El Con da Ventureira y los viajes al Más Allá
Comenzaré este artículo, a modo de introducción, haciendo mías las palabras del sabio Mircea Eliade cuando decía que:
Para el hombre religioso, la naturaleza está siempre cargada de un valor religioso, y esto es así porque el Cosmos es una creación divina y, por lo tanto, el mundo está cargado de sacralidad. El Mundo se presenta de tal manera que, al contemplarlo, el hombre religioso descubre los múltiples modos de lo sagrado y, por consiguiente, del Ser. El Mundo tiene una estructura, no es un caos y la Tierra se presenta como la madre y nodriza universal. Por todo ello, desde esta óptica, lo natural está indisolublemente ligado a lo sobrenatural y la naturaleza expresa siempre algo que la trasciende.
Debido a esta idea, que el hombre religioso sacralizase determinados accidentes geográficos, que percibiese en rocas peculiares la presencia de lo divino o que estas primigenias deidades se soliesen asociar a grandes rocas o cons —como le llamamos en Galicia— no sería algo casual, pues la piedra representa lo imperecedero, lo inamovible, lo eterno. La piedra era lo único de la naturaleza que, a ojos de los primeros pobladores, permanecía inalterable, de ahí que se identificasen con la deidad, sobre todo cuando estas grandes rocas presentaban características morfológicas peculiares, como forma de grandes huevos o de vientres fecundos —que evocaban ideas de renacimiento—, o cuando presentaban aspecto figurativo que pudiese incitar a algún tipo de asociación especial de corte mágico-mítica. No deben extrañarnos estas asociaciones que fueron relativamente habituales en su tiempo. Como ejemplo podríamos recordar que la diosa Cibeles se representaba inicialmente como una gran roca negra.