Son las palabras espejos mágicos donde se evocan todas las imágenes del mundo.
Matrices cristalinas, en ellas se aprisiona el recuerdo de lo que otros vieron,
y nosotros ya no podemos ver…
Ramón del Valle-Inclán

 

Desde hacía milenios una peculiar especie de árbol crecía a lo largo y ancho en aquel territorio cubierto por verdes valles y agrestes montañas, pero también por tierras áridas en las que el viento Cierzo siempre estaba omnipresente. Aquella extraña especie de árbol no se parecía al manzano de Reineta, ni al peral de la Tía Miseria y ni mucho menos a la higuera del herrero de Calcena. ¿Cuántos años podían vivir los árboles de esa especie? ¡Uff! Ni los más viejos alcanzaban a saberlo, porque lo cierto es que aquellos árboles siempre habían estado ahí.

No había época del año en que los frutos de aquellos más que milenarios árboles dejaran de mostrar sus múltiples aromas y sabores a palabras asombrosas, divertidas, legendarias, terroríficas, mágicas, misteriosas, rituales, enrevesadas… además de otros muchos sabores y sinsabores. Hasta en las heladoras noches de invierno aquellos sabrosos frutos mostraban esos aromas y sabores en toda su plenitud.

Cualquier aldea, por pequeña que fuera, contaba con uno de aquellos viejos árboles que no se parecía al manzano de Reineta, ni al peral de la Tía Miseria. Y como el tiempo pasaba muy despacio, todos y cada uno de los humanos que se reunían en torno al viejo árbol saboreaban con calma las historias que brotaban de aquellos extraordinarios frutos. 

Todo fruto tenía el don de la palabra, pero también el hábito de la escucha, pues sabía que sólo así crecería más lleno de vida y sabiduría. Y todo fruto sabía también que nada dura eternamente, y que su vida, como la de los personajes de los relatos que fluían de su interior, más tarde o más temprano llegaría a su fin. Pero no se atormentaba: siempre habría nuevos y renovados frutos dispuestos a dar vida a cada una de esas palabras, de esas narraciones de las que se habían impregnado. Pero, además, cada uno de esos nuevos frutos les aportaría un sabor diferente, un aroma especial, aun a pesar de que esas historias hubiesen sido ya referidas en cientos o tal vez miles de ocasiones.

Era bastante habitual que cómicos, pastores trashumantes, comerciantes, peregrinos o simples viajeros que se desplazaban a la Tierra Plana*, o a otras lejanas y desconocidas tierras, se detuvieran a saborear los relatos germinados en aquel milenario árbol que no se parecía al manzano de Reineta, ni al peral de la Tía Miseria. Y, dejándose contagiar por una extraña ansia de compartir, pastores, cómicos o peregrinos se animaban a narrar a esos peculiares frutos, nuevas, divertidas o apasionantes historias que tal vez nunca antes hubieran escuchado, pero también otras del todo conocidas, aunque con matices diferentes. Y así, unos y otros, viajeros y frutos, acababan haciendo suyas, y de todos, las historias que escuchaban. Porque nadie se hacía acreedor del origen de una historia. Las historias simplemente estaban ahí. Las historias estaban… para ser contadas.

Pero un día, no muy lejano, una extraña enfermedad empezó a aquejar a muchos de esos curiosos y milenarios árboles. Coincidió con la época en la que en muchas de aquellas aldeas las campanas de las iglesias dejaron de anunciar el nacimiento de nuevos humanos. Entonces, estos peculiares árboles, muy sensibles a todo cuanto sucedía a su alrededor, comenzaron a palidecer, a sentir que un ciclo había llegado a su fin. Contemplaban cómo la mayoría de los humanos marchaba presurosamente de las aldeas, sin apenas pertenencias, hacia un nuevo mundo donde al parecer la vida era mejor, donde no se trabajaba de sol a sol, y en el que había muchas más comodidades que las que las aldeas les proporcionaban. Y así fue ocurriendo hasta que en las aldeas sólo quedaron los que se resistían a abandonar el lugar que les había visto nacer. Aquellos humanos, cada vez menos, seguían reuniéndose bajo el árbol milenario, y seguían saboreando los aromas y sabores de los frutos, que, por desgracia, también cada vez eran menos numerosos. Todos, humanos y frutos, tenían la esperanza de que esa extraña enfermedad fuera pasajera. Pero no fue así y el día en que los últimos humanos desaparecieron, los últimos frutos cayeron.  Y aquel milenario árbol, que no se parecía al manzano de Reineta, ni al peral de la Tía Miseria, enmudeció no se sabe si para siempre jamás.

A pesar de eso, todavía hoy, en algún lugar remoto de aquel agreste territorio es posible encontrar alguno de estos extraños y milenarios árboles y saborear sus cada vez más escasos frutos que cuentan con un sinfín de aromas difíciles de describir. Pero esa es la excepción.

Se dice que alguno de los frutos de aquel milenario árbol, marchó junto a los humanos y durante un tiempo siguió contándoles las historias que conocía. Pero cada vez eran menos los que se detenían a escucharle, porque en aquel nuevo mundo el tiempo transcurría más deprisa, y eran contadas las ocasiones en que los humanos se detenían a saborear sus aromas a leyenda, fábula, retahíla, trabalenguas o fórmula mágica.

