A mis alumnos de Habilidades comunicativas para profesores: 
 Eduardo, Isabel, Sara, Marta, María José y, en especial, Nelia, Leticia y Lola, 
por lo mucho que aprendí de las semanas que pasé en vuestra compañía 

Introducción 

Es un tópico ya bastante extendido que en España tenemos un problema con la comunicación oral. Hablar en público es uno de los mayores miedos de la población y es paradójico que, mientras la educación en comunicación oral no mejora ni se tiene demasiado en cuenta (pese a los esfuerzos para ello, pues los desarrollos de la LOMCE en las distintas comunidades autónomas incluyen un apartado de comunicación oral entre los cinco bloques de la asignatura de Lengua Castellana y Literatura), cada vez son más las ocasiones sociales en las que se impone hablar en público y en las que los no profesionales se ven expuestos a mostrar su inhabilidad al respecto. Para un padre orgulloso puede ser la mayor de las pesadillas que su hija le pida hablar en público el día de su boda, por ejemplo, pues sentirá que el fracaso es doble: porque tal vez no sabrá plasmar en un texto el amor por su hija y la emoción que siente en ese momento y porque seguramente pensará horrorizado que se las ha arreglado muy mal para hablar en público y que no ha sabido expresarse bien. 

Y es que en nuestro país lo oral está muy poco o nada valorado. Por ejemplo, apenas hay exámenes orales en los colegios, los institutos y las universidades –ni siquiera en la enseñanza de lenguas extranjeras– y determinadas herramientas que deberían ayudar en estos trances, como power point o prozy, se convierten en un arma de doble filo que entorpecen la comunicación y hacen que quien habla se limite en muchas ocasiones a leer lo que está escrito sin más, y no a valerse de la presentación como un apoyo de su discurso o como una manera de ejemplificar sus palabras con imágenes alusivas.

Además, a pesar de que en nuestro país ha florecido en los últimos años una excelente cantera de narradores orales que se dedican contar de forma profesional, esta actividad se asocia erróneamente al entretenimiento de los niños (y que, como todo lo que tiene que ver con la infancia, está injustamente infravalorado), lo cual es un error, porque su experiencia nos puede dar muchas claves a la hora de comunicarse con eficacia en cualquier faceta de la vida, y porque hoy en día, además, la narración ocupa un papel fundamental en nuestras vidas, aunque la mayoría de la gente no se dé cuenta. Estamos en una época en la que ha cobrado un gran protagonismo lo que en los países anglosajones llaman storytelling, que no es otra cosa que la narración aplicada a todos los ámbitos de la vida, como la educación, la política o la publicidad. Basta con recordar la cantidad de anuncios populares que se basan en la narración de una historia –a veces, con cierto abuso de sentimentalismo, como el último de la Lotería Nacional– para comprender el papel que desempeña la narración en nuestras vidas, y la eficacia de una buena narración para comunicarse día a día. Narrar, pues, sigue siendo una de las mejores maneras de transmitir información, y se trata de una actividad que se debe y se puede enseñar, y que requiere la adquisición de un oficio, como nos demuestran los profesionales de la narración. 

Siguiendo con esta idea, yo también voy a contar una historia, pues no es mi intención, pues, con este artículo ofrecer soluciones sobre la oralidad, sino más bien contar un testimonio sobre mi propia experiencia con la enseñanza de la lengua oral como profesor que lleva en activo casi veinte años y ha tenido la ocasión de enseñar en distintos niveles y países y hablar delante de auditorios de muy diverso tipo. Y, en un guiño a las bondades y enseñanzas de la oralidad, quiero ordenarlo de una manera clásica, porque después de tantos años de experimentos narrativos y de evolución literaria hay un tipo de estructura narrativa que es la mejor funciona en la comunicación oral, como nos muestran continuamente los narradores orales profesionales, y cuya efectividad ha quedado de sobra demostrada a lo largo del tiempo: introducción –que es donde estamos–, nudo y desenlace. En la lengua oral no caben demasiadas digresiones porque el que escucha se pierde por el camino, no caben demasiados desvíos, sino un camino recto, y ese es el que pretendo seguir aquí al relatar mis peripecias con la oralidad en tres pruebas (cómo no, tenían que ser tres, recogiendo otro tópico de la tradición oral) que espero resulten, cuando menos, iluminadoras e inspiradoras. 

