Entre otras cosas, soy narradora oral. Nunca quise serlo. De hecho, ni siquiera sabía que ese oficio existía. Me convertí en narradora por urgencia. Y como toda historia ocurre en un contexto, necesito contarte algo de mí y del momento en que todo comenzó.
Soy brasileña, psicóloga, curiosa y sensible. Con esas características llegué a la Patagonia chilena hace 18 años. La sensibilidad me hizo enamorarme de un joven sureño; la curiosidad me llevó a descubrir cómo se vive en un territorio de bellos paisajes y clima implacable, especialmente para quien viene de un rincón de Brasil donde siempre es verano.
Una mañana de otoño de 2010, trabajando como psicóloga en un equipo de salud rural, recibí el llamado de Don Luis. La encargada de la posta me avisó que él había solicitado una visita “con urgencia”. Cancelé la agenda y corrí a su casa. Tenía en mis manos su ficha clínica: 86 años, buena salud, sin antecedentes de salud mental. ¿Qué urgencia podía haber?
Don Luis me recibió con amabilidad. Sirvió mate en silencio. Le pregunté por qué me había llamado. Su respuesta fue una frase que jamás olvidaré: “Mire, ya tengo 86 años. Sé que me queda poco tiempo y no me quiero ir sin contar mi historia.”
No supe qué hacer. Su pedido no encajaba en ningún protocolo clínico. Viendo mi desconcierto, él mismo tomó la iniciativa: “Abre tu cuaderno y apunta”, dijo. Anoté palabras sueltas: su niñez en el norte de Chile, la juventud en el puerto de Valparaíso, el amor que lo llevó a la Patagonia, las hijas adultas, la viudez, la soledad inevitable del final. Me lo contaba emocionado, con brillo en la piel, como quien sabe que ha vivido una vida digna de ser recordada. Yo sabía que había más, una vida entera no cabe en una mañana. Le pregunté por qué quería contarme todo eso. Me miró con seriedad y dijo: “No quiero que la gente joven pierda tiempo con lo que no es importante.”
Ese fue mi llamado a la aventura, como diría Joseph Campbell. Un hombre sesenta años mayor que yo me mostraba que, al final, el bien más valioso que nos queda es nuestra propia historia. Pero también me reveló algo más profundo: mi trabajo como psicóloga debía ser abrir espacio a las historias, antes de que se disuelvan en el olvido.
En 2012, durante un viaje a Argentina, encontré la narración oral. Vi un afiche de un taller y asistí a la clase siguiente. Bastaron quince minutos de juegos narrativos para entender que allí estaba la segunda parte de la misión que don Luis me había entregado. Escuchar y resguardar las historias es fundamental, pero también lo es compartirlas. Porque hay un puente, un tejido que se construye con otros cuando contamos cuentos. Ya no quería ser solo guardadora de secretos en la clínica. Quería contribuir a construir puentes.
Aun así, me faltaba algo: ¿cómo escuchar de verdad? Mi formación en psicología me había entrenado para buscar lo patológico en los relatos. Don Luis me mostró, sin piedad, que siempre hay algo más que merece ser oído.
En 2014, de vuelta a Chile, descubrí la Terapia Narrativa. Pensé que sería solo una diplomatura para fortalecer mi escucha clínica, pero encontré mucho más. La Terapia Narrativa, desarrollada por Michael White y David Epston, parte de una idea poderosa: las personas organizan su experiencia en forma de relatos. Nadie puede hablar de sí, de su vida o del mundo sin hilar narrativas. Y esas narrativas no son neutras: tienen efectos sobre cómo vivimos.
Uno de los conceptos clave es la distinción entre historias dominantes e historias subordinadas. Las primeras se construyen a partir de eventos seleccionados, reforzados por discursos sociales, culturales o familiares. Lo que las confirma se integra; lo que las desafía, se minimiza o se descarta. Las historias subordinadas, en cambio, habitan los márgenes. Son fragmentos olvidados que contienen fortalezas, resistencias, posibilidades. La Terapia Narrativa busca darles voz, permitiendo que una vida se narre de manera más compleja y empoderadora.
La narración oral, como arte, tiene un lugar privilegiado en la comunidad. Un narrador o narradora puede llevar a un grupo hacia un imaginario compartido, con palabras que no solo transmiten tradición, sino que también la reinventan. Narrar implica una responsabilidad estética, pero también ética.
No abogo por endulzar cuentos ni cambiarles el final. Jamás. Se trata de narrar con consciencia. De entender que el narrador es también un sujeto situado —atravesado por género, raza, clase, historia— y que su voz no es neutral. Nunca lo será.
De la Terapia Narrativa, la narración oral puede aprender a mirar con atención las historias que refuerzan lo hegemónico y a abrir espacio a lo que suele silenciarse. Recuerdo una vez, escuchando a una narradora contar una leyenda. Dijo: “Él era indio, pero no era tonto.” Al confrontarla, me respondió: “Así está en el texto.” El texto era una edición de 1950. Ella prefirió proteger las palabras del autor antes que reconocer el poder que sus propias palabras tenían sobre la audiencia. El narrador siempre elige qué porción del imaginario alimentar.
Contar historias es un acto de cuidado colectivo. Podemos narrar para reforzar estereotipos, aumentar las distancias entre personas o repetir roles empobrecedores. Algunos lo hacen en nombre del humor. Pero pararse ante otros y usar el cuerpo para contar es una gran responsabilidad. El cuidado comunitario implica observar el mundo y hacerse cargo del lugar que uno ocupa en él.
¿Vale la pena reforzar narrativas de separación en un tiempo donde ya vivimos con miedo del vecino? ¿Es legítimo usar el estereotipo como recurso para la risa fácil? El cuidado comunitario en la narración dialoga con Paulo Freire, quien en Pedagogía del oprimido nos invita a crear las condiciones para que las personas desafíen las narrativas fatalistas y, así, puedan hacer historia.
Cuidar las historias es dar lugar tanto a los relatos conocidos como a los que aún están por contarse. Es ofrecer hilos que ayuden a otros a recordar que siempre hay algo más allá de la historia dominante. Y eso no es menor.
Don Luis tenía razón. Aunque gozaba de buena salud, su tiempo se estaba acabando. Nunca más lo volví a ver, pero su pedido marcó un antes y un después en mi manera de escuchar y contar. Me enseñó que cuando alguien te confía su historia, te está entregando algo sagrado. Que escuchar con respeto, contar con cuidado y compartir con consciencia es una forma profunda de amar y de cuidar. Entendí también que narrar no es solo arte ni entretenimiento: es una herramienta de dignificación, una forma de resistir al olvido y desafiar las narrativas que reducen la vida a lo que encaja en los márgenes del poder. Narrar es cuidar: de quienes cuentan, de quienes escuchan, de quienes aún no saben que su historia importa. Cada vez que tomo la palabra para contar, no estoy solo relatando un cuento: estoy abriendo un espacio para que otras voces respiren. Porque cuidar las historias —propias y ajenas— es, también, una manera de hacer justicia, de construir comunidad y de mantener viva la llama de lo que realmente importa.
Maíra Domundo, Brasil
Este Boletín n.º 103 – Narración y cuidados ha sido coordinado por Diego Reinfeld