El presente texto está compuesto por las notas tomadas por Ana Griot en la conferencia que impartió Franco Ferrarotti en el pasado FEST-Meeting celebrado en Roma.

 

La historia ha llegado a su fin. Comenzó con los primeros textos escritos y ahora acaba ahogada por la saturación de textos en las redes. O quizá comience otra historia donde hay tanta comunicación que no hay mensaje. La posibilidad de estar conectado es tan grande que todo se centra en el canal y el mensaje desaparece. Toda comunicación en estos nuevos canales reticulares es rápida, fría, aséptica, impersonal, virtual.

Ante este panorama cada día se hace más necesaria la pausa, el calor del contacto piel a piel, la presencia del olfato y el tacto en la comunicación entre las personas presentes en un mismo espacio real. Cada día se hace más necesaria la gente que recupere lo original, lo accidental, lo único, lo que no se puede repetir, que recupere la desnudez de lo no adornado, de lo primigenio, de lo verdadero. Cada día se hace más necesario que nos recuerden que el tiempo es la cualidad de la existencia no algo que se mide y se cronometra, que se pierde y se gana. 

Y todo esto tan necesario está presente en el oficio del narrador, ese oficio tan temido porque lo que sucede en el espacio escénico donde irrumpe el narrador no es predecible, no es controlable. Puede pasar cualquier cosa, y eso a estos poderes fácticos ejercidos por tecnócratas les aterra. El narrador es presente, lo que sucede es irrepetible, y por ello no se puede copiar. Aunque haya quien lo intente. Los que se empeñan en copiar repertorios por cuestiones de eficacia no han entendido que el presente no se puede repetir. El narrador está desnudo ante sus oyentes, nada lo adorna: no hay escenografías, no hay vestuarios. Está él con su voz, su piel, su aliento, su pálpito. Él es quien dice y lo que se dice: actor y texto a la vez. Y lo que dice es verdad, aunque el cuento sea maravilloso, porque ahí está él con su presencia para contarlo.

en valenciano

El presente artículo es una invitación a reflexionar sobre situaciones que estamos viviendo en espacios y tiempos actuales de narración oral, son momentos difíciles y quizás haya que pensar con calma las estrategias que podamos aplicar para superarlos.

En septiembre de 2012 veía la luz el número dos de la revista El Aedo bajo el título “Contar en tiempos de crisis”. En él diferentes profesionales de la narración oral, las bibliotecas, la educación y la programación de sesiones de narración oral daban su impresión sobre la situación del momento y se vertían opiniones y propuestas que hacían mirar al futuro, si no con cierto optimismo al menos, con no mucho pesimismo. Términos y conceptos como reinventarse, resistir, insistir, dignificar, cooperar, invertir, profesionalizar, actitud, pedagogía, confianza… se repetían una y otra vez en los artículos de la revista. Y al terminar su lectura uno se quedaba con un regusto de esperanza entre tanto recorte, entre tanto menosprecio por la cultura y por el oficio del narrador oral.

Casi un año después se nos hace necesaria su relectura para encontrar de nuevo algún asidero de ilusión. Y no porque las cosas vayan peor, que van, sino porque tenemos la sensación de que los narradores orales hemos empezado a nadar solos, hemos dejado de nadar juntos -aunque quizá nunca lo hicimos- y pareciera además que nadamos dejándonos arrastrar por el turbión del miedo que esta crisis alimenta, en una especie de sálvese quien pueda sin pensar en las consecuencias que esta desbandada entre chapoteos pueda suponer para el común del oficio y para cada uno de nosotros y nosotras. Una carrera hacia delante en la que unos, movidos por el egoísmo lícito de tener un jornal que llevarse al bolsillo y a la boca, y otros, movidos por la buena voluntad de mantener o crear espacios, festivales y programaciones que renquean, parecen converger.

Gran parte de lo que soy se lo debo a lo que he leído. No me cabe duda. No tengo reparo en decirlo y en hacerlo público. No podría, simplemente, mostrar mi persona como pura, impermeable o entera. Tiene cientos de poros por los que la novela, la poesía, los cuentos o los ensayos han ido calando.

Sería ridículo presentarme ante una audiencia y mostrar mis (pocos) conocimientos sobre modernidad líquida, sin citar a Bauman, apropiándome de su idea. O hablar de pedagogías libres, sin mencionar ni por asomo a Ivan Illich. O recitar “Y yo que me la llevé al río creyendo que era mozuela…” y sonreír al terminar, sin musitar si quiera el nombre de Federico García Lorca.

Igual de improbable y de disparatado me parece subir a un escenario, contar una gran historia y silenciar su autor.

