Entiendo el arte de contar historias de viva voz como una conversación en el aquí y el ahora.

Un encuentro en un lugar y hora determinados para entablar un diálogo con los asistentes.

Para favorecer el encuentro lo primero es conocer el lugar donde se realizará la actividad, ver si está preparado de una manera adecuada a las necesidades de quien cuenta, y tenerlo todo listo a la hora de empezar a recibir al público. Esto parece quizás demasiado obvio, pero prefiero empezar por el principio.

Preparado satisfactoriamente el lugar, la persona que cuenta se prepara también para la tarea  y toma una decisión que me parece importante:

¿Cómo comenzará su relación con el público? ¿Lo recibirá o se mantendrá oculto hasta que la gente esté instalada?

Ya sea desde el mismo lugar que el público o desde el camerino, la persona que cuenta entra en el espacio específico donde se ubicará para contar las historias. Aunque ya se haya determinado la relación con el espacio, la persona que cuenta entra, llega, elige el lugar donde se ubicará o confirma que la ubicación elegida es la correcta, se ubica y se instala para continuar con la tarea.

De los cuatro tipos de relaciones comunicativas que yo conozco (conflicto, huída, match deportivo y encuentro), escénicamente hablando, me interesa trabajar sobre el encuentro. El encuentro es el metabolismo de un suceso, aquello que podemos transformar, lo que puede sufrir una evolución, una experiencia de conocimiento basado en un intercambio amoroso en dos fases: la recepción y la donación, las mismas que encontramos en el acto fundamental de la respiración, pero que en este caso denominamos inspiración y espiración.

Respirar el encuentro es para mí el principio desde el que empezar a trabajar cualquier tipo de personaje, tanto en la vida como en la escena. Entiendo el término “personaje” como cada uno de los elementos que nos vamos encontrando a lo largo de nuestra experiencia. Por ejemplo, el personaje de un entrenamiento físico puede ser un músculo; el personaje de una vida de relaciones sociales puede ser una persona con quien hayamos tomado contacto. De este modo, nos relacionamos con un personaje textual y lo convertimos en personaje escénico. En este tipo de relación, tanto el actor como el personaje evolucionan y esta transformación es el signo de su  unicidad, lo que, para todos los actores, conlleva asumir una responsabilidad.

Aprender es lo que nos hace crecer.

Crecer como personas y como profesionales. La formación continua, el intentar ir siempre más allá, el preguntarse y cuestionarse... eso es la formación. El querer saber más y hacer mejor las cosas es una condición inherente al ser humano y, creemos, una tarea fundamental en nuestra profesión.

Uno de los objetivos fundamentales de AEDA era el de "crear ámbitos de reflexión e investigación sobre el oficio y favorecer la formación de los profesionales de la narración", para ello, los propios estatutos contemplan la organización de actividades de formación (jornadas, encuentros, seminarios...).

Pero antes de embarcarnos en el ámbito de la formación quisimos conocer cuál era el estado de la cuestión, cuáles habían sido (y son) los diversos itinerarios de formación de los narradores orales. Por eso a lo largo de dos años nos dedicamos a recabar toda la información posible que pudiéramos encontrar y, una vez recogida, la publicamos en un monográfico de El Aedo centrado, por completo, en su estudio y análisis.

Mi recorrido dentro de las artes escénicas viene marcado fundamentalmente por el teatro. Cuando en 1989 me acerqué por primera vez a la narración descubrí una forma fascinante de comunicación con el público que ya no he abandonado y que he intentado enriquecer desde diferentes aprendizajes poniendo al servicio de la narración todo mi bagaje en el mundo teatral.

Una de las cosas que más me impresionó de contar cuentos era la forma tan directa de producir sensaciones y emociones en quien escucha la historia, fuera de los artificios que a veces (no siempre) se necesitan en otras disciplinas escénicas. Esto me llevó a pensar que en mis manos tenía una herramienta de inmenso poder con la que podía manejar los delicados hilos que nos llevan a la intimidad de la gente. Y eso me asustó.

Sentí que debía y  que podía utilizar este arte para aportar algo nuevo, para aportar mi visión de las cosas desde el análisis, desde el respeto y desde el corazón, sabiendo conscientemente que podía despertar conciencias dormidas y que esto no siempre es agradable y aceptado por el interlocutor. Y para ello debía ser coherente y prepararme lo suficiente para manejar esta herramienta tan sensible con la que sumergirme en el delicado mundo de las emociones (las mías y las del público).

Muchos de nosotros sabemos hablar inglés o francés, además de alemán o italiano. Algunos incluso dominan el húngaro o el finlandés. Lo aprendimos en su día siguiendo la estela de algún poeta que nos conmovió y quisimos, como Unamuno con Ibsen, leerlo en la lengua original. Para ello hicimos un esfuerzo. Pero hoy tenemos una renta. Una renta y una herramienta que, como si se tratara de un violín, debemos seguir cultivando si no queremos que se nos atrofien los conocimientos.

Con la narración oral pasa lo mismo. Ya hemos andado un camino, pero no conviene confiarse. Hay que oxigenar el conocimiento, corregir posturas, reparar vicios, ensayar nuevas modalidades. En definitiva, no confiarse, someter nuestras destrezas a nuevos enfoques. De ahí los cursos intensos de fin de semana  o de verano que nos permiten renovar conocimientos para ajustarlos a nuevas perspectivas.

De lo que se trata es de no anquilosarse para no repetir los versos como el cómico viejo que decía León Felipe. Ocurre con frecuencia que vamos adquiriendo pequeños vicios en nuestro rodaje y la voz arrastra un eco cansino que no comunica.

La narración oral está íntimamente ligada a la palabra, es cierto, y cuando indagamos en los orígenes del cuento y en lo que llamamos tradición oral, nos encontramos con palabras que en un momento de la historia alguien decidió imprimir y salvarlas así del olvido.

Pero si la narración oral está compuesta sólo de palabras, ¿dónde está la necesidad del narrador? ¿No bastaría con imprimir las palabras y hacer fotocopias? ¿o a lo sumo escuchar los cuentos con las voces que propone el traductor de Google? La presencia del narrador ¿aporta algo al cuento?

Es el término “narración oral” que incita al error. Sería más justo hablar de narración en directo. Quienes imprimieron los cuentos tradicionales, no pudieron imprimir los gestos, las actitudes, el ritmo, las maneras, las entonaciones y todo aquello que forma parte de la narración en directo. Ese universo gestual y visual forma parte de la escritura de un cuento, es a la vez forma y contenido.

Estamos hablando de comunicación. En la comunicación, ya se trate de televisión, de cine, de teatro, de narración oral e incluso de una conversación cotidiana, la palabra está continuamente acompañada de la imagen. 

Esta misma semana lo decía. Los narradores somos infieles por naturaleza, incluso a nosotros mismos. Esta frase podría provocar el sonrojo de cualquier miembro puritano del ejército de salvación o incluso una excomunión colectiva del gremio de los narradores orales (término que ya de por sí suena pornográfico) por parte de la curia vaticana, pero vengan de donde vengan las amenazas, no me desdigo. Lo he comprobado en mis propias carnes, o, mejor dicho, en mis propios textos.

Está claro que escribir y contar historias de viva voz son dos ejercicios diferentes aunque, aparentemente, tengan en común idéntica materia prima, es decir, la palabra. Esto puede inducir a confusión. Si tanto escribir como contar historias se cimentan en lo mismo, parece lógico concluir que comparten estructura y maneras, vamos, que son el mismo perro con distinto rabo.

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