Sí, la Muerte. Y póngale el nombre que quiera: catrina, calavera, calaca, dientona, huesuda, flaca, fría, tilica, ciriaca, tiesa, pelona... ¡Ya está aquí la tía de las muchachas!
Es hora de poner nuestra ofrenda de muertos. Ellos llegarán este primero y dos de noviembre y vendrán para consumir la esencia de la ofrenda. Son los muertos que regresan para visitarnos y pedir pan, frutas, sal, agua, y por qué no, aguardiente, tequila, pulque, mole con arroz, tamales, calaveritas de azúcar, amaranto o chocolate, calabaza con piloncillo y uno que otro antojito.
Son los muertos que nos dieron vida y no quieren olvido. Recordarlos es dar certidumbre a nuestra existencia. Son los muertos que nos acompañan en su día. Sí, porque el mito y la tradición del Día de Muertos es la forma más eficaz de combatir lo efímero de la vida humana. El mito es una realidad; un ritual que viene del pasado, una estrategia del presente –en esta época contemporánea– para renovarse y percibir lo eterno.
El Día de Muertos tiene una significación que rebasa el mero festejo a nuestros difuntos. El más allá es un diálogo con la otra vida. El Día de Muertos es una tradición religiosa que nos permite hablar con los que se fueron, con los que se adelantaron. Es un acto de comunicación trascendental (lo trascendental es parte de lo mágico-sagrado). Es, al fin y al cabo, una comunicación donde los muertos son nuestra raíz, nuestra savia, nuestro equilibrio aquí en la tierra y en el cosmos. La relación con ellos es un acto de memoria. Por eso no hay que dejar morir a nuestros muertos. Quien los deja morir no tiene memoria de origen; se le diluye poco a poco.
El Día de Muertos es el acto de rememorar las viejas huellas, rememorar es un combate contra el olvido. Renovarse en ellos es vivir. Memoria y olvido son una unidad; pero la memoria es luz, el olvido oscuridad; un vacío que nos puede llevar a la nada. La memoria es el polo opuesto al olvido. Nuestros muertos sólo existen si los tenemos presentes en la memoria. Por ellos estamos aquí, recordarlos es un tributo que dignifica lo sagrado y la breve estancia de nuestra existencia.
El Día de Muertos es el equilibrio de los vivos que no naufragan, es parte de nuestra identidad. El Día de Muertos es una fiesta, es una representación colectiva donde todos somos actores: vivos y muertos.
El origen del culto a la Muerte
La celebración de Todos los Santos y los Fieles Difuntos, 1 y 2 de noviembre, se ha mezclado con la conmemoración del Día de Muertos que los indígenas festejan desde los tiempos prehispánicos. Sí, los antiguos mexicas, mixtecas, texcocanos, cholultecas, huehotzingas, zapotecas, tlaxcaltecas, totonacas y otros pueblos originarios de nuestro país, trasladaron la veneración de sus muertos al calendario cristiano.
Antes de la llegada de los españoles, dicha celebración se realizaba en el mes de agosto (noveno mes en el calendario de las antiguas naciones prehispánicas) y coincidía con la cosecha del maíz, calabaza, garbanzo, frijol... Los productos cosechados del ciclo agrícola eran parte de la ofrenda.
Los Fieles Difuntos, en la tradición occidental, ha sido un acto de luto y oración para que descansen en paz los muertos. Y al ser tocada esta fecha por la tradición indígena se convirtió en fiesta, en una escenografía de olores, gustos y amores. En este ritual los vivos y los muertos conviven.
En este principio de milenio, el Día de Muertos, como culto popular, es un acto que lo mismo nos lleva al recogimiento que a la oración o a la fiesta; sobre todo esta última en la que los muertos deambulan y hacen sentir su presencia cálida entre los vivos. Sí, con nuestros muertos también llega su majestad la Muerte; baja a la tierra y convive con los mexicanos y con las muchas culturas indígenas que hay en nuestra República. Su majestad, la Muerte, es tan simple, tan llana y tan etérea que con sus huesos y su sonrisa está en nuestro regazo, altar, galería y, por si fuera poco, nos pela los dientes.
