"Semejante descalabro no puede hundirme, ni promover mi caída. Un revés no es más que un fallo, no una derrota. Con semejante chasco ¿se agranda mi infortunio?, ¡qué desastre, qué desgracia! ¿Ahogarme, o aprender y continuar?"

Muchas palabras para expresar cómo nos podemos sentir ante nuestro propio fracaso y también cuando lo presenciamos. 

Cuando Aurora contactó conmigo me comentó la idea de poder dar mi punto de vista sobre el fracaso, pero como escuchante. En ese momento por mi cabeza pasaron muchas sesiones, algunas excelentes, y otras no tanto. La idea me pareció sensacional y sencilla, hasta que me senté a escribir. De sencilla no tiene nada. Tras darle vueltas, la idea principal, esa que tengo rondando, es que el fracaso es un sentimiento, una sensación y, como tal, depende de quién eres en el momento en el que estás escuchando. 

No tuve la fortuna de que me contaran cuentos de pequeño, más allá de los que escuché en la escuela. Caí en este fantástico mundo por casualidad, al leer un letrero en la pared exterior de una cafetería de Logroño. Aquella cafetería era "El Globo", ya desaparecida. Anunciaba una sesión de cuentos para una tarde en un horario compatible con dos niñas de entonces seis y dos años. Preguntamos si sería apropiada la función para ellas y, tras esa sesión y muchas otras, tengo el orgullo de saber que mis hijas han educado su escucha allí, en el café "La Luna" de Logroño. Sí, porque los cuentos trasladaron su ubicación a ese emblemático local. Durante muchos años se programaron sesiones a cargo de lo mejor, de lo mejor, narradores (no voy a perder espacio en utilizar un lenguaje, mal llamado, inclusivo), venidos de todos los rincones de España y de muchos países diferentes. 

¿Dónde está el límite de lo que se considera éxito o fracaso? 

¿Cuándo se estima rentable una programación cultural? 

¿Qué determina que sea aceptable, buena o superior dicha programación? 

¿Qué ocurre cuando las previsiones no se cumplen?

El papel de las bibliotecas ha cambiado, mucho y para bien. De mero contenedor de libros ha pasado a ser generador de conocimiento, centro de actividades, lugar de convivencia y encuentro.

Tradicionalmente, la biblioteca pública se consideraba como un espacio reservado para investigadores y estudiantes, o como un simple almacén de libros. 

Hoy en día ese concepto ha cambiado y ahora se la considera como “el primer centro de información local, portal de acceso a la información que las tecnologías ponen a nuestro alcance, centro de actividades culturales de primer orden, espacio de identidad que estimula los valores de interculturalidad, solidaridad y participación, lugar de convivencia y encuentro”, tal y como se indica en las Pautas sobre los servicios de las bibliotecas públicas publicado por el Ministerio de Educación, Cultura y Deporte (Ministerio de Educación, 2002).

Un día me llamó Aurora Maroto y me dijo: “Voy a coordinar el boletín de AEDA de primavera. Mi tema es el fracaso y he pensado en ti”. Me sentí halagada. Reconozco que tengo amplia experiencia en el tema y que, para este artículo, ha sido preciso hacer una selección rigurosa. 

Aurora me sugirió que sería interesante hablar sobre mi experiencia en el oficio de la narración oral, en si me afecta o no a la hora de contar, de vender mis sesiones y trabajar con mis compañeros. 

Lo primero que me viene a la memoria es algo que sucedía cuando yo tenía unos ocho años. En el colegio, una compañera de clase siempre suspendía todas las asignaturas. Cuando la seño nos daba el boletín, la rodeábamos para preguntarle “¿qué te dirá tu madre?, ¿te regañará tu padre?”. Del padre no recuerdo lo que contestaba, pero sí lo que le decía su madre: “hija, lo que importa es que tú seas feliz”.

Aristóteles ya decía que el fin de toda persona es ser feliz. También, en el siglo XXI, nos lo dicen los gurús de la autoayuda. Lo que ocurre es que el sabio griego añadía que el Ser feliz es aquella persona que vive bien y obra bien. Y, para muchas generaciones, eso de “obrar bien” nos ha quedado grabado a fuego.

“Quiero hacerlo bien”, “no voy a equivocarme”, “terror al error”… son consignas que te pueden sonar. 

Pero empecemos por el principio: ¿qué es el fracaso? Y si no sabes responderme, te pregunto: ¿qué es el éxito?

¿Qué es el lenguaje inclusivo? 

¿En qué consiste? ¿Para qué sirve?

¿Es un debate estéril o necesario? ¿Qué es lo correcto? ¿Hay un modo correcto de decir las cosas? ¿Es una cuestión ética o estética? ¿Quizás es una cuestión filosófica? ¿O es un debate político?

Todas estas preguntas y muchas más me asediaron y me asedian a diario. 

No hay día que no me plantee cómo podría decir algo de una manera inclusiva que no invisibilice a las mujeres que quiero nombrar y me encuentro perdida en un laberinto que, a veces, creo sin salida, y, Ariadna no acude a mi rescate.

