Gran parte de lo que soy se lo debo a lo que he leído. No me cabe duda. No tengo reparo en decirlo y en hacerlo público. No podría, simplemente, mostrar mi persona como pura, impermeable o entera. Tiene cientos de poros por los que la novela, la poesía, los cuentos o los ensayos han ido calando.
Sería ridículo presentarme ante una audiencia y mostrar mis (pocos) conocimientos sobre modernidad líquida, sin citar a Bauman, apropiándome de su idea. O hablar de pedagogías libres, sin mencionar ni por asomo a Ivan Illich. O recitar “Y yo que me la llevé al río creyendo que era mozuela…” y sonreír al terminar, sin musitar si quiera el nombre de Federico García Lorca.
Igual de improbable y de disparatado me parece subir a un escenario, contar una gran historia y silenciar su autor.
Dentro de las fuentes que nutren las sesiones de los narradores, las historias de autor tienen un fuerte protagonismo. Estas nos llegan en formato papel, y desde ahí se instalan en nuestra cabeza y en nuestro cuerpo entero y, con suerte, piden a gritos ser contadas.
El proceso de transformación de la historia es complejo y bello, hasta que se vuelve oral y forma parte de nosotros. Pero no nos engañemos, aunque forme parte de nosotros, no es nuestra.
Cuando la contamos no podemos obviar a su autor. Él nos despertó la necesidad de compartirla, puso las palabras exactas que avivaron nuestro interés, cuadró una estructura del relato que nos sugirió una posible oralidad… el autor es el responsable de que esa historia viva hoy en nosotros.
Además de cuentista, soy público y, de hecho, tengo más experiencia en la platea que arriba del escenario. Como público no soy fácil de sorprender pero, hay relatos, que al escucharlos, a uno le vuelven a mover por dentro. Historias que te tienen el corazón apretado y sueltan lo justo para que las arterias puedan hacer su trabajo, otras en las que parece que todo el mar se haya metido tu cuerpo, con sus olas y sus cangrejos. Cuando una historia así aparece a uno solo le queda estremecerse y esperar con deseo el nombre del autor, para poder conocer más de su obra, para leer la materia prima de lo puesto en escena, para volver a emocionarse cada vez que abra el libro por la página 52. Pero en muchos, muchos, muchísimos casos ese nombre no aparece. Se crea un vacío, un silencio incómodo, como un clímax que no llega y el público podrá estallar en un aplauso, pero algunos nos hacemos pequeños en nuestra butaca.
Cuando este nombre no se dice, cuando el autor se desvanece, cuando me apropio de lo dicho, cabe preguntarse ¿por qué citar la fuente? O mejor todavía ¿por qué no citarla?
Se podría deber a un despiste, pero desgraciadamente el asunto está demasiado generalizado como para creer en esta hipótesis. También es cierto que puede romper el ritmo de nuestra contada, sobretodo si está narrada en primera persona, pero existen otros momentos. Cuando la sesión finaliza o, incluso, al presentarla. Quizá, sencillamente, no se le dé importancia. Pero si la historia está ahí, es porque para nosotros es importante y debemos situarla en el lugar que se merece, por ella y por el autor. Y solo se me ocurre un cuarto motivo: no desplazar el foco de la atención, recibir la luz del cañón y los aplausos de la audiencia, sin concesiones y sin repartos.
Sinceramente, y amparándome en el cuarto motivo, me da igual cuánto se le hinche el pecho a un narrador tras una contada. Lo más preocupante y, con lo que soy más crítico, es con el engaño al que se somete al público y la falta de decoro con nuestros compañeros autores. Por ética, por respeto, por debernos a la palabra, por lógica, siento que hay que citar la fuente.
En el caso de los cuentos tradicionales hay pequeños matices que lo diferencian ya que muchas historias nos pueden haber llegado de boca a oreja, sin conocer más fuente que esa (mencionable, no obstante). Pero la mayor parte de estos cuentos vuelven a llegarnos gracias al papel y al trabajo de recopiladores e informantes. No podemos ningunear esa labor minuciosa que suma esfuerzos para que la tradición oral se perpetúe y llegue a más gente (incluso a nosotros). No debemos.
Un último apunte sobre esta cuestión. Batallamos continuamente para que nuestros nombres aparezcan en los carteles que anuncian una contada y no dejen al público con la sensación de que una “sesión de cuentos” es igual haga quien la haga.
Sabemos de la importancia, de la exclusividad, de la identidad y del carácter propio de cada narrador, pero después no somos capaces de decir los nombres de los responsables primeros de nuestras historias. Historias que también tienen nombres propios. Como poco, paradójico.
En definitiva, que gran parte de lo que soy se lo debo a lo que he leído y no tengo reparo en hacerlo público, porque como alguien dijo (lástima no tener su nombre a mano) “es de bien nacidos, ser agradecidos”.