 

Nudo 

Primer prueba 

Hay un libro sobre la enseñanza y la escuela que tiene gran interés por dos razones. En primer lugar, porque lo ha escrito una persona que durante muchos años ha ejercido como profesor en enseñanza secundaria. Y, en segundo lugar, porque esa persona es un magnífico escritor que, a pesar de ello, fue un mal alumno durante sus años escolares. Esto es llamativo y útil porque normalmente los testimonios de escritores que hablan de su amor por la literatura no son sino sermones para conversos. Quiero decir que es muy poco interesante que un escritor cuente que leía El Quijote a los ocho años y a Proust a los doce, pues esa experiencia no es extrapolable a la mayoría de la población, y es lo que se espera al fin y al cabo de una persona de letras. Para mí es mucho más interesante que te cuenten por qué no leían a edad temprana, que eran chicos normales y corrientes con otras inquietudes y gustos, y que a partir de un determinado momento empezaron a leer. 

El libro del que estoy hablando es Mal de escuela, de Daniel Pennac, una gran joya literaria y escolar que habla precisamente de sus años como mal estudiante y de sus años como esforzado profesor. Sin pretenderlo ni ser ese el fin principal del libro, este ofrece muchas recetas y actividades para poner en práctica en las aulas, y muchas de ellas tienen que ver con la oralidad o la enseñanza de la lengua oral. 

Yo, cuando daba clase en enseñanza secundaria, era también un profesor esforzado que nunca desconfió del potencial de los alumnos y que al final prefería fracasar intentando mejorar las cosas y hacer las cosas lo mejor posible que convertirme en uno de esos docentes rutinarios, aun a costa de mi salud y de mi energía, que muchas veces estuvieron al borde del agotamiento. Esto no quiere decir que acertara siempre, ni mucho menos: me equivoqué muchas veces, pero aun así no me arrepiento de haberlo intentado. 

La lectura de Mal de escuela me puso en contacto con una serie de maneras de actuar en clase que pensé que podrían ser fácilmente aplicables y que se podrían aprovechar. Una de ellas tenía que ver con la oralidad y resultaba particularmente atractiva porque aunaba la educación literaria con la memorización, la interpretación y la recitación, y la lectura expresiva. Consistía, grosso modo, en que los alumnos debían memorizar cada semana una poesía o un fragmento literario que luego se recitaría en clase, de tal manera que cada semana se aprendería uno nuevo y se irían acumulando a lo largo del curso, hasta que los estudiantes se supieran varios al final. 

Me dispuse, pues, a hacerlo en una clase de primer de ESO. Bien es verdad que quizás aquel grupo no era el más idóneo para ponerlo en práctica, porque con el paso de las semanas se reveló como un conjunto de alumnos muy poco cohesionado y con muchos problemas de convivencia, pero aun así lo intenté con mucha ilusión. 

Fue un rotundo fracaso, y no duró más que dos o tres semanas. De hecho, fue el primero de mis muchos fracasos con ese grupo, que ahora recuerdo con cierta pena, y de los cuales no fueron solo ellos responsables, por supuesto. Pero sería muy injusto si echara a los alumnos de aquel grupo toda la culpa de ese fracaso, fracaso al fin y al cabo aunque yo lo hiciera con la mejor intención. Creo que las causas eran fundamentalmente dos.  

En primer lugar, la propia falta de costumbre de los alumnos de realizar este tipo de actividades, que hacía que se las tomaran como una especie de broma que no servía para nada. Había, pues, en ello cierta contradicción, porque, de un lado, parecían valorar que un profesor se saliera de las rutinas para hacer algo diferente en la clase, pero, de otro lado, parecían incapaces de afrontar esa ruptura en las rutinas con cierta seriedad, y no dejaban de verlo como un juego que no contaba en la evaluación. Para ellos, lo serio era hacer ejercicios, y no intervenir en la clase. Tal vez nadie les había enseñado que se podían hacer las cosas de otra manera sin caer en el caos. 

