Contar, escuchar, mirar
Cuando a los seis años dejé la aldea montañesa donde me había criado lo hice caminando porque no había una carretera que llegara hasta allí. Alcanzamos la pista de tierra donde nos recogió un viejo camión que nos llevó a la ciudad. Llegamos al anochecer y yo vi entonces lo que no había visto nunca: calles pavimentadas y luces, muchas luces. Me resultó asombroso: había luz para todos, era de noche y se podía caminar sin tener que llevar en la mano una tea encendida o un farol con una vela. No existía la noche. Después, andando los años, lo he pensado muchas veces: resulta difícil saber cómo era de verdad la vida hace algunos siglos. Lo digo porque la mayor parte de la gente que conozco no ha conocido cómo es la vida sin luz eléctrica y no puede imaginarla, no ha visto cómo es la vida sin apenas colores y no puede imaginar qué es el hambre de colores, no conoce un mundo sin las imágenes creadas por el hombre y no puede suponer de qué naturaleza son las que crea la mente sin haber visto jamás dibujos, fotografías o mapas. Y sin embargo durante cientos de miles de años la humanidad ha vivido sin luz eléctrica, sin apenas colores ni imágenes artificiales. Actualmente la vista, ese tirano de los sentidos, puede ejercer su dominio sin discusión: los otros sentidos se retiran a un segundo plano, hasta casi desaparecer, porque la hegemonía de los ojos avasalla.
Antes de llegar a la ciudad que me asombró con sus calles iluminadas yo había cenado muchas veces alumbrado solo con la luz del fuego del hogar o con un candil. En la penumbra la vista parecía decir: no tengo herramientas para trabajar, me retiro. Al marchar a su guarida, donde dormía hasta el amanecer del día siguiente, dejaba el terreno libre a los otros sentidos: a los alimentos se accedía, sobre todo, por el camino del gusto y del tacto, por los olores. El oído también trabajaba más y lo hacía más contento: se sentía protagonista sin tener que competir con la vista. Y la palabra se adueñaba del escenario. Los relatos no se acababan nunca. Una historia se enlazaba con otra y la nueva daba pie para que surgiera otra que hacía recordar una más, y otra, y otra. El invierno era muy largo en la montaña. Se hacía de noche muy pronto. Cenábamos en la penumbra y marchábamos con teas para sumergirnos en la misma penumbra de la cocina de otra casa: hablar y hablar, no había más entretenimiento para llenar las largas horas de oscuridad mientras se desgranaba el maíz o se hilaba la lana. Los niños, cerca del fuego, jugábamos con palitos o con bellotas. Y escuchábamos. De este modo cuando llegué a la ciudad me asombraron los coches y las luces, los escaparates, las casas alineadas en calles largas y –esto lo que más– la posibilidad de obtener agua con solo hacer girar un hierrecito; pero a escuchar no tuve que aprender: de eso sabía mucho. No me costaba trabajo alguno atender durante horas a lo que decía el profesor en el colegio o el cura en la iglesia, no me perdía una sola palabra de todas las conversaciones que había en la tienda mientras esperaba junto a mi madre para hacer la compra. Traía de la aldea un buen entrenamiento.