Dentro de las fuentes que nutren las sesiones de los narradores, las historias de autor tienen un fuerte protagonismo. Estas nos llegan en formato papel, y desde ahí se instalan en nuestra cabeza y en nuestro cuerpo entero y, con suerte, piden a gritos ser contadas.

El proceso de transformación de la historia es complejo y bello, hasta que se vuelve oral y forma parte de nosotros. Pero no nos engañemos, aunque forme parte de nosotros, no es nuestra.

Desde que era muy pequeña tuve la intuición de que todo, el mundo y yo, éramos ritmo. La respiración, el parpadeo, los latidos del corazón, cada paso que damos, el tic tac del reloj que marca el tiempo, los gestos periódicos que rigen algunos trabajos, como por ejemplo, escribir a máquina o a ordenador, es decir,  la gran mayoría de nuestras accionas se mueven a impulsos más o menos regulares, tienen ritmo. Incluso en un arrebato adolescente llegué a imaginar que cada persona sería, por decirlo de alguna manera,  “especialista” en acoplarse a determinados compases y que su bienestar dependería de su capacidad para preservar ese pulso natural suyo frente a los impuestos por las circunstancias externas o por otras personas. Vamos, que la felicidad vendría dada por el hecho de encontrar y mantener en cada momento la cadencia vital adecuada, aquella consustancial a la naturaleza de cada uno.

Imaginaciones aparte, nadie puede discutir la base rítmica y, aun tiempo, melódica de la narración oral, amplificadas ambas cuando se cuenta con música.

Curiosamente, desde mis inicios como narradora he trabajado repetidamente con músicos. Naturalmente la manera de concebir el trabajo y la relación con las melodías y con sus intérpretes han ido variando con el tiempo. 

Tengo tendencia a divagar cuando hablo de palabras y música, así que voy a intentar centrarme y hacerme entender, sin perder de vista que éste es un mensaje subjetivo e íntimo. Hablaré de lo que significa para mí, en particular, crear y perpetrar un espectáculo de música y cuentos.

Los cuentos, creo yo, deben alterarse según las relaciones que establecen con quien los cuenta y con quien los escucha. Si quien los cuenta son dos personas con lenguajes diferentes, debe surgir una nueva voz y una nueva narración. Esta nueva narración, debe ser como una buena historia de amor: dura, frágil, y multifacética. Dura, en cuanto que potente y llena de sentido; frágil, en cuanto que delicada y vulnerable; y multifacética, en cuanto que admite múltiples maneras de expresarse: unas veces la música será banda sonora, otras la voz callará, algunas irán subrayándose acciones o atmósferas, en ocasiones la estructura será más musical que narrativa... Diferentes relaciones dentro de la relación. Todo ello, sin perder de vista, que estamos contando una historia.

portugués

Fue tal vez hace cuatro o cinco años, cuando un amigo me habló de un señor que vendía concertinas (1) usadas en el Soajo, al norte de Portugal, región donde este instrumento es muy conocido. Siempre había soñado con aprender a tocarla, haciendo resonar en mi memoria la música de “Le fabuleux destin d´Amélie Poulain” y los bailes de música tradicional europea que tanto me gustaban. Fue por entonces cuando compré la Hohner Corso con la que creé mis primeras Contatinas, esas historias que cuento con la concertina. En efecto, aprendí a tocar al mismo tiempo que iba tejiendo esas narraciones y esas melodías, y fue la necesidad de llevarlo a cabo en público lo que estimuló todo el proceso.

La concertina, nombre que damos en Portugal al acordeón diatónico, como todos los instrumentos de su familia, respira. La sostengo en el regazo, una mano a cada lado abriendo y cerrando el fol, lo que implica un movimiento rítmico que influye en todo el cuerpo. Es esa relación física lo que representa para mí el principal encanto de este instrumento, un encanto que es al mismo tiempo prisión y libertad.

La herramienta fundamental de un narrador oral es la voz, un instrumento frágil y moldeable. Pese a todo hay narradores que utilizan complementariamente el cuerpo y la gestualidad de manera admirable. Como otros utilizan las pausas y los silencios. Arriesgados silencios.  Pero sin voz es muy difícil contar una historia, aunque haya virtuosos que echen mano de la mímica. Claro que a estos narradores habría que meterlos directamente en el cajón del teatro. 

Voy a hacer algunas divagaciones sobre la voz de los narradores que han dejado una huella más profunda en mi memoria. Lo primero que habría que decir que la voz nos viene dada. Por supuesto que se la puede educar y moldear, pero no hasta el extremo de perder su naturalidad como hacen los tenores y las sopranos cuando cantan ópera; lo bueno es sacar rendimiento a la voz que cada uno tenemos, ahondar en sus potencialidades.