 En segundo lugar, la otra causa del fracaso fue mi propia incapacidad para valorar (o evaluar, si nos ponemos más técnicos) la lengua oral. La duda estaba clara: ¿qué hay que evaluar en la lengua oral? Yo les proponía a mis alumnos que recitaran una poesía sin darles unas pautas previas, sin enseñarles lo que debían hacer para llevar a cabo dicha tarea, esperando que tal vez llegaran a saberlo por sí solos, sin tener en cuenta que también en esto los alumnos necesitaban unas instrucciones que yo, por muy buena voluntad que tuviera a la hora de aplicar la idea de Pennac, no sabía darles. Solo mucho más tarde supe ver el problema de mi total fracaso: el problema estaba en concebir la oralidad y la expresión oral como algo relacionado con la espontaneidad o la libertad continuada, con la libre expresión de cada uno, en verlo como algo que no se puede enseñar ni practicar ni mejorar, en una suerte de expresión del yo más íntimo en la que cuentan con ventaja quienes ya se desenvuelven bien y en la que salen perdiendo los tímidos. El problema estaba en que los alumnos necesitaban saber qué hacer, y en que yo, a pesar de toda mi buena voluntad, no se lo había dicho.  

 

Segunda prueba   

Una actividad muy extendida en los institutos de secundaria es aquella consiste en que un alumno hable en clase de un libro que haya leído e intente convencer a los demás de sus bondades. Es una tarea que ya está bastante viciada y que en general no resulta demasiado efectiva porque no suele conseguirse el propósito inicial de que los alumnos se animen a leer el libro presentado y porque bastantes veces el auditorio no es todo lo respetuoso que podría esperarse, aunque tenga la virtud de que sea una ocasión de practicar la expresión. 

Sin embargo, más allá de esas dificultades inherentes a dicha actividad, el problema para mí al encarar esta actividad seguía siendo cómo evaluarla. Es decir, cómo ser justo al evaluar la comunicación oral sin caer en el error de valorar solamente a aquellos alumnos que tenían facilidad de palabra frente a otros que eran tímidos o a los que los nervios les iban a jugar una mala pasada. La actividad, en cualquier caso, tenía marcadas unas pautas de evaluación por parte del departamento en que me encontraba, pero eran unas pautas que solo juzgaban el proceso a posteriori y que no les proporcionaban a los alumnos unas instrucciones claras y precisas de cómo debían encarar la práctica. 

Ahí me di cuenta de dos cosas que luego serían fundamentales a la hora de llevar a cabo esa práctica.

Por un lado, que los alumnos debían tener un esquema claro de aquello que debían hacer, de las partes que debía tener una exposición oral, de lo que debían y no debían hacer (por ejemplo, podían tener una hoja-esquema de apoyo para hablar, pero no estaba permitido leer, ni tampoco usar una presentación en power point), de por dónde debían empezar y terminar. En realidad, estaba aplicando esquemas muy antiguos que remitían en último extremo a la retórica clásica, pues solo les estaba pidiendo que sus exposiciones tuvieran un exordio, una conclusión, un orden claro de los contenidos durante el proceso, etc. Nada nuevo, desde luego; pero lo que ocurría es que probablemente nadie hasta entonces les había explicado que era así como había que hacerlo, nadie se lo había indicado, y hasta entonces probablemente aquellos alumnos habían encarado sus exposiciones orales de una manera más bien espontánea y sin preparación. A los alumnos lo que hay que hacer es explicarles las cosas, decirles muy claro qué es lo que esperas de ellos y qué es lo que tienen que hacer, porque solo de esa forma se alcanzarán los resultados que se esperan de ellos y solo así podrás valorarlos en igualdad de condiciones: a partir de ello aparecerán las diferencias en cada alumno, porque cada alumno es distinto y sus capacidades y habilidades lo son también, pero al menos el punto de partida debe ser el mismo para todos para que la calificación sea más justa. Esto es algo también bastante obvio y nada novedoso, pero a lo que uno llega después de haber realizado el experimento y de haberlo puesto en práctica. 

Por otro lado, que los alumnos deben tener siempre un ejemplo de aquello que se debe hacer, porque el aprendizaje se produce generalmente por imitación o inspiración, observando a aquellos que saben hacer lo que tú debes hacer –razón de más, dicho sea de paso, para abrir las aulas con mayor frecuencia a los narradores profesionales–. Por eso, no había que dejar que los alumnos se lanzaran sin más a exponer en clase, sino que antes yo mismo tenía que demostrarles cómo tenían que hacerlo, de manera clara y sin ambigüedades. Un buen profesor no es, a mi juicio, aquel que se dedica a exponer contenidos y actividades con ambigüedad, de manera que luego vaya a pillar a los alumnos, sino aquel que deja muy claro lo que estos deben hacer, lo que espera de ellos, lo que quiere de ellos, con el fin de estos sepan por dónde ir. De nada sirve caminar a ciegas: hay que saber dónde se va, porque, si no, no se llegará a ningún sitio y solo nos perderemos. 

