El pasado mes de julio en Morella los amigos de AEDA me invitaron a reflexionar sobre la manera en la que me acerco al contar, sobre mi relación con el pasado y cómo este condiciona el proceso creativo, sobre el peso de la comunidad en lo que cuento. Si así planteado, en aquel momento, me pareció arrogante el pensar en mí, ahora que el compañero Estibi me encarga ponerlo negro sobre blanco me parece aún más arrogante.

Tres décadas en el oficio debieran haber dado más para pensar en lo que se ha hecho, y es un ejercicio al que no me gusta someterme, quizá porque como escuchador de viejas he creído siempre que no tenía más voz que la de otros, que la de las docenas de pastoras, carreteros, hilanderas, bordadoras, cesteras, herreros, molineras y contrabandistas que me dieron forma. Vamos a procurar que por un rato todas las voces mañaneras de la gallarada se me vayan juntando en un pensamiento, y si es que sirve para algo, lo entienda el lector como lo que es, la manera en la que Donguti va por ahí contando cuentos y en modo ninguno un intento de catequesis.

Contar, si me preguntaras ahora qué es contar te llevaría de la mano a casa de Anita, en Nuez de Aliste, una noche de esas infinitas de noviembre en que el sol se acuesta tan pronto, que la cena parece más una merienda temprana que el consuelo de la jornada de trabajo. Ellos, los de casa, y los vecinos, congregados alrededor de la lumbre en los escaños, banquillas, y taburetes apuran el plato de patatas cocidas, cortan el tocino con la navaja sobre el pan y remueven el caldero de las castañas asadas buscando esas últimas tostadas, tan gustosas. Corre la jarra de mano en mano, brillan los ojos del vino y los carrillos de la lumbre. La tarde ha sido buena para el recopilador,
las mayores cantaron romances, dieron detalles de todo, fueron desenterrando refranes, coplas, oficios, sucedidos. Ahora con el vino se “rememoria” lo “memoriado”, y aflora lo que por vergüenza o decoro estaba aún en el arca de los recuerdos, los cantares más irreverentes, los casos más escabrosos, las medias verdades y las malas intenciones, las murmuraciones que se pagaron en sangre. Es ahí, en medio de la bacanal de la memoria donde quien tiene “la gracia de los cuentos”, el don de la palabra, arranca, sin anuncios, sin levantar la voz, un gesto cierto de la mano, un asomar la cabeza al centro del corro, Anita, “dice que era una de aquí, de Nuez, que la decían Tomasa”. Todos en silencio, asienten, sonríen, se recuestan en los escaños, se dan señales, se relamen como si fuera a venir una tartera de guiso, y la historia de la bailadora y las brevas, tantas veces oída, durante generaciones, va iluminando las caras de los presentes, uno por uno. Eso es
cuando se cuenta con gracia y cuando quien escucha sabe las reglas, eso es cómo lo aprendí y eso es lo que llevo ya muchos años intentando repetir, aunque me falte la lumbre, las castañas, el escaño y quien sepa de generaciones, todos los cuentos. 

 

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Maruja Piñero contando en Robledo de Sanabria

 

Asumiendo, que es mucho asumir, que quien se dedica a esto de contar historias como oficio, tiene “la gracia de los cuentos”, paso a desgranar las virtudes y recursos que aprendí de Anita, las de Argimiro Crespo, Horacio Fernández, Dominica Lorenzo o Virginia Diebra entre otros muchos, tuvieron a la hora de contar y que pueden dar respuesta a eso tan repomposo que me mandan explicar del “proceso creativo”.

Lo primero es la historia, claro, el cuento, un número y una clave en los catálogos tipológicos, una versión de una sucesión inmemorial de versiones, que lleva probablemente siglos de boca en boca, que ha sido contada miles, millones de veces y se ha mantenido en la cadena de la oralidad. Con esta presentación, y a falta de nuestro filtro moral, y neomoral tan pacato y tan dañino, en mi opinión, para el oficio hoy en día, podemos suponer que la historia funciona, que vale para lo que fue inventada, para ser contada, para entretener, para asombrar, para llenar la cabeza de pájaros, para ocupar una noche de invierno.

A la historia, aquellos narradores con los que me crie le ponían todas las verdades que sabían, le ponían los nombres precisos de las gentes que las vivieron, sus linajes, los lugares precisos donde pasaban las cosas, las fuentes en las que bebieron, los puentes que cruzaron, los árboles de los que cortaron una rama y la voz exacta de un pájaro o una bestia; porque la verdad es al narrador lo que el sal a la comida, que sin él, quien coma, por más plato de oro que le pongan, se ve condenado a morir de pena. Estas verdades que arropan el engaño que es el cuento son difíciles de conseguir, a mí me llevan meses de afinar, de recorrer, de andar, de pasar los dedos por un mapa, de mirar a
las montañas y de saltar las piedras de un río. En mi caso sin las verdades de la geografía y los personajes soy incapaz de sujetar ninguna historia, y las veces en que la historia no me vino ya cuajada con sus geografías, he tenido que traerla a lo mío, a mi territorio, donde conozco, donde puedo hacer el engaño grande, levantarlo todo a base de verdades verdaderas.

