A Juan Alberto Hernández, 
poeta y bibliotecario, y sobre todo amigo
JuanBe

Una panorámica de la playa donde vivía, de la playa donde murió, y estos versos, adornan su muro en Facebook. 

"Odio a los que se mofan a través de las cerraduras. Sus ojos grises me perturban y me angustia que nadie, en este pueblo donde escasea el silencio, se percate de la estupidez humana. La marea está bajando más de lo normal dejando un montón de huesos encallados en la arena mientras colonias de hormigas siguen a lo suyo como en el principio de los tiempos. Mi alma, que habita en una jaula de oro, se balancea en la blanca oscuridad de los ciegos, sin estar libre de culpas, sin conocer el porqué de las cosas y allí, en ese problema inverso donde escasean los dioses, en esa constelación oscura de la noche, señalamos, sin nombrarnos, quién es quién."

Fue lo último que publicó. Su alma ya no habita jaula de oro, ni se balancea en la oscuridad, reside ya en la luz.

Todos sabíamos de su pasión por los libros, por la lectura. Bien lo demostró en la biblioteca del Cabildo Insular de Gran Canaria, donde trabajó durante décadas con la dedicación y el cuidado que le ponía a todo. Siempre tenía una sonrisa en los labios, lumbre en la mirada y un libro que recomendarte. Se lo leía todo y luego te lo contaba con una pasión que se le salía a borbotones por los ojos y por la boca. Pero pocos sabían de su pasión por escribir, de su buena pluma. Escribía como vivía, con esa generosidad del que ofrece lo que tiene, con esa grandeza del que se muestra cual es, con esa vitalidad del que aborda la vida y la escritura con ganas, del que no se dosifica, con esa humildad que da el saber, con esa fragilidad que le hacía sufrir con las penas ajenas y llorar las lágrimas de todos.

Estupendo conversador, compañero en las copas por Vegueta, en los momentos de cuentos y Maratones, en los amaneceres en el puerto, en las rumbas en la plaza de Agüimes, en los llantos por las traiciones, por las pérdidas, siempre tenía el abrazo dispuesto, la palabra que sana lista. Ahora nos toca llorarle a él, reunirnos para recordarlo, brindar a su salud, secarnos las lágrimas y abrazarnos para sentirlo en nuestro abrazo, palpitando en nuestro pecho. El último libro que me recomendó fue Depués del invierno, de Guadalupe Nettel. Después de este invierno, la primavera no volverá a ser nunca la misma, nos falta él, nuestro compañero del alma, aunque la marea siga bajando y subiendo en la playa de Arinaga y las hormigas sigan a lo suyo como en el principio de los tiempos.

 

Ana Griott