El resultado, en este caso, fue positivo y esperanzador. Bien es cierto que era un curso mejor, el ambiente era bueno, y mi relación con ellos también, pero eso no es suficiente para que algo así funcione, y en este caso lo hizo, hasta con aquellos alumnos más tímidos y más reticentes en principio a hablar en público. Bien es cierto que un procedimiento así no puede eliminar las diferencias entre unos alumnos y otros, y, en este sentido, todavía recuerdo a un alumno muy suelto y desacomplejado, que exponía a la clase con la relajación de quien está sentado en el salón de su casa, pero sin por ello rebajar el nivel de discurso que correspondía a una situación así, y a otro para el que la exposición oral era un trance horrible que estaba deseando quitarse de encima cuanto antes, aunque no por ello lo hizo garrafalmente mal. 

Con ese mismo curso hice lo mismo con la expresión escrita. Lejos de dar por hecho que tenían que saber escribir, empecé con ellos desde el principio, es decir, les expliqué cómo había que comenzar a escribir, las partes que debía tener un comentario de texto, una narración, y texto expositivo, etc. Y conseguí lo mismo. Algunos alumnos lo hacían peor porque su expresión escrita era peor, pero aquellos que siempre habían tenido problemas para escribir al menos contaban con un asidero al que agarrarse, con una barandilla a la que sujetarse al iniciar el penoso y vertiginoso ascenso por la escalera empinada y tortuosa que puede suponer llenar con un mínimo de palabras un folio en blanco. 

Al final, con estos procedimientos quedó demostrado ente que a veces para la creatividad no hay mayor obstáculo que la libertad. Me explico: la existencia de ciertas pautas e instrucciones no sirven para coartar la libertad creativa, sino al contrario, para estimularlas. Además, ¿es posible evaluar la imaginación? ¿Qué ocurre con aquellas personas que no tienen imaginación? ¿Es culpa suya? ¿Estamos creando pequeños escritores y oradores de fuste, o simplemente personas que se desenvuelvan bien a la hora de hablar y de escribir?  

La conclusión, después de esta experiencia y la anterior, estaba clara: hay que esculpir el hablar, hay que esculpir la lengua. Nadie nace aprendiendo a escribir, ni a hablar; y aunque el habla se adquiere de manera espontánea, luego hay que modelar esa capacidad, porque la espontaneidad y la libertad absoluta no son siempre positivas. Hay que construir, no destruir. Hay que modelar, esculpir. Y hay que ejercitarse en ello.   

 

Tercera prueba 

Y damos un salto en el tiempo y sobre todo en el tipo de enseñanza que vamos dar. 

Ya como profesor de universidad, me enfrenté durante mi primer año de docencia a la enseñanza de una asignatura llamada "Habilidades comunicativas para profesores", que se imparte en la Universidad de Zaragoza dentro del Máster para profesorado de enseñanza secundaria (lo que antiguamente era el CAP) Parece obvio que una asignatura así debería enseñarse en todas partes, pues es fundamental para todo el profesorado saber comunicar los conocimientos para transmitirlos a los alumnos, pero al parecer no es así. Cuántas veces hemos oído esa frase de “Sabe mucho, pero no lo sabe transmitir”, aplicada a un profesor. La raíz de ello está clara: no basta con saber, hay que querer comunicar, querer transmitir y saber cómo hacerlo. Y para ello hay que tener claro en la cabeza antes que nada el esquema de lo que queremos transmitir, en primer lugar, y luego saber el tipo de auditorio al que nos dirigimos, porque siempre hay que adaptar el discurso a quien nos escucha, y al fin y al cabo todo discurso nace con una especie de oyente ideal o lector implícito al que nos dirigimos. 

En el caso de las asignatura que me tocó impartir, estaba enmarcada dentro de la especialidad de Artes Plásticas del máster, es decir, en principio un alumnado ajeno a ciertas pautas de la comunicación que sí podían tener los alumnos de la especialidad de Lengua, en general graduados en Filología o en Periodismo y Comunicación Audiovisual, y más acostumbrados a ciertas pautas del discurso académico oral y escrito. Se trataba de ocho alumnos muy interesados –no en vano, habían elegido esta asignatura como optativa, frente a otra centrada en las nuevas tecnologías aplicadas a la educación– y con excelente disposición para el aprendizaje, tan conscientes de sus posibles limitaciones como deseosos de paliar sus carencias. Eso facilita el proceso pero no asegura los buenos resultados, porque al final todo depende de que el método elegido funcione. 

