La herramienta fundamental de un narrador oral es la voz, un instrumento frágil y moldeable. Pese a todo hay narradores que utilizan complementariamente el cuerpo y la gestualidad de manera admirable. Como otros utilizan las pausas y los silencios. Arriesgados silencios. Pero sin voz es muy difícil contar una historia, aunque haya virtuosos que echen mano de la mímica. Claro que a estos narradores habría que meterlos directamente en el cajón del teatro.
Voy a hacer algunas divagaciones sobre la voz de los narradores que han dejado una huella más profunda en mi memoria. Lo primero que habría que decir que la voz nos viene dada. Por supuesto que se la puede educar y moldear, pero no hasta el extremo de perder su naturalidad como hacen los tenores y las sopranos cuando cantan ópera; lo bueno es sacar rendimiento a la voz que cada uno tenemos, ahondar en sus potencialidades.
La primera gran narradora que recuerdo es mi abuela María. No se acostaba conmigo como hacía la de Quico Cadaval con él cuando era un niño. La voz de mi abuela era dulce y contundente, aunque algo chascada por los años; trataba de buscar apoyos en la literatura popular. Por eso había algo etéreo en sus narraciones salpicadas casi siempre de coplillas y refranes que amenizaban el guiso. Todo aquello daba a sus narraciones un aire popular, como si mi abuela fuera la mujer de Sancho Panza. En esa órbita cómplice se deslizaba discurso narrativo al que impregnaba de una ligerísima impostación.
El cuentista berciano Antonio Pereira fue un maestro en el manejo de la elipsis y las pausas. Como si fuera dueño del tiempo. Tenía una voz abacial, como él mismo dijera, es decir, una voz de abad de monasterio ligeramente cantarina, aunque en los últimos tiempos con abundancia de achaques y carrasperas que le obligaban a colocársela. En esas pausas buscaba la complicidad zumbona del público al que exigía cierta inteligencia para captar lo que callaba dejándolo suspendido en el aire. Esa era su gracia, decir sin decir. Y todo tocado por esa leve música de resonancias gallegas.
Podría hablar de otros grandes narradores: Luis Landero, Carlos Casares, Juan García Hortelano, Julio Llamazares, Quico Cadaval, Vitorio Gasman, voz sedosa y profunda, que embobara una tarde en Segovia a un amplísimo auditorio en una lengua, la italiana, que la mayoría no conocíamos. Era tan majestuoso que allí nos tuvo cautivos de aquella voz honda y meditativa capaz de removernos las entrañas. Y es que, en el fondo, como decía Pereira, lo primero que hay que pedir a un narrador es que tenga una historia que contar, es decir, una historia con la que el propio narrador se haya fundido por que proceda del hondón vital de su experiencia. O que habilidosamente nos lo haga creer. En esos casos la voz no es más que un mero instrumento para tocarnos el corazón porque lo que nos cuenta siempre nos conmueve. Que, en el fondo, ésa es la tarea, conmover al que escucha.
Este artículo se publicó con el Boletín n.º 8 de AEDA - Contar con música