Cuando llegué a Galicia yo era vegetariano. Así empieza uno de mis espectáculos y creo que la frase sugiere de manera bastante gráfica el choque que supuso para mí el traslado desde mi Turín natal a Santiago de Compostela. La palabra “era” indica el desarrollo sucesivo de los acontecimientos. En ese momento yo tenía 23 años, era un estudiante universitario a quien habían adjudicado la beca Erasmus para estudiar en el extranjero, y había decidido ir a Santiago porque era la universidad que ofrecía la estancia más larga. Además buscaba sol y calor, así que no podía haber destino mejor. Eso también da una idea de mis conocimientos previos respecto a la península ibérica. Me subí al avión sin saber ni una palabra de castellano y me encontré en una ciudad donde además se hablaba mayormente gallego. 

SimoneNegrin

Durante el año de Erasmus monté mi primera compañía teatral –en Turín me había formado paralelamente en las artes escénicas– y allí empezó el camino que años después me conduciría a la narración oral. El primer montaje era prácticamente sin palabras, en el segundo utilizábamos una serie de grammelots del inglés, el italiano, el japonés y el marciano, y finalmente llegarían los espectáculos en castellano y en gallego.

Hace unos meses escribí un artículo para Faristol en el que hablaba del viaje del cuento de tradición oral en los doscientos últimos años, un viaje que lo llevó de la boca al papel, del papel al cuarto de los niños y del cuarto de los niños a la boca de nuevo, en esta ocasión vestido de estrategia de animación a la lectura. En ese recorrido cambió el mundo y cambiaron los modos de vida enormemente, pero el cuento contado pareció encontrar nuevos lugares y nuevas bocas y orejas para seguir siendo. Terminaba aquel artículo contando que el empujón provocado por la demanda de narración oral (en muchos casos como estrategia de animación a la lectura, insisto) había logrado consolidar un colectivo de cuentistas profesionales que, poco a poco, fue siendo cada vez más consciente del valor de la oralidad y la importancia del cuento contado en sí mismo, sin otra intención añadida (fuera esta animar a leer, educar en valores, trabajar el ciclo del agua... o cualquiera otra).

Sin embargo hay otro protagonista que, al hilo de este interés por la tradición oral y el cuento contado, parece haber sido invitado a formar parte de esta renovada fiesta de la palabra dicha, se trata del cuentista popular, del narrador oral natural o tradicional (lo voy a llamar de las tres maneras indistintamente a lo largo de todo el artículo), el mismo que, a lo largo de miles de años, fue el garante de la pervivencia y transmisión de los cuentos tradicionales. 

Durante muchos años los folkloristas parecieron centrar sus trabajos en la compilación, comparación y estudio de los cuentos tradicionales, sin embargo, a mediados del S. XX, apareció la escuela sociocultural del estudio del folklore que se centraba en los cuentistas, en su capacidad para recordar los cuentos y en su habilidad para contarlos, y así fue cómo el narrador tradicional pasó a ser también objeto de estudio de los folkloristas.

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Lo monstruoso posee el estigma de una identidad deteriorada que se define en contraste con la norma establecida y que resulta desestabilizada por la desmesura, la carencia o el exceso frente a los otros seres. Lo monstruoso violenta la norma por su ontología, ya sea en el plano físico o moral, o incluso en ambos. El monstruo como antítesis del ser humano puede poseer una mutación, una deformidad, una ausencia o exceso en el número de partes - cabezas, brazos, ojos, piernas - modificación en el tamaño - gigantes, enanos…- los dobles o compuestos, los híbridos o la mezcla de sexos.

Aristóteles denomina “accidentes” a los “monstruos”, una palabra con la cual nombra los resultados irregulares del proceso de generación. Las irregularidades/desviaciones posibles pueden ocurrir en el proceso de gestación de un animal; los “monstruos” son una especie de “mutilación”. En este contexto la generación de las mujeres constituye para el filósofo una irregularidad o desviación necesaria de la naturaleza. Por tal razón, Aristóteles explica que lo natural es la preeminencia del principio masculino y los movimientos del semen sobre los de la materia en la reproducción, aunque la hembra es necesaria para la reproducción y conservación de las especies de los animales. Sin embargo, el filósofo afirma: “Y es que las hembras son más débiles y frías por naturaleza y hay que considerar al sexo femenino como una malformación natural”. Y así seguimos las mujeres en el imaginario colectivo hegemónico, como una malformación.