Confieso que al enfrentarme a esta asignatura sentí un poco de vértigo, porque yo soy especialista en literatura, no en lengua, y me parecía que no podía aportar demasiado desde un punto de vista estrictamente académico. Sin embargo, ya que se trataba de un máster encaminado a preparar a futuros docentes de enseñanza secundaria, me escudé en mi experiencia de cinco años en ese tipo de docencia, que además acababa de dejar hacía solo unos meses, y en mi formación de teoría literaria, que  incluía algo de retórica y de lingüística del texto, y pensé que algo podía aportar. 

Desde el momento tuve claras dos cosas: que la teoría solo tenía sentido si tenía una inminente aplicación práctica; y que, aprovechando el reducido número de alumnos, estos iban a hablar todas las semanas, y que iban a hablar y a hablar, a juzgar y a ser juzgados. No había más remedio que saltar a la pista. Para aprender a jugar no hay nada mejor que jugar, pero siempre con unas instrucciones previas, y con unas reglas claras. 

Así, en la primera clase en que ellos debían intervenir, después de una introducción general y un debate sobre el hecho de hablar y la buena oratoria en el que salieron a relucir, por ejemplo, Obama o Punset, les pedí que hicieran una exposición sobre un tema libre, no importaba cuál, sin darles ninguna pauta ni ninguna instrucción al respecto, salvo dos: que debían escribir antes un texto de base, el cual debían entregarme, pero que no podían leerlo ni memorizarlo a la hora de la exposición. Con tan vagas instrucciones, los resultados fueron previsiblemente irregulares. La mayoría de los alumnos se desenvolvió bastante bien, aunque en muchos casos con algunos problemas de orden y de coherencia, pero hubo un caso especial que aún recuerdo hoy en día y que para mí es uno de mis mayores logros en mi actividad docente. Una de las alumnas se dispuso a hacer una exposición sobre diseño, un tema que conocía, dominaba y que le gustaba, pero se quedó en blanco al cabo de dos minutos y no pudo seguir adelante. El problema no era que no supiera qué decir, porque ya digo que había elegido ella misma el tema y lo conocía muy bien, ni que se sintiera incómoda ante el auditorio, porque de hecho en aquel grupo la relación entre los alumnos era muy buena y casi todos eran amigos; el problema era que no sabía muy bien por dónde tirar y, al quedarse en blanco y verse dominada por los nervios, no contaba con ninguna sujeción, ninguna barandilla, nada que pudiera hacerla salir de ese pozo de angustia en la que se la veía sumida. Al verla así, por supuesto, le dije que no era necesario que siguiera, pero la emplacé a repetir la exposición para la semana siguiente. 

Pero para entonces las cosas habían cambiado mucho, porque en mi segunda clase teórica les di unas pautas muy claras de cómo había que ordenar un texto expositivo, de las partes que tenía que tener de manera obligatoria, de cómo había que organizarlo, etc. Y emplacé a toda la clase a repetir a la semana siguiente la exposición que habían realizado durante la primera sesión pero ateniéndose escrupulosamente a aquel orden que les había explicado, y que no era otro que el esquema antiquísimo de la retórica clásica. Ni más ni menos. 

Los resultados, en este caso, fueron excelentes a la par que sorprendentes. Quienes se habían desenvuelto bien durante la primera clase lo hicieron aún mejor, porque limaron algunos problemas de coherencia y de cohesión y el discurso quedó mejor ordenado y mucho más trabado. Pero el caso más sobresaliente fue el de aquella alumna que se había quedado en blanco nada más comenzar su intervención y que no había sido capaz de continuar. De repente, como si se tratara de otra persona, no solo fue capaz de terminar su exposición sin grandes vacilaciones, sino que lo hizo de manera ordenada, con una absoluta precisión de vocabulario, con coherencia y cohesión. ¿Qué había pasado? Lo que parece magia no es más que la aplicación de recetas que no por consabidas y antiguas hay que dejar de explicar y recordar en las aulas: ahora esta alumna tenía unas pautas, una ruta, un camino al que atenerse, y a partir de ahí podía elaborar su propio discurso. Si se perdía, sabía por dónde tirar porque había interiorizado el camino que debía seguir. Ni más ni menos.  

