Un país de castillos
En mi primer año de carrera hacía el recorrido Castellón - Valencia ida y vuelta cada día. Me levantaba antes de las 6 de la mañana, mi padre nos llevaba en coche a la estación a mi hermana y a mí y entonces cogíamos el tren hasta la estación de El Cabanyal. Una vez allí todavía nos esperaba el 81, el autobús que recorría y todavía recorre, toda la avenida de Blasco Ibáñez para dejarnos en la facultad de historia antes de las 8 de la mañana.
El madrugón era terrible y el tren uno de aquellos civis con pocas paradas que atravesaba La Plana casi en silencio. Porque aunque cada día nos encontrábamos prácticamente las mismas caras y nos sentábamos en los mismos sitios, no estaban los ánimos para mucha conversación. Hay gente que hasta que no sale el sol y se ha tomado un buen café, no es persona. Yo no tomo café y puedo ponerme a hablar ya en pijama, pero la salida del sol, eso sí, eso siempre me ha impresionado. Y ya que estábamos despiertos, pues ver salir el sol desde el asiento del cercanías, era un espectáculo que casi que me compensaba por levantarme pronto y el vagón en silencio.
Aquel primer otoño había empezado a leer El Señor de los Anillos. Y estaba tan enganchada y me gustaba tanto que leía en todas partes y a todas horas. También en el tren. Entonces me pasó que cuando iba leyendo concentrada y en algún momento alzaba la vista y miraba el paisaje, lo veía todo de una forma nueva, distinta. Y os prometo que empecé a mirar las montañas de Almenara, que es uno de los pueblos del camino, como nunca las había visto. Como si las viese por primera vez, como si aquel paisaje se hubiese impregnado un poco de la magia del libro. Y me di cuenta de que aunque siempre había pensado que la Tierra Media, si estaba en algún lugar, era en los bosques escandinavos, caí en la cuenta, quizás por primera vez, de que yo también vivía en un país maravilloso, en un país de castillos.