 Foto Paula Carbonell

 

La RAE define la palabra monstruo de la siguiente manera en algunas de sus acepciones: Del lat. monstrum, con infl. de monstruoso.
Ser que presenta anomalías o desviaciones notables respecto a su especie.
Ser fantástico que causa espanto.
Cosa excesivamente grande o extraordinaria en cualquier línea.

Los monstruos forman parte de nuestro imaginario, son seres de los que huimos, seres que no queremos cerca, pero tampoco podemos dejar de escuchar lo que nos cuentan sobre ellos.

Un monstruo siempre es enemigo a batir, nadie quiere un monstruo a su lado, ni en su vida ni en sus sueños, un monstruo es de las pocas cosas que nos hace estar de acuerdo, lo queremos a ser posible enfrente, lejos, y no de frente, o no lo queremos.

Los seres monstruosos más terroríficos son los que se nos parecen; los que se transforman en personas; y esos que llamamos híbridos, que tienen algo del ser humano o casi.

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¿Cómo puedes distinguir la cucaracha del Hutu?
Tienes varios métodos para elegir.
La cucaracha tiene un hueco entre sus dientes delanteros.
La cucaracha tiene talones estrechos.
La cucaracha tiene ocho pares de costillas.
La cucaracha tiene marcas elásticas en los muslos cerca del trasero.
La cucaracha tiene una nariz fina.
El pelo de la cucaracha no es tan rizado.
El cráneo de la cucaracha es alargado en la nuca, y su frente es inclinada.
La cucaracha es alta, y hay altivez en su mirada.
La cucaracha tiene una pronunciada manzana de Adán.

(locutor de RTML, abril de 1994, Ruanda).

El miedo produce monstruos, y las historias de miedo, bien pergeñadas y derramadas sobre una audiencia desprevenida a través de los medios de masas, pueden convertir en monstruos a comunidades enteras. A lo largo de los siglos, los propagandistas del miedo se han encargado de la desfiguración moral, intelectual y física del Otro, — el Enemigo, el Monstruo— , atizando a menudo el furor de las masas contra sus propios vecinos, justificando su señalamiento y discriminación, y legitimando su segregación, esclavitud o exterminio.

foto Irene Henche

En esta nuevo boletín de AEDA en la que el tema es lo monstruoso, mi artículo versará sobre la sombra.

La palabra monstruo viene del latín monstrum y está relacionada con la idea de la aparición de un prodigio, un suceso sobrenatural que mostraba la voluntad de los dioses, por lo que estaba unida a la idea de avisar, de advertir.

Originariamente, la palabra se utilizaba para referirse a un portento de la naturaleza, pero muy especialmente a un ser deforme. En la Antigüedad, cuando nacía un niño o un animal con algún tipo de malformación se creía que eso era un aviso: los dioses enviaban estas criaturas como una señal de que iba a suceder algo terrible. Esta creencia se mantuvo bien viva durante la Edad Media y todavía en el inicio de la Edad Moderna.
En esos tiempos, la creencia de que matando al ser monstruoso, la comunidad quedaría libre de grandes males, produjo una inmensa crueldad hacia esos seres deformes, que todavía permanece en nuestros días en forma de rechazo, hostilidad y agresión a lo diferente.

“Lo otro no existe: tal es la fe racional,
la incurable creencia de la razón humana. [...]
Pero lo otro no se deja eliminar; subsiste, persiste;
es el hueso duro de roer en que la razón se deja los dientes.”

Antonio Machado, Juan de Mairena

 

Foto Ana Griott

Ana Griott, foto de ©Miguel Ángel Invarato

Lo monstruoso*

La palabra “monstruo” viene de monstrare, ‘enseñar’. De ahí que etimológicamente “maestro” y “monstruo” tengan una relación radical, de raíz, porque el monstruo, como el maestro, es quien se te pone delante y te muestra algo de ti que desconoces o que intuyes pero no sabes. Por eso el monstruo es el otro, “la incurable otredad que padece lo uno”, por seguir citando a Antonio Machado. Ese otro, pues, que es como uno mismo pero que para verlo, para verte, ha de estar fuera. En las profundidades del ser cavernario se da la intuición o la transformación pero no el conocimiento, ya lo decía Platón.

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