La oralidad que viaja
Son las ocho de la noche. Se oyen los primeros cantos de los búhos. Son cantos siniestros. En mi pueblo, situado en el corazón de Camerún, se cree que cuando cantan los búhos, va a morir alguien (supongo que morirá alguien del pueblo, porque siempre muere alguien en algún lugar del mundo). Mi madre está terminando de cocinar a la leña las hojas de mandioca, base de la alimentación de la tribu de los yambassa, de la que soy hijo. Mi padre ya ha regresado de la plantación de cacao, y todos los once hermanos hemos hecho las tareas del colegio. Estamos en plena estación seca y hace casi treinta grados de temperatura. El resplandor de la luna preside todo este decorado bucólico.
Tras la copiosa cena en familia, nos disponemos a sentarnos en torno al fuego para proceder al ritual diario de contar y escuchar cuentos. El fuego no es una forma de iluminación primigenia, puesto que la luz traída por la luna cumple a la perfección esa función. Tampoco sirve como fuente de calefacción, ya que el clima es cálido. Desde el punto de vista antropológico, el fuego es un elemento que convoca a la comunidad, es el símbolo mismo de la civilización humana. Sirve también para mantener viva la memoria colectiva. Según cuenta Juan Luis Arsuaga, director de los yacimientos de Atapuerca, los primeros homínidos, los australopitecos, los neandertales, el homo sapiens, ya tenían costumbre de reunirse en torno a la hoguera para contar historias. Eran historias de caza, de la que ellos vivían.