A las verdades aquellas viejas y viejos míos le ponían además el conocimiento, de aquello que sin ser contado, es parte fundamental de la historia, así si la hilandera del lino tenía que mojar con saliva los dedos continuamente para el oficio, y escupir los tascos, los trozos de corteza del lino que se quedaban en la lengua al mojar el cabo de hilo, en un enredo que es cómico e impagable como recurso del narrador, la narradora maneja el gesto que era entendido sin más por los presentes. Así los pedales del telar que suben y bajan los lizos y el resbalar de la lanzadera sobre la urdimbre marcan el ritmo y el sonido de un romance de tejedoras. Son estos detalles los que engalanan la historia, y cuando los que escuchan saben, como sabían los que estaban en torno al fuego, de lo que se habla, el relato cobra sentido pleno. Cuando se cambia de la cocina al escenario hay que saber que esos conocimientos son los que hacen que el relato se entienda, en palabras
del maestro Celso Fernández Sanmartín “cuenta de lo que sepas, que si no no van a entenderte nada”.

WhatsApp Image 2024 02 14 at 21.24.33Carmen Ayaso "a Carreirana" en Ribeira

 

Cuando empecé a contar historias, cuentos populares en aquellos inicios, andaba enredado, por llegar al cuento desde el trabajo como recopilador de materiales etnográficos, enredado en las discusiones, por entonces muy en boga, entre los puristas y renovadores de la tradición, entre aquellos que intentaban ceñirse a lo aprendido y a lo escuchado y aquellos que usaban los materiales de la tradición como base para el desarrollo de otras cosas. Yo, por entonces, un integrista militante, procuraba pegarme todo lo que podía a las versiones originales de cada cuento, en la absoluta convicción de que poco más que desgraciarlos, podía hacer yo al meter las manos en aquellos tesoros que manejaba. Así empezaron la obsesión por el vocabulario, las hablas locales, los acentos, los conocimientos tradicionales y la geografía, de ser fiel hasta donde daban mis capacidades a lo que había escuchado de los maestros. El cuento popular, tiene
frente al romance, o a los cantares que recogíamos en el trabajo de campo, una variabilidad tremenda, los informantes adaptaban y cambiaban los textos en función de quien escuchara, de si contaban para que les grabases o en medio de una matanza o un
corro de mujeres, a veces se prodigaban en explicaciones y en detalles, en otras el cuento se trufaba de sucedidos, casos, experiencias personales. Así en aquellos primeros años fui componiendo mi primer repertorio, muy ceñido a lo que había escuchado y sobre todo muy ceñido a quien me lo había contado. Preparar un cuento, entonces, eran semanas si no meses conociendo al informante, conociendo su habla, su vida, el entorno en el que vivía, intentando poder reflejar en lo que contaba todo aquello que se iba pegando al cuento original y que eran los aderezos necesarios para que tomara sentido.

Con los años y la pérdida de todos aquellos maestros, y con la suerte que tengo de compartir vida y escenarios con Quico Cadaval y Celso Fernández fui siendo consciente de la importancia de la voz propia, y entré en el conflicto de cómo manejar la devoción por quienes me habían contado todo y el transmitir aquello a públicos cada vez más amplios y alejados de la cadena de la transmisión oral y del mundo tradicional. De contar en los pueblos en los que vivieron mis informantes, o en los lugares cercanos de mi tierra donde todo el mundo conoce los códigos y tiene los conocimientos, a contar en ciudades lejanas, en bares, en grandes teatros y festivales, a priori hay un abismo, al
menos para mi manera de contar pegado a lo que oí, y queriendo respetarlo.

Llegó entonces el momento de pensar en cómo hacer que me entendieran, en qué había que sacrificar de aquello que viví para que quienes me escucharan pisaran por aquel caminito que yo hice. La respuesta estaba, no podía ser de otra manera, en aquella casa de Anita
de Nuez de Aliste. Estaba en que las historias, por contadas mil veces funcionaban, estaba en tener la “gracia de los cuentos”, estaba en hacer del teatro cocina, en saber del mundo lo que los viejos sabían, en conservar su habla y su acento, y estaba en tratar al público como Anita trataba a los del corro, con la cercanía y el amor de saber que estamos compartiendo el plato de patatas cocidas y la jarra del vino, y funciona, ya lo creo que funciona.
Explico, más que reivindico mi manera de contar, como escribía al principio de esta reflexión no por catequizar, sino por poner en valor a aquellos que me contaron, también por si a alguno le fuera útil.
Hoy en día tenemos la suerte de contar con docenas de archivos digitales, con cientos de buenas recopilaciones de cuentos tradicionales maravillosamente transcritos, con amplios conocimientos sobre el mundo tradicional, la vida, la geografía, con acceso a viajar y a conocer los entornos en los que contaban los narradores, todo ello nos puede dar fabulosas herramientas para contar. El uso del cuento popular, del romance, de las historias de vida son un lujo para el narrador y su público, porque no hay mejor experiencia que la de ver, como en la cocina de Anita como las caras de quien escucha se iluminan en el recuerdo común.

También son, estos relatos tradicionales una herramienta fundamental en el trabajo con las comunidades en las que nacieron. La memoria colectiva es la mejor manera de conocer la tierra y sus pobladores, porque no se puede amar lo que se olvida, porque la tierra que se ama no se abandona, y porque en la miseria y grandeza de la vida y los conocimientos de los viejos están las herramientas para entendernos. En eso sí, en eso catequizo y sermoneo; trabajar con la memoria, atesorar y compartir el imaginario colectivo, saber de las vidas de los que nos dieron nombre es necesario, todo el trabajo que hoy se haga por mantener la herencia de una comunidad es resistir, es dar una oportunidad a que la comunidad y la tierra en la que se asienta sigan vivas.

 

Guti (Jose Luiz Gutiérrez García)

Este artículo forma parte del Boletín n.º 101 - Ecos de nuestra Jornada en Morella