Inesperado. Imprevisto. Repentino. Desconcertante. Inoportuno.

2020, el año sorpresa. Como si de un baile de disfraces se tratara, la certeza, la tranquilidad y la estabilidad nos han mostrado su otra cara. La seguridad es ahora un espejismo lejano.

Y nos ha pillado a contrapié.

Pero, ¿qué era la seguridad para un narrador antes de 2020? Contar historias es inherente al ser humano, no hay nada más fácil, nos sale de manera innata. Pero una cosa es contar, y otra es vivir del cuento. Esto nos sitúa en realidades muy diferentes. Contar de manera profesional requiere de una apuesta vital, un enfoque preciso, una preparación mental, personal y de recursos, un paso adelante. Contar historias nos coloca en una posición de desequilibrio, de abismo, de vértigo constante. La narradora no sabe si dentro de cuatro meses trabajará. Esa es su realidad habitual. Así que la seguridad de nuestro oficio era ya una estabilidad a corto plazo, una certidumbre limitada.

Pero llegó marzo, y no solo nos robó el mes de abril, sino que nos dejó por delante un desierto de eventos cancelados, de fechas aplazadas indefinidamente, de bandejas de entrada estériles, de teléfonos mudos, ciegos, sordos. Y de pronto, el abismo tan temido, apareció ante nuestros pies. Y se convirtió en averno.

Caímos en la red de una odisea indeseada. Nosotras, que relatábamos aventuras de personajes ficticios en mundos lejanos, éramos protagonistas en una trama de dificultades tan grandes como dragones, de peligros tan inquietantes como castillos abandonados. No nos ha quedado otra que meternos en el bosque, y aquí seguimos, en plena oscuridad, buscando el sendero de guijarros blancos que nos ayude a escapar de tanta incertidumbre.