Y cuentan también que antes de que algunos de estos peculiares árboles enmudeciese para siempre, hubo humanos recolectores que, preocupados por su estado, y por lo que podía suponer su pérdida, decidieron pasar largas veladas a su sombra, dejándose empapar por las maravillosas narraciones que aquellos viejos frutos les brindaban: a algunos les resultaba difícil, ya que habían perdido el hábito de contar porque pensaban que a nadie le interesarían ya sus relatos; pero otros guardaban en su interior todas y cada una de esas historias con una frescura inusual, como si realmente nunca hubiera dejado de contarlas. Aquellos recolectores tomaban nota de todo cuanto les decían los frutos en sus cuadernos; y, en ocasiones, se valían de unos extraños artefactos capaces de recoger todos y cada uno de esos aromas, de esas palabras, de tal modo que todavía hoy aquellos que nunca tuvieron la oportunidad de conocer y saborear aquellos frutos, pueden disfrutarlos con casi todos sus aromas y fragancias.

Esta historia sucedió verdaderamente en esa mágica tierra llena de contrastes que es Aragón. Aunque seguramente a muchos os resulte familiar. 

Los contadores de historias que basamos una parte de nuestro repertorio en la vieja tradición oral debemos mucho a esos recolectores, sin los que tal vez muchas de esas esencias y sabores, de esas palabras, se habrían perdido para siempre. Su trabajo en este territorio, como en otros muchos, ha sido admirable y, por desgracia, no siempre lo suficientemente reconocido. Quizás porque ellos, al igual que  sus informantes o especialistas/frutos, no buscaban otra cosa que compartir con los demás lo que en muchas ocasiones escucharon al calor del fogaril** o en una tórrida tarde de verano allá en el Sobrepuerto*** con la sola compañía de su informante/pastor.

Este boletín pretende ser un pequeño homenaje a los recolectores que tanto han hecho por mantener viva la muy vieja y rica tradición oral aragonesa. A ellos y a sus informantes: Serafina Buisán, José Castillón, Josefina Torres o Macaria Iriarte. Y aunque alguna no sea necesariamente aragonesa, qué más da, las historias no entienden de fronteras. 

Evidentemente no están todos y cada uno de estos recolectores. Algunos nos dejaron ya, como el gran Rafael Andolz. Y recolectoras… porque no solo hay o ha habido hombres. Ahí están Sandra Araguás o la más que entrañable Nieus-Luzía Dueso, quien también nos dejó hace ya unos años, y que hiciera una extraordinaria recopilación en su lengua nativa, el aragonés chistavín o chistabino. Pero sí son por méritos propios los que hoy nos acompañan: Severino Pallaruelo, Enrique Satué, Carlos González y Mario Gros.

En cualquier caso, que nadie busque en este boletín metodologías de trabajo, porque no las encontrará… o tal vez sí. Lo que se ha pedido a cada uno de estos recolectores es que medite brevemente sobre su trabajo, su experiencia personal. Y ahí es donde, espero, todos encontremos interesantes reflexiones que nos ayuden a su vez a reflexionar sobre la tradición oral.

Las personas interesadas en conocer más a fondo el trabajo de estos recolectores encontrarán al final de cada uno de sus artículos referencias bibliográficas a sus publicaciones. Y os emplazamos también a consultar, como ejemplo, el archivo sonoro del Sistema de Información del Patrimonio Cultural Aragonés –SIPCA- (que cuenta con más de 12.000 manifestaciones culturales inmateriales de Aragón, y que incluye numerosos cuentos y leyendas populares recogidos por algunos de los colaboradores del presente boletín).

Como dirían en las lejanas tierras de Armenia: Tres manzanas han caído del cielo. Una para los informantes o especialistas, como Serafina Buisán, de la pequeña aldea ya desaparecida de Escartín, que apenas sabía leer ni escribir, pero tenía la cabeza llena de magníficas historias que tan bien sabía contar. Otra para vosotros, por haber tenido la paciencia de escuchar esta historia. Y una tercera para esos recolectores y recolectoras de historias que tuvieron la paciencia de escucharlas y compartirlas con todos nosotros para hacerlas vivir de nuevo.

Además de estos artículos el boletín también incluye la agenda de cuentos del mes de junio.

 

El Boletín n.º 64 de AEDA ha sido coordinado por Mariano Lasheras

 

NOTAS
* Tierra Plana: manera de definir las gentes de las montañas aragonesas a las tierras llanas próximas al río Ebro.
**Fogaril: hogar de la casa, normalmente utilizado como cocina, en torno al cual se reunían sus habitadores y pasaban largas veladas contando historias, etc. en compañía de sus vecinos y familiares.
***Sobrepuerto: zona montañosa de la provincia de Huesca entre las zonas del Sobrarbe y Alto Gállego que cuenta con numerosas aldeas hoy abandonadas como la célebre Ainielle, protagonista de “La lluvia amarilla” de Julio Llamazares.