La Muerte se viste de colores
Hoy también vemos que el país y sus actores sociales se visten de muchos colores y fragancias para venerar a la Muerte: el amarillo de la flor de cempasúchil, el blanco del alhelí, el rojo de la flor afelpada llamada pata de león... Sirva esto como preámbulo para hablar del sincretismo de dos culturas: la indígena y la hispana, que se impregnan y crean un nuevo lenguaje y una escenografía donde los muertos y los vivos participan.
Y si de fiesta estamos, hay que decir que nuestra celebración tiene arraigo y recorre los caminos del campo y la ciudad. Oaxaca, con sus miles de indígenas, es ejemplo claro del culto, veneración y convivencia con los difuntos. Toda ella se viste de gustos culinarios, frutas y sahumerios; los muertos regresan a casa. Sí, este 1 y 2 de noviembre, se celebra el ritual que reúne a los vivos con sus parientes, los que murieron. Es el tiempo trascendental en el que las almas de los muertos tienen permiso para regresar —como halo, como exhalación espiritual, etérea— al mundo de los vivos.
El sincretismo cultural
HAY QUE REAFIRMAR que la celebración del Día de Muertos, sobre todo, es una celebración a la memoria. Los rituales reafirman el tiempo sagrado, el tiempo religioso. Este tiempo es un tiempo primordial. La memoria reafirma el tiempo de retorno, las almas de los desaparecidos vienen a convivir con sus familiares. El ritual de las ánimas que nos visitan es un acto que privilegia el recuerdo sobre el olvido.
El calendario católico recuerda, el 1 de noviembre, a Todos los Santos y el día 2, a los Fieles Difuntos. En nuestra tradición indígena y popular, el primero se dedica a los muertos chiquitos y el segundo a los adultos. En algunos lugares el 28 de octubre es el día de los muertos por accidente y el día 30 llegan las almas que están en el limbo, los que murieron sin ser bautizados.
En esta celebración no existe un temor por los muertos que vienen, no hay espanto. Somos un pueblo con un humor para jugar con la Muerte y sus muchas y variadas representaciones. Los europeos sí se espantan de la Muerte, pero también se maravillan del trato que nosotros tenemos con ella. La Muerte nos pela los dientes y nos la comemos en dulce, chocolate, amaranto, con sus ojos de pasa o de cacahuate. Mientras que los europeos no quieren saber nada de la Huesuda, nosotros nos burlamos de ella, pero también la veneramos y hasta nos emborrachamos en los panteones. Así somos los mexicanos; los más, los festivos. Claro, los que creemos en la perseverancia de esta tradición.
Después de todo, uno sabe que es bello ver cómo quieren a sus muertos en Janitzio, Mixquic, Chilac, Juchitán y en todas las comunidades indígenas y las colonias populares. Y cuando uno comparte con las familias que tienen sus ofrendas, sólo se puede exclamar: iVivan los muertos que nos dieron vida!
Hoy sabemos que este ritual es mágico y por esos nos seduce, porque, entre otras cosas, nos hace revalorar eso que llamamos lo fugaz de la vida. El tiempo es sólo una vela encendida y mañana los muertos seremos nosotros y no queremos que nos olviden nuestros vivos.
Los antiguos reinos de la Muerte
Entre los antiguos pueblos nahuas, después de la muerte, el alma viajaba a otros lugares para seguir viviendo. Por ello es que los enterramientos se hacían, a veces, con las herramientas y vasijas de comida que los difuntos utilizaban en vida, Según su posición social y política se les enterraba con acompañantes, que podían ser una o varias personas; el perro también era acompañante en algunos enterramientos. Aunque en el caso de los gobernantes o tlatoanis, se quemaban sus cuerpos en ceremonias suntuosas; todos los tlatoanis texcocanos y mexicas fueron cremados.
