El 2 de noviembre de 2007, el día del estreno de Las mujeres y el mar, el penúltimo espectáculo de La Carátula, salí con una extraña inquietud del teatro; era una especie de irritación contra mí mismo porque algo me decía que mi padre, tan seguro como estaba siempre de lo que hacía, no se podía haber equivocado de ninguna de las maneras. Ese día y los siguientes le di vueltas a la cabeza para encontrar la respuesta a por qué me había sentido incómodo viendo la obra, a pesar de las soberbias actuaciones de Dahd Sfeir, Cristina Maciá y el resto de las estupendas actrices. La madeja la desenredé el día de la segunda actuación, en el Teatro Wagner de Aspe, cuando miré con autocrítica dentro de mí y cambié radicalmente mi actitud; a partir de ahí logré disfrutar de la obra como se merecía, con ojos desprejuiciados, generosos, frescos. Al terminar, le di el abrazo a mi padre que le había racaneado el día del estreno. Pero, sobre todo, comprendí la envergadura del trabajo de mi padre, alguien que se ha dedicado toda la vida, distintivamente, a no acomodarse ni repetirse, a dinamitar tópicos y a ignorar el lugar cómodo y común.
Las mujeres era un largo poema, a medio camino entre “la oración y la arenga”, recitado por un grupo de mujeres de pescadores, con una densidad lingüística apabullante y una belleza semántica increíble, que a un espectador como yo, viciado por la narrativa que nos imponen Hollywood y la televisión, podía resultarle poco asumible. Cambiada mi actitud, escuchar la declamación era como admirar un cuadro impresionista en el escenario pero también contemplar su goteo de imágenes a través de las palabras escritas por Yannis Ritsos, un poeta y dramaturgo griego contemporáneo que debe de ser tan arriesgado y poco convencional como mi padre, gente que en lo creativo huye de lo comercial como de la peste. “Lo importante es el texto”, decía siempre mi padre.