Quizás fue la manera en que se arremangó la camisa. Tal vez el modo en que encendió la vela. Si no me hubiera tomado unas cervezas antes del encuentro probablemente aquello hubiera sucedido de otra forma. Yo estaba con la guardia baja. Cuando él comenzó me arrellané en el sofá y me entregué.
Así comienza esta historia, mi historia, con la autonarrativa y lo que voy a denominar a partir de ahora “relatos autorreferenciales”. Lo anterior pudiera parecer el inicio de un cuento erótico pero, lamento decepcionaros, no se trata de eso. Aunque no deja de ser una seducción, un cortejo, ese ritual que precede al hecho que nos reúne: contar y escuchar historias.
Cuando en aquel living (esto que os estoy contando sucedió en Buenos Aires, y al salón español le decimos ‘living’) el narrador José Campanari encendió una vela lo hizo con una cerilla, no con un mechero. Coincidiréis conmigo en que es mucho más convocante encender una vela con una cerilla que con un mechero. La posibilidad de que se te apague es mucho mayor, lo que añade suspense a la escena. A nivel sonoro, resulta más sugerente el deslizar de la cerilla que el raspado de la piedra del mechero. En cuanto al olor, no hay comparación entre el perfume del fósforo al lado de la emanación de gas del otro artilugio plástico. Si será eficaz el aroma de la cerilla que incluso sirve para eliminar el hedor del cuarto de baño. Probadlo.
En fin, Campanari encendió una vela, se sentó en un taburete, se arremangó la camisa (era de manga larga, de haber sido de manga corta le hubiera costado) y comenzó a hablar. Sus devaneos eran constantes, sus reflexiones absurdas, pero había algo en la puesta en escena, en su manera de contar, que me sedujo. Ya sé que no es la seducción el tema de este artículo, pero me resulta imposible hablar de la autonarrativa y separarla de la seducción. El caso es que Campanari comenzó a contar sobre él: sobre su barrio, Chacarita; su tío, el cantante de tangos con “larailas” incluidos; sobre la primera vez que visitó el pueblo de sus antepasados en Italia; hasta nos contó la historia de su nacimiento.
Había proximidad, cercanía. Más allá del fósforo y la vela, aunque todo suma, había algo en cómo lo contaba y en lo que contaba que nos condujo a un estado de escucha muy placentero, supongo que ese estado que han disfrutado los niños a los que sus abuelas sí les contaban historias. El estado de confianza en el que uno se abandona al otro. El clima de intimidad en el que nos sentimos únicos ante la otra persona.
Aquel hombre de un barrio de la ciudad de Buenos Aires vivía en Galicia, España. Yo, un chico de León, España, que vivía en la ciudad de Buenos Aires y comenzaba a contar historias. Campanari era un espejo. En su historia, en sus historias, yo veía la mía propia. ¿Será que los emigrantes tenemos una historia en común? Dice la narradora Sandra Rossi, otra argentina radicada en España, que “partir es partirse”. Quizás sea eso, y el modo que tenemos “los partidos” para juntar nuestras partes sea contando. Aunque, ahora que lo pienso, no hace falta partir para sentirse partido.
En cualquier caso, después de escuchar a Campanari tuve en claro que yo quería hacer eso. No eso mismo. Jamás encendería una vela. Y mucho menos con un fósforo. Soy muy torpe con las manos y prendería fuego el lugar. No contaría de Chacarita, sino de León. Del bar de mis padres, el Isla. De mi colegio, las Anejas. De mis viajes, de mi Argentina. De todas las historias que laten en ese universo, el mío, y todas las personas que lo habitan. Contaría desde el “yo”. Y mis partes, “yo-hijo”, “yo-nieto”, “yo-jugador de basket””, “yo-amigo”, “yo-pareja”, “yo-migrante” o mi actual “yo-padre”, acudirían al llamado unificador del relato para que mi hilo de voz los volviera a reunir, al menos mientras durara el relato, y al final me volviera a desmembrar.
Uno de los primeros relatos que armé lo compuse en base a una anécdota que me sucedió en mi primer viaje por Latinoamérica. Yo era un mochilero español con ínfulas progres que se cargó de culpa al comprobar los efectos que la conquista española había provocado en los pueblos originarios latinoamericanos (además de torpe con las manos, soy bastante culposo).
En lo alto de la cordillera peruana encontré a una mujer andina que, al conocer mi procedencia, se puso a llorar. Suponiendo el motivo, yo me disculpé por el dolor causado por mis compatriotas quinientos años atrás. Pero ella me dijo que no tenía nada que ver con eso. Lo que le pasaba es que su hijo vivía en España, en Madrid, y me preguntó si lo conocía. Esa es la anécdota.
