la infancia y sus familias.
Termino este pequeño escrito con otra afirmación categórica. El trabajo de narración oral se reduce a una palabra: dar. La siguiente palabra, recibir, nos llega por añadidura. En el caso concreto de los bebés, acoger su respuesta resulta especialmente emocionante, pues son criaturas puras, sencillas, y su capacidad de disfrutar (aprendiendo) es infinita. Por fortuna, si estamos en esta disposición de escucha, tienen mucho para enseñarnos.
Este artículo forma parte del Boletín n.º 97 - Tradición oral en la primera infancia