A lo largo de las escasas semanas que duró aquella asignatura los alumnos realizaron más exposiciones orales, con cambio de registros, con cambio de temas, con temas que no les interesaban nada o que estaban muy lejos de sus propias preferencias, y aun así todos consiguieron un nivel aceptable. Y el mérito no era, desde luego, mío: lo único que yo había hecho era poner al servicio de los alumnos determinados conocimientos que quizás nadie se había molestado en explicar jamás, y que ahora les iban a resultar más útiles que nunca. Y, en fin, no hay nada mejor que aprender de los alumnos, porque a partir de esta experiencia yo mismo fui mucho más cuidadoso en la preparación de mis propias clases, pues me di cuenta definitivamente de lo fácil que es llevar un esquema preconcebido, el cual no te libera de los imprevistos, pero sí encauza tu discurso de una manera eficaz. 

 

Desenlace 

Después de estas tres pruebas, mis conclusiones (y espero que las de quienes han leído este texto) están muy claras. No ha sido fácil y ha llevado bastante tiempo, pero sin duda he aprendido lo importante que es la enseñanza de la oralidad. Yo mismo reconozco que he estado totalmente verde en ese terreno durante un tiempo, y he aprendido un poco sobre la marcha, porque tampoco he tenido la formación adecuada para ello, ni cuento con los recursos propios de un narrador profesional. Tener cierta facilidad de palabra y para la expresión oral puede hacer que se descuide esa faceta en la enseñanza, porque no se es capaz de ponerse en el lugar de quienes no la tienen, y no se repare en el registro, ni el orden, ni la selección de contenidos, ni, sobre todo, a quién va dirigido el discurso, aspectos que siempre han de tenerse en cuenta a la hora de hablar. Todo ello nos lo pueden enseñar muy bien los profesionales de la oralidad, esos narradores que están acostumbrados a contar delante de auditorios distintos, que saben que la atención de sus escuchantes pende de un hilo muy fino que ellos mismos manejan y que hay que manejar con mucha pericia para que se mantengan con la tensión adecuada. 

En la actualidad, ni la eterna masificación de las aulas universitarias ni la enseñanza secundaria facilitan que haya una enseñanza esmerada y continua de la expresión oral. Y no es un problema de leyes educativas (porque estas sí prestan atención a la lengua oral, como podría comprobar cualquiera que se lea los currículos de las diversas comunidades autónomas), sino de la propia concepción general de la enseñanza de la lengua en España. Aquí enseñar lengua sigue siendo enseñar gramática y teoría de la lengua (sobre todo, sintaxis), más que la práctica, y eso repercute en generaciones que no saben ni leer ni hablar, ni comprender o escribir un texto correctamente, pero que probablemente sepan identificar el sujeto y el predicado de una oración que jamás usarán en la vida real. Esto hace que se vean los árboles pero no el bosque, y va quedando siempre de lado la enseñanza de la expresión oral y escrita, de manera que los jóvenes llegan a la universidad sin saber escribir y hablar correctamente. Y es un error, porque hay que aprender a hablar, como se aprende a escribir: la lengua adquirida de manera espontánea no es más que un material sin desbastar, sin modelar, que todo el mundo tiene, pero no es bastante. Hay que aprender a modelarlo, y a darle forma. 

 

Juan Senís Fernández

 

JUAN SENÍS, Oviedo, 1975. Juan Senís es muchas cosas, pero sobre todo es docente. Ahora mismo profesor universitario de Lengua y Literatura Castellana en la Universidad de Zaragoza; Licenciado en Historia del Arte; canta en un coro, es lector y escritor; y hace ya algunos años que se especializó en Literatura escrita por mujeres y escribió su tesis doctoral en torno a ese tema. Todavía recuerdo la tarde que Juan me contó, hace ya muchos años, tras escuchar un coro de voces maravillosas, que el instrumento musical que más le conmovía era la voz femenina, el único que él no podría tocar nunca y que me hizo comprender la sensibilidad con la que Juan mira el mundo. y es por ello que le pedí que nos relatase su experiencia sobre la oralidad y compartiese con todos ustedes sus reflexiones.