Contar con música
Desde que era muy pequeña tuve la intuición de que todo, el mundo y yo, éramos ritmo. La respiración, el parpadeo, los latidos del corazón, cada paso que damos, el tic tac del reloj que marca el tiempo, los gestos periódicos que rigen algunos trabajos, como por ejemplo, escribir a máquina o a ordenador, es decir, la gran mayoría de nuestras accionas se mueven a impulsos más o menos regulares, tienen ritmo. Incluso en un arrebato adolescente llegué a imaginar que cada persona sería, por decirlo de alguna manera, “especialista” en acoplarse a determinados compases y que su bienestar dependería de su capacidad para preservar ese pulso natural suyo frente a los impuestos por las circunstancias externas o por otras personas. Vamos, que la felicidad vendría dada por el hecho de encontrar y mantener en cada momento la cadencia vital adecuada, aquella consustancial a la naturaleza de cada uno.
Imaginaciones aparte, nadie puede discutir la base rítmica y, aun tiempo, melódica de la narración oral, amplificadas ambas cuando se cuenta con música.
Curiosamente, desde mis inicios como narradora he trabajado repetidamente con músicos. Naturalmente la manera de concebir el trabajo y la relación con las melodías y con sus intérpretes han ido variando con el tiempo.