Esta misma semana lo decía. Los narradores somos infieles por naturaleza, incluso a nosotros mismos. Esta frase podría provocar el sonrojo de cualquier miembro puritano del ejército de salvación o incluso una excomunión colectiva del gremio de los narradores orales (término que ya de por sí suena pornográfico) por parte de la curia vaticana, pero vengan de donde vengan las amenazas, no me desdigo. Lo he comprobado en mis propias carnes, o, mejor dicho, en mis propios textos.

Está claro que escribir y contar historias de viva voz son dos ejercicios diferentes aunque, aparentemente, tengan en común idéntica materia prima, es decir, la palabra. Esto puede inducir a confusión. Si tanto escribir como contar historias se cimentan en lo mismo, parece lógico concluir que comparten estructura y maneras, vamos, que son el mismo perro con distinto rabo.

Sin embargo, no es así. Los códigos que rigen la palabra escrita no se corresponden con los que articulan la oralidad. Mientras la primera sólo se tiene a sí misma para crear el universo de un relato, la segunda se apoya en una serie de elementos denominados suprasegmentales que configuran y matizan el significado de lo narrado: el acento, la melodía, el tono, la entonación, las pausas, el ritmo, la velocidad de elocución, el timbre de la voz, a los que habría que añadir el gesto y el movimiento que, de alguna manera, construyen una escenografía inmaterial, pero perceptible en la que se desarrolla la historia.

Por eso, siempre he defendido que los narradores somos por naturaleza infieles a los textos. De hecho, éstos se convierten en un pretexto para crear algo nuevo, algo que, al margen del papel, habita el cuerpo, la voz, los silencios de la persona que narra y que, a través de la improvisación y gracias al público receptor, se nutre del instante en que es narrado.

Por tanto, ¿qué mayor infidelidad puede existir que el hecho de contar de viva voz tus propios textos escritos?

Resulta sorprendente. Al principio, intentas seguir las mismas coordenadas que dieron lugar al relato impreso (incluso publicado), y crees mantenerte en ellas a pesar del tiempo transcurrido sin revisarlo. Cuando años después agarras lo que habías escrito y lo cotejas con lo que cuentas, la sorpresa es mayúscula. Frente a la fosilización de la escritura, la oralidad se manifiesta como un terreno fértil en el que, de manera inconsciente, han brotado matices, situaciones, comentarios, significados nuevos. Aun siendo el mismo, el cuento se ha tornado otro. Y no lo siento extraño porque como cuentista he dejado que crezca a la par que yo. Pero ya sólo de lejos tiene que ver con aquello que escribí hace tiempo.

Y ahí, con el corazón dividido como en el mejor de los dramas, es donde surge la paradoja: si bien soy terriblemente infiel a la escritora que llevo dentro, me mantengo fiel, muy fiel a la cuentera.

 

Charo Pita