Durante muchos años conté esa historia. Si lo hice, principalmente, es porque logré que ese relato entretuviera y emocionara al público. Esos son los requisitos mínimos que exijo a cualquier historia, ya sea autorreferencial, literaria o folklórica, cuando la cuento en un escenario. Si no los cumple, por muy bien que a mí me haga contarla, no es una historia para ser narrada escénicamente. El relato de la mujer andina emocionaba y entretenía. Pero, además, había algo en ese relato que necesitaba contar. La frase de aquella madre me redimía cada vez que la pronunciaba.
Se le sumaba, y esto es algo que me di cuenta mucho tiempo después, que las lágrimas de aquella madre eran también las lágrimas de la mía, a la que había dejado con el moco tendido en mi partida (mi madre es tan llorona como yo culposo).
Por si no fuera suficiente, el protagonista del relato, aquel “yo”, era el “yo” con el que deseaba presentarme ante el público: sensible, deseoso de ser aceptado en mi nuevo país, y con un punto de ingenuidad conmovedora por sentirse culpable de algo que ni de cerca era responsable. Encantador el muchacho. Creo que ya comenté que contar es un ejercicio permanente de seducción.
Para ser sincero, lo único que recordaba de la anécdota era la respuesta de aquella mujer y mi emoción. Había olvidado su imagen, el espacio donde fue nuestro encuentro, también la conversación completa. Todo eso lo tuve que reconstruir. Habrá quien diga que me lo inventé. Más que invención, prefiero llamarlo síntesis. La mujer que yo veo a día de hoy cuando cuento esta historia es una muy concreta: tiene el rostro cetrino, la piel ajada por el paso de los años y por la proximidad al sol; por uno de los surcos de la cara desciende una lágrima que se precipita al vacío siguiendo el mismo curso que sus dos trenzas hasta impactar con el suelo de cemento. No me la inventé. Esa mujer representa la síntesis de las muchas que conocí en aquel viaje.
De esta manera, ese recuerdo fragmentado, efímero, pasó a convertirse en un relato íntegro, que condensaba toda esa experiencia, que conté y revisité infinidad de veces. Y que con el paso del tiempo, dejé de hacerlo. Supongo que cumplió su función.
Hoy, diecisiete años después de aquel suceso, no me convoca de igual manera. Lo cuento muy de vez en cuando. Lo hago casi riéndome de mí. Estoy absuelto de los cargos que me autoimputé.
Creo que uno de los grandes desafíos de un narrador es que el relato sea tan vívido que al público no le quede más remedio que entrar en él, que nuestro “aquí y ahora” desaparezca y nos sumerjamos en el “allí y entonces” de la historia con tanta intensidad que se haga presente.
Lo podemos lograr con un cuento literario, folklórico o con un relato autorreferencial. En el caso de estos últimos, haber vivido algo no te garantiza que se vuelva vívido a la hora de contarlo. Dependerá de la destreza de quien lo cuenta. Pero si lo lograra, advierto que este tipo de historias tienen un potencial evocativo fortísimo para la persona que escucha.
Contar historias propias en base a recuerdos de vida, el acto de hacer memoria en público, compartir estas historias ante un grupo de personas supone, aun sin pretenderlo, una invitación a que el otro haga lo mismo.
Es en la simpleza de estos relatos, si bien no tiene nada de sencillo contarlos, donde el público rememora su propio barrio. Recuerda a su tío, aunque el mío no cantaba tangos con “larailas” incluidos sino que tenía su colección de vinilos esparcidos por el suelo de la habitación y una planta sembrada en el bidet. Evoca su propio viaje iniciático, a pesar de que el mío no fue a Italia a conocer la tierra de mis ancestros sino a Latinoamérica. O trae al presente el momento en que nació, por más que uno no se acuerde y necesite recurrir a la memoria de otros.
Cuando la función termina (si es Campanari, apaga la vela) hay personas que se acercan al narrador y le quieren contar eso tan parecido que le sucedió o lo distinto que era su tío en comparación con el suyo. Si la gente es más tímida y no se atreve a encarar al artista, será después en el bar de la esquina con el amigo que le acompañó, o con su pareja en la mesa familiar cuando rememore y cuente todo eso que le despertaron la historias que escuchó.
Entonces estaremos haciendo memoria. Y, aunque sólo sea durante ese momento, frente a la incertidumbre de lo que nos rodea, sabremos de dónde venimos, quiénes somos, y habrá un otro escuchándonos para reconocer que no sabemos hacia dónde vamos pero que, al menos, no estamos solos.
Adrián Yeste (España, desde Argentina)
Este artículo forma parte del Boletín n.º 103 - Narración y cuidados, coordinado por Diego Reinfeld