Los sacrificios humanos de niños, doncellas, mancebos, sirvientes y guerreros cautivos, era una práctica para agradar a la muy amplia constelación de dioses de todas las naciones nahuas. El más allá para estas culturas, era trascender la vida para estar en el espacio divinizado, ya sea por sacrificio, por accidente o muerte natural.
Después de este preámbulo, ahora vamos a las cuatro moradas o reinos de los muertos nahuas…
El Mictlán
El Mictlán, el primer reino también llamado Lugar de los Muertos, estaba gobernado por los dioses de la muerte: Mictlantecutli y su mujer, Mictlantecihuatl. A este lugar iban los que morían de muerte común.
En este lugar había una gran miseria. El dios y la diosa devoraban manos y pies. Allí se agitaban los cuchillos de obsidiana, nos dice Walter Krickeberg, plantas espinosas, astillas de pedernal, magueyes salvajes, nopales y cactus, y había mucho frío. “Si alguno crió un perro en vida, lo previene antes de morir con estas palabras: ‘Mira bien desde la orilla de los nueve ríos por mí’”. Se dice que el perro traslada a su dueños a través de la corriente del inframundo (hoy en varios relatos de la tradición oral, como algunos que existen en Mixquic, se menciona al perro que está pendiente para ayudar a pasar a sus dueños al otro lado del río. Estos relatos son una herencia ancestral que aún se siguen contando como parte de nuestras tradiciones orales).
Vale hacer del conocimiento de los interesados, las investigaciones que ha hecho el equipo de arqueólogos que bien dirige Eduardo Matos Moctezuma, después de los hallazgos de las figuras de barro de Mictlantecutli y Mictlantecihuatl en la Casa de los Guerreros Águila (calle de Argentina y Justo Sierra), donde señala y agrega que en la religión mesoamericana, el dios de la muerte presentaba un aspecto doble, que hoy nos parecería contradictorio: Mictlantecutli era un devorador insaciable de carne y sangre humanas, a la vez que tenía facultades generativas como otorgar y fomentar la vida. Muchas representaciones de este dios tienen hígado y vesícula prominentes debido a que en estos órganos se alojaba el ihíyotl, el alma relacionada con el inframundo. Esta entidad anímica controlaba a la vez la vida, el vigor, la sexualidad y el proceso digestivo. Allí tenían origen también las emociones fuertes, principalmente la ira. Paralelamente, el ihíyotl tenía las facultades de crecimiento. Veamos más sobre esto…
Para los pobladores del México prehispánico, la muerte era un asunto recurrente y motivo de enorme angustia. Existen distintas hipótesis acerca de las creencias mexicas sobre el destino de las almas después de la muerte. No obstante, todas ellas coinciden en que las almas que iban al inframundo enfrentaban un trayecto lleno de peligros y penalidades, pasando por nueve niveles hasta llegar al más profundo: el Mictlán.
El Mictlán también es descrito en las fuentes como un lugar oscuro, frío, y putrescente (ésta es la más fiel concepción escatológica del inframundo). Por otro lado, no hay que olvidar que Quetzalcóatl bajó al Mictlán y por medio de sortilegios y astucias, robó unos huesos a los dioses de la muerte. Y para bajar a la morada de Mictlantecutli y Mictlantecihuatl, había que entrar en el vientre de la Tierra, nueve niveles. Y al subir de nuevo, Quetzalcóatl debió pasar por los mismos nueve niveles (la metáfora: la gestación de la vida hasta alcanzar la luz es de nueve meses). Después, y ya lejos de la persecución de los señores del inframundo, Quetzalcóatl, se sangró el pene y sobre los huesos robados cayeron gotas de sangre y nacieron los hombres y las mujeres. Los huesos y la sangre dieron una nueva vida. La sangre del pene es vida que cae sobre los huesos; es sangre que penetra en los huesos robados del Mictlán y de ahí germina o nace la nueva vida (la diosa Cihuacoatl, para culminar la metáfora, se encargó de molerlos en un molcajete y surgieron los nuevos hombres y mujeres que poblaron la Tierra). La dualidad vida-muerte está presente en el mito del origen del hombre nahua. Y el Mictlán, como parte de este bello mito, es inframundo, casa y morada de los muertos que entran es estado de putrefacción, pero también, para reafirmarlo, es el vientre de gestación por sus nueve niveles de ascenso a la Tierra (Quetzalcóatl). Dicen los indios, desde los tiempos primordiales, que de la madre tierra nace toda la vida por eso hay que quererla y respetarla, así es.
El segundo reino: el Tlalocan o “Lugar de Tláloc”
La muerte humana podía viajar también al Tlalocan, a donde habitaba Tláloc, el dios de la lluvia. A un paraíso de vegetación. A éste iban aquellos que perecían ahogados, muertos por un rayo, hidrópicos, leprosos, bubosos, sarnosos, o quienes sufrían de una muerte “acuática”. Allí nunca faltaban mazorcas de maíz, calabazas, ramitas de bledos, chile verde, jitomates, frijoles en vaina y flores. El día que perdían la vida, estas mujeres u hombres enfermos, contagiosos e incurables, no los quemaban sino los enterraban y les ponían semillas de bledos en las quijadas y sobre el rostro.
Ichan Tonatiuh ilhuícatl: “El cielo que es la morada del Sol”
Al tercer reino de la muerte, iban los guerreros caídos en combate, en las guerras floridas, los ofrecidos en sacrificio al sol, las mujeres que perdían la vida en el parto y los comerciantes que habían perecido en las expediciones mercantiles (estos últimos hacían trabajo de penetración y de espionaje en otros pueblos. En las guerras de conquista también recibían regalos y presentes; funcionaban con una estructura militar).
Todos estos muertos, exceptuando la mujer, acompañaban al Sol desde el amanecer hasta el mediodía. Y se dice que a los cuatro años de muertos, se convertían en pájaros de muy bellos plumajes y andaban chupando todas las flores “tanto en el cielo como en este mundo”, como los chupamirtos lo hacen (el colibrí baja a beber el néctar de las flores; Huitzilopochtli bebe la sangre del corazón de los guerreros sacrificados; el corazón es una flor que ofrece su néctar; las guerras floridas eran las guerras para ofrecer la flor más preciada a Huitzilopochtli, el corazón de los cautivos. Huitzilopochtli, colibrí a la izquierda, dios de la guerra, baja a beber la flor más preciado por él: el corazón.
Otra de las muertes que entendían también como una lucha, era la que se daba en el vientre para dar vida, la muerte en el parto. Estas mujeres viajaban con el astro luminoso, el Sol, porque ellas eran guerreras en forma de mujer y el Sol, por ser valientes, se las había llevado “para sí”. Al medio día, tomaban el lugar de los guerreros para acompañar y viajar con el Sol hasta el crepúsculo. Éstas eran las mujeres del parto, las de la muerte, la sangre que derramaron para dar a luz era el crepúsculo que se adormecía rojizo en el Poniente. Ellas eran las cihuateteo, mujeres divinas.
El Chichihualcuauhco
El Chichihualcuauhco es el cuarto reino. Lilian Scheffler menciona un bello lugar para los niños que morían pequeños. A este lugar le llamaban Xochitlapan (tierra de jardines), conocido también como Chichihualcuauhco, lugar del árbol nodriza (¿recuerdan el nombre que muchos le dan a los senos que amamantan al nene, las chichis?) Las chichihua eran mujeres que en la época virreinal amamantaban a los niños de las españolas. Chichi, de verbo náhuatl, mamar.
Lo bello de esta mitología que cobijaba a los niños radica en que en ese lugar había un hermoso árbol nodriza en el que los infantitos se alimentaban. Sombra, cobijo y alimento: un árbol nodriza; la mamá para los niños pequeños. En este reino del Chichihualcuauhco los niños esperaban una segunda oportunidad de vida.
Bibliografía