La doctora Eulàlia Lledó (1) parafrasea a Steiner (2) para explicar la necesidad del lenguaje inclusivo, «lo que no se nombra no existe o se le está dando carácter de excepción», en ese artículo explica que el lenguaje inclusivo es aquel desprovisto de sexismo y androcentrismo, es decir aquel que no se conforma a partir de una visión del mundo y de las relaciones sociales centrada en el punto de vista masculino.

Desde una perspectiva de género el lenguaje inclusivo es aquel que respeta y acata los Derechos Humanos sin diferencias entre las personas, pero especialmente aquel que no hace distinciones por consideración de sexo. Primo Levi en Si esto es un hombre menciona un poema de Christian Morgenstern titulado: "Realidad imposible"; concretamente, uno de sus versos dice: "No pueden existir las cosas cuya existencia no es legal". Podría parecer algo absurdo, pero no lo es, aquello sobre lo que no se reflexiona no existe; lo legal, lo normativo es una convención, y cuando las convenciones socio políticas e incluso lingüísticas son ilegítimas desde el punto de vista de los derechos humanos, hay que reflexionar sobre ellas para poder cambiarlas.

catalán

En el año 2017, desde un ayuntamiento me pidieron que presentara la factura de forma electrónica… 

–¿Y eso que es? –pregunté.

–Tienes que entrar en la plataforma FACe y seguir los pasos que te indica.

–Vale.

Pero después de pasarme toda una mañana intentando generar una factura en el dichoso FACe llamé al ayuntamiento para decirles que era incapaz de hacer la factura y ellos mismos me reenviaron un correo diciéndome que probara a hacerlo a través de una web llamada www.b2brouter.net

Lo hice y fue maravilloso, un amor a primera vista. Me registré en la opción gratuita para probar y pude hacer y enviar mi primera factura electrónica con éxito. A partir de ese momento B2Brouter se convirtió en mi programa para gestionar mis facturas electrónicas. 

Al principio alternaba el sistema de facturación que usaba normalmente con B2Brouter para las facturas por vía telemática, pero viendo que cada vez se imponía más la factura electrónica, me pasé al plan profesional (de pago) que cuesta cien euros al año y tiene muchas mas posibilidades y ahora genero todas mis facturas por la plataforma.

Este artículo resume parte de la información que publiqué a lo largo de la semana del 13 al 17 de junio en el canal de Télegram dedicado a la narración oral, no incluye, por lo tanto, la entrada de Anabelle Castaño hablando de los catálogos internacionales y las diferencias y complejidades que plantean. Podéis ampliar información buscando en el canal la etiqueta #SemanaDeCatálogos.

 

En 1910 Antti Aarne publica la primera propuesta de Catálogo tipológico del cuento folklórico. Su idea era clasificar y organizar los distintos tipos de cuentos de tradición oral. Para establecer esa categorización se fija en los motivos* de los cuentos: cada tipo** de cuento tendría unos motivos básicos. Esta primera publicación fue revisada en 1928 y, años más tarde, en 1968, por Stith Thompson. En 2004 Hans-Jörg Uther vuelve a revisar el catálogo de tipos de cuentos folklóricos y publica una nueva y completa edición. 

ATU autores

En el catálogo cada tipo de cuento tiene asignado un número, y si el número fue asignado en la segunda revisión (Aarne-Thompson) entonces delante lleva las siglas AT (o AaTh), pero si es la última versión, la de Uther, delante de cada número lleva las siglas ATU (Aarne-Thompson-Uther). Así, por ejemplo, Caperucita Roja es el tipo ATU 333, Los siete cabritillos es ATU 123, La matita de Albahaca es ATU 879, etc. 

Agrupar las distintas variantes de un mismo cuento por tipos nos permite conocer las diferentes maneras en las que nos ha llegado cada cuento, nos facilita buscar las mejores versiones, completar las que están incompletas, comparar las distintas posibilidades... El catálogo plantea algunos problemas para los estudiosos (de hecho Propp dedica el primer capítulo de su Morfología del cuento, publicado en 1928, a evidenciar esos problemas) pero es una herramienta maravillosa para quienes vivimos abrazados al cuento contado. Lo es, no sólo porque es un listado magnífico de cuentos tradicionales, sino que es un recurso que nos permite encontrar más y mejores versiones para contar.

En México la desigualdad económica afecta a todos los sectores laborales, incluido el sector artístico y cultural, que siempre ha tenido que cargar con la creencia popular de que hacer arte por amor al arte y vivir del aplauso o en otras palabras, disfrutar del placer de crear propuestas artísticas que gusten al público, es la única retribución válida por su trabajo.

¿Por qué muchos empleadores aún no valoran a este tipo de trabajadores y la opinión pública aún considera mayoritariamente que vivir del arte no es una carrera de verdad?

Por décadas, los artistas que quieren vivir del arte han desarrollado su trabajo desde una economía informal, sin prestaciones de ley como seguro social, crédito hipotecario, pensión o fondo de ahorro para el retiro –no se diga ya de un ingreso estable. 

De acuerdo a un estudio en 2019 por el economista Ernesto Piedras para ‘El Economista’, cerca del 80% de los trabajadores de la Cultura tienen un segundo empleo –con el cual sostienen su producción artística–, número que entra en contraste con el hecho de que la cultura aporta un 7.